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"Qué ganas tengo de que acabe esto para no volver a pisar este país"

La infanta Cristina reniega de España

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Llegó un momento en que, el caso subjúdice contra el Instituto Nóos y sus administradores, por reiterativo, por su duración, por las personas implicadas en él, por lo que suponía el hecho inaudito de que miembros de la familia real estuviesen involucrados en un asunto tan turbio, por la gravedad de los hechos imputados y por la cantidad de personas importantes y conocidas afectadas por el mismo, se convirtió en el leitmotive de la información nacional y no había telediario, periódico o TV que no nos bombardearan a diario con todos los detalles, hasta los más insignificantes, de las distintas peripecias a las que, los implicados, se veían sometidos a través de las distintas fases de tan prolongado proceso. Este tiempo ya pasó y ahora sólo queda que, el tribunal que se ocupa del caso, de a conocer la sentencia en la que se determine, si es que los hay, el grado de implicación de cada uno de los encausados y la correspondiente pena que les pudiera corresponder o la exculpación, si el tribunal no ve motivo de aplicar sanción alguna si, como es posible que ocurra, queda demostrada la inocencia de alguno o todos los implicados.

Hasta aquí nada que nos pudiera llamar la atención, si no estuviera en cuestión la inocencia o la culpabilidad de las personas de sangre real que se sientan en el banquillo de los acusados o a aquellas que pasaron, en su día, a formar parte de la familia real por haber contraído matrimonio con una de las infantas, en este caso la infanta Cristina. Podemos decir, en beneficio de la hermana del Rey, que, durante este enojoso, largo y en algunos momentos, inquietante proceso, siempre supo estar a la altura de las circunstancias, de acuerdo con lo que los ciudadanos podemos entender como un comportamiento de una infanta española. Lo que nos alarma, nos sitúa ante una nueva perspectiva y nos hace poner en tela de juicio lo que, hasta ahora, había discurrido por los cauces de lo esperado, tiene que ver con, no se sabe si por agotamiento moral, por haber perdido la serenidad o por no haber sabido dominar sus nervios y su compostura, la infanta ha pronunciado una frase, un comentario a modo de desahogo, en presencia de sus compañeros de banquillos, a nuestro entender impropio de quien ha nacido en cuna real y ha tenido, durante toda su vida, todas las prebendas propias de un individuo privilegiado respecto al resto de españoles.

"Qué ganas tengo de que acabe esto para no volver a pisar este país". Sí, señores, estas fueron las palabras que pronunció doña Cristina de Borbón, nieta del rey emérito, evidentemente en un momento de flaqueza que, en cualquier otra persona de distinta estirpe, probablemente se podría entender como una intemperancia desafortunada; en el caso de la infanta Cristina adquiere una dimensión de una afrenta a España, a sus tribunales de Justicia y, por encima de todo, a su patriotismo que, en su caso, debiera de estar por encima de sus atribulaciones personales. No sabemos el impacto que habrá tenido en el actual monarca y en su esposa, pero no es difícil entender que, una actitud semejante, les debe haber hecho poca gracia, especialmente cuando, en España, existen ya muchos partidos de izquierdas y de extrema izquierda que quisieran que el status monárquico fuera sustituido por el régimen republicano.

Es evidente que el talón de Aquiles de las monarquías europeas (de las pocas que aún van quedando en el mundo) siempre viene por parte de las personas con las que contraen matrimonio los miembros de las familias reales. Desde el gran escándalo de la abdicación por amor del heredero de la corona inglesa, el príncipe de Gales Eduardo, más tarde Eduardo VIII y, finalmente, duque de Windsor, debido a su imposibilidad de que la realeza de la Gran Bretaña aceptara que, un rey inglés y cabeza visible de la iglesia anglicana, se casara con una divorciada y además americana, la señora Wallis Simpson; no han sido pocos los matrimonios morganáticos que se han celebrado en las distintas ramas de la realeza europea. Lo normal era que los herederos de la corona contrajeran matrimonio con príncipes o princesas de otros países. No, por supuesto, los herederos con los herederos, debido a los problemas que entrañaría el que dos naciones distintas estuvieran gobernadas, a la vez, por reyes que mantuvieran un lazo matrimonial, algo que, en la Edad Media, si sucedía con frecuencia, debido a que naciones pequeñas se juntaban para aunar sus fuerzas, en muchas ocasiones, para poder defenderse mejor de sus enemigos, ante los cuales se veían inermes.

Esta circunstancia produjo que, de las uniones de miembros de las familias reales con sus parientes, en muchas ocasiones primos hermanos, se produjeran numerosos casos en los que, los hijos nacidos de semejante uniones, tuvieran defectos genéticos debidos a que, el parentesco cercano, suele producir alteraciones en los genes que pueden tener algún componente que produce una cierta enfermedad, posibilidad que aumenta al ser más próximos los parentescos de los contrayentes; lo que habitualmente se conoce como los efectos de la endogamia. Sin embargo, si queremos analizar los efectos de los matrimonios morganáticos, a veces suelen ser más deletéreos que los citados anteriormente. En muchas circunstancias la persona elegida por un príncipe u otro miembro de “sangre real”, no suele estar acostumbrada a los protocolos, reglamentos y costumbres, generalmente muy estrictas, de la realeza; lo que motiva que, no sea fácil que sepan adaptarse a la vida que se les exige. Esta particularidad comporta que, a menudo, las tensiones producidas por estas faltas de adaptación acaben influyendo en la vida de los consortes que, sin embargo, en la mayoría de los casos suelen acabar con un distanciamiento entre ellos, aunque, de manera oficial, sigan aparentando ser una familia normal.

En España no somos ajenos a estas situaciones. El rey emérito, casado con una princesa griega, no tardó en dar evidentes muestras de no compartir los mismos gustos, ni tener las mismas aficiones y, de aquí al desapego, no hay más que un paso. Todos sabemos de las infidelidades del anterior rey y del martirio que tuvo que soportar la reina, obligada a disimular las infidelidades conyugales de su marido. En el caso opuesto tenemos a la infanta Cristina. Enamorada apasionadamente de un jugador de balonmano, Urdangarín, no dudó en birlárselo a su novia y casarse con él. Aunque de familia acomodada, el novio no estaba acostumbrado a las reglas de la monarquía. Iñaki no se conformó con lo que tenían, deseaba más fortuna y no dudó a utilizar las posibilidades que le proporcionaban el ser un miembro de la familia real, para, en compañía de su socio, Torres, iniciar una serie de negocios, basados en una supuesta asesoría que, en realidad no existía, para vender favores o chantajear a sociedades, autonomías o incluso clubes de deportes, para conseguir importantes aportaciones que les permitieron amasar una importante fortuna. El cómo y con qué medios lo hicieron es algo que todavía no se acaba de saber; aunque es evidente, de lo que se desprende de las actuaciones judiciales, que existen numerosas pruebas de que los delitos que se les achacan a los imputados, tienen todas las características de ser un gran fraude. La sentencia acabará por aclarar quienes delinquieron y quienes fueron simples convidados de piedra en este banquete de despropósitos.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la desagradable impresión de que, aun siendo un miembro destacado de la antigua familia real, en este caso, la infanta Cristina ha dado muestras de no merecer el seguir perteneciendo, aunque fuera de la primera fila monárquica, a la nobleza española; obligada, por imperativo de la sangre y por el honor de formar parte de la élite de la ciudadanía española, a ser los primeros en el apego por la tierra patria y en ofrecer su pecho, si fuera preciso, para recibir las primeras heridas de los enemigos de España. Me temo que Cristina ya ha renunciado a todo ello, sólo le falta hacerlo a su título nobiliario.

La infanta Cristina reniega de España

"Qué ganas tengo de que acabe esto para no volver a pisar este país"
Miguel Massanet
martes, 20 de diciembre de 2016, 00:06 h (CET)
Llegó un momento en que, el caso subjúdice contra el Instituto Nóos y sus administradores, por reiterativo, por su duración, por las personas implicadas en él, por lo que suponía el hecho inaudito de que miembros de la familia real estuviesen involucrados