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“Lleva mucho tiempo crecer hasta convertirse en un niño”. Pablo Picaso

El regalo más preciado

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El primer juguete que recuerdo que me dejaron los reyes, fue un camión grande, muy rústico, hecho toscamente de madera. Era el único juguete que tenía y la única forma de entretenerme con tamaño artefacto, era atarle una cuerda y tirar de él cuando salía de casa. Como por aquel entonces las calles estaban empedradas y las ruedas eran también de madera, cuando salía a la calle tirando de aquel armatoste, no exagero si digo que hacía tanto ruido que provocaba la curiosidad de los vecinos que se asomaban a sus balcones a ver que pasaba.

La infancia es la más bella de todas las estaciones de la vida, pero también es el primer tesoro que la pobreza le roba a un niño.

Eran los tiempos de la España gris y el origen de mi familia era humilde. Los juguetes, como para tantos niños de mi época, eran un lujo con el que solo soñábamos contemplándolos en los escaparates de los bazares.

Muy cerca de donde yo vivía había uno de estos establecimientos, al que en los días vacacionales de la Navidad, yo acudía a ayudar en lo que buenamente podía, solo por el placer de poder tener esos ansiados juguetes en mis manos.

Son recuerdos imborrables de una infancia en la que sobrevivíamos más de sueños que de realidades.

No hay destemplanza en mi memoria. Si evoco ahora aquellas vivencias, es porque lo que uno ama en la niñez, lo alberga en el corazón para siempre.

Por otra parte, el niño, por grandes que sean sus desilusiones, ha de tener fe en algo, por lo menos en el amor y en lo mágico, en lo incomprensible para él, para sustituir con ello una existencia grisácea, plomiza, en la que su mundo, tenía que inventarlo cada día.

Los niños son grandes creadores de lo inimaginable; su mente no conoce el absurdo, por ello su fantasía no tiene límites, ni hay fronteras para su imaginación. Para ellos no existe la razón, ni lo imposible. Se mueven en un jardín de luminosos colores, olores de suaves fragancias, formas fascinantes, sonidos armoniosos e imágenes perfectas porque han sido creadas por su fantasía. Deberíamos aprender de ellos que no necesitan motivos para estar contentos. Con su espontaneidad y su frescura, son una buena guía para nuestro despertar.

Muchas veces he pensado que los niños tienen más tolerancia con los adultos que los adultos con los niños.

Si siempre me ha parecido que la paz, si es que existe, es la imagen de un niño durmiendo, no dudo ni por un instante, que la sonrisa de un niño, es la sonrisa de Dios.

La infancia es la época más dulce para vivir y la más hermosa para ser recordada.

Por eso creo que la fiesta de los reyes magos, cualquiera que sea su origen y realidad, es la fiesta más hermosa que para un niño pudiera imaginarse, y cualquiera que quiera desvirtuarla y despojarla de su prodigiosa leyenda, es que no ha sido niño nunca.

En unas cuantas décadas, hemos pasado, de no tener nada, a estar saturados de todo. Pero la historia se repite cada año y hoy como ayer, en la noche de reyes, los niños siguen poniendo sus zapatos al pie del belén o del árbol, con la excitante ilusión de encontrarlos a la mañana siguiente rodeados de aquellos regalos con los que tanto tiempo han soñado.

Resulta enternecedor ver como esa noche se acuestan temprano, excitados por una emoción que no les dejará dormir en los primeros momentos. Pero, como para cuando lleguen los reyes, ellos deberán estar dormidos, con un inocente gesto que no engañaría a nadie, se encogen entre las sábanas adoptando la posición fetal y cierran los ojos muy apretadamente, aunque al menor ruido los entornen para tratar de vislumbrar a los magos.

La verdad es que en la fiesta de los reyes, no sé quien es más feliz, si los niños o nosotros, viéndoles como tratan de romper nerviosamente el papel multicolor que envuelve cada regalo, hasta que por fin se produce el gran suceso: con cara radiante de felicidad, acaba de descubrir el codiciado contenido del envoltorio al tiempo que exclama: ¡Lo que yo quería!

Son momentos irrepetibles, que padres y abuelos, tratan de dejar plasmados para siempre, para cada vez que los contemplen, volver a sentir la emoción de aquel instante.

Todos afirmamos, que la de los reyes, es la fiesta grande de los niños; el día que al fin ven colmados sus anhelos, sin darnos cuenta que, con sus caras de asombro, de alegría, sus palmas, sus risas, su entusiasmo al descubrir el juguete ansiado, el regalo más preciado, nos lo hacen ellos a nosotros.

Ellos reciben un juguete que posiblemente pronto se romperá en sus manos, y a cambio, nos regalan una sonrisa que colmará de felicidad nuestra alma durante toda la vida.

