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El abuelo

Luis del Palacio
Luis del Palacio
jueves, 23 de septiembre de 2010, 06:54 h (CET)
Muy cerca del Palacio de las Cortes, en la calle de Echegaray, existía un pequeño restaurante asturiano, más bien una casa de comidas, que había regentado la misma familia durante dos o tres generaciones. Su nombre, El Garabatu, nada tiene que ver con “garabato”, como una amiga ovetense me aclaró en su día: “garabatu”, en bable, significa “rastrillo de madera para recoger la hierba”.

Allí guisaban un delicioso pote, tenían unas chuletas de “vaca feliz” (la que se pasaba las horas rumiando en el pasto) que quitaban el hipo. Y también el mejor “pixín”y una riquísima “carne gobernada”; aunque la estrella de carta tan escueta como suculenta, era la fabada; con toda probabilidad una de las mejores que se podían degustar en Madrid.

Y fue allí, en “El Garabatu”, aquella tarde de hace casi veinte años, cuando José Antonio Labordeta terminaba su almuerzo con una leche frita o quizá con un arroz con leche (eso no lo recuerdo, aunque sí que todavía alargó su sobremesa con un café y una copa de orujo blanco a cuenta de la casa) Su trato con la gente de aquel restaurante era el de un cliente asiduo. A uno de los camareros le preguntó por su esposa, que acababa de dar a luz y con uno de los dueños, un señor muy atildado de espeso pelo blanco, hizo algún comentario sobre fútbol. Yo no conocía a José Antonio Labordeta; esa fue la única vez que lo vi y jamás (y lo lamento) crucé palabra con él. Pero desde aquel momento seguí sus andanzas con interés y admiración. Lo que me había ocurrido era algo que puede pasarte en cualquier lugar (a mí en “El Garabatu): se trataba de una intuición en su sentido más genuino, que significa “comprender una cosa instantáneamente”. Y yo había comprendido que aquel señor de pobladas cejas y rotunda cabeza, de bigote un poco a lo morsa y ojos penetrantes, era uno de aquellos raros ejemplares por los que se cuenta que Diógenes el Cínico deambulaba al acecho, a plena luz del día, alumbrándose con la luz de un farol: un verdadero ser humano; o, parafraseando a Unamuno, “nada menos que todo un hombre”.

No soy quien para ensalzar las virtudes de Labordeta como cantautor, escritor o político; y han sobrado estos días los comentarios elogiosos sobre su persona. No obstante, no quisiera que se me pasara la columna semanal para referirme a él, a su sabiduría, a la llaneza baturra que le permitió mandar a la mierda a un grupo de “señorías” sin que nadie, en realidad, se ofendiera. O su incursión en el mundo de la televisión con una serie que convirtió la tarde de muchos domingos, en la sana rutina de sentarse a contemplar las andanzas de un sesentón, mochila a la espalda, por los pueblos de España.

El mundo de la política, aquejado de “glamour”, es un mundo de cursis. Muchos de los que hoy “lloran” a Labordeta nos aturden con sus modelitos, con sus aires de “marqueses de villapobre”, con sus tupés y sus operaciones de napias. Lo que está claro es que José Antonio Labordeta jamás habría aparecido en un supuesto reportaje del Frankfurter Allgemeine dedicado a los advenedizos que hoy se dicen sus amigos de siempre. Su paso por el Parlamento fue la prueba de que “una golondrina no hace verano” y el mismo título de sus peculiares memorias parlamentarias, “Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados”, habla por sí mismo.

No creo que Labordeta pisara “El Bulli”; pero me consta que fue cliente hasta su cierre de “El Garabatu”.

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