El regalo más preciado

“Lleva mucho tiempo crecer hasta convertirse en un niño”. Pablo Picaso
César Valdeolmillos
sábado, 7 de enero de 2017, 11:37 h (CET)
El primer juguete que recuerdo que me dejaron los reyes, fue un camión grande, muy rústico, hecho toscamente de madera. Era el único juguete que tenía y la única forma de entretenerme con tamaño artefacto, era atarle una cuerda y tirar de él cuando salía de casa. Como por aquel entonces las calles estaban empedradas y las ruedas eran también de madera, cuando salía a la calle tirando de aquel armatoste, no exagero si digo que hacía tanto ruido que provocaba la curiosidad de los vecinos que se asomaban a sus balcones a ver que pasaba.

La infancia es la más bella de todas las estaciones de la vida, pero también es el primer tesoro que la pobreza le roba a un niño.

Eran los tiempos de la España gris y el origen de mi familia era humilde. Los juguetes, como para tantos niños de mi época, eran un lujo con el que solo soñábamos contemplándolos en los escaparates de los bazares.

Muy cerca de donde yo vivía había uno de estos establecimientos, al que en los días vacacionales de la Navidad, yo acudía a ayudar en lo que buenamente podía, solo por el placer de poder tener esos ansiados juguetes en mis manos.

Son recuerdos imborrables de una infancia en la que sobrevivíamos más de sueños que de realidades.

No hay destemplanza en mi memoria. Si evoco ahora aquellas vivencias, es porque lo que uno ama en la niñez, lo alberga en el corazón para siempre.

Por otra parte, el niño, por grandes que sean sus desilusiones, ha de tener fe en algo, por lo menos en el amor y en lo mágico, en lo incomprensible para él, para sustituir con ello una existencia grisácea, plomiza, en la que su mundo, tenía que inventarlo cada día.

Los niños son grandes creadores de lo inimaginable; su mente no conoce el absurdo, por ello su fantasía no tiene límites, ni hay fronteras para su imaginación. Para ellos no existe la razón, ni lo imposible. Se mueven en un jardín de luminosos colores, olores de suaves fragancias, formas fascinantes, sonidos armoniosos e imágenes perfectas porque han sido creadas por su fantasía. Deberíamos aprender de ellos que no necesitan motivos para estar contentos. Con su espontaneidad y su frescura, son una buena guía para nuestro despertar.

Muchas veces he pensado que los niños tienen más tolerancia con los adultos que los adultos con los niños.

Si siempre me ha parecido que la paz, si es que existe, es la imagen de un niño durmiendo, no dudo ni por un instante, que la sonrisa de un niño, es la sonrisa de Dios.

La infancia es la época más dulce para vivir y la más hermosa para ser recordada.

Por eso creo que la fiesta de los reyes magos, cualquiera que sea su origen y realidad, es la fiesta más hermosa que para un niño pudiera imaginarse, y cualquiera que quiera desvirtuarla y despojarla de su prodigiosa leyenda, es que no ha sido niño nunca.

En unas cuantas décadas, hemos pasado, de no tener nada, a estar saturados de todo. Pero la historia se repite cada año y hoy como ayer, en la noche de reyes, los niños siguen poniendo sus zapatos al pie del belén o del árbol, con la excitante ilusión de encontrarlos a la mañana siguiente rodeados de aquellos regalos con los que tanto tiempo han soñado.

Resulta enternecedor ver como esa noche se acuestan temprano, excitados por una emoción que no les dejará dormir en los primeros momentos. Pero, como para cuando lleguen los reyes, ellos deberán estar dormidos, con un inocente gesto que no engañaría a nadie, se encogen entre las sábanas adoptando la posición fetal y cierran los ojos muy apretadamente, aunque al menor ruido los entornen para tratar de vislumbrar a los magos.

La verdad es que en la fiesta de los reyes, no sé quien es más feliz, si los niños o nosotros, viéndoles como tratan de romper nerviosamente el papel multicolor que envuelve cada regalo, hasta que por fin se produce el gran suceso: con cara radiante de felicidad, acaba de descubrir el codiciado contenido del envoltorio al tiempo que exclama: ¡Lo que yo quería!

Son momentos irrepetibles, que padres y abuelos, tratan de dejar plasmados para siempre, para cada vez que los contemplen, volver a sentir la emoción de aquel instante.

Todos afirmamos, que la de los reyes, es la fiesta grande de los niños; el día que al fin ven colmados sus anhelos, sin darnos cuenta que, con sus caras de asombro, de alegría, sus palmas, sus risas, su entusiasmo al descubrir el juguete ansiado, el regalo más preciado, nos lo hacen ellos a nosotros.

Ellos reciben un juguete que posiblemente pronto se romperá en sus manos, y a cambio, nos regalan una sonrisa que colmará de felicidad nuestra alma durante toda la vida.

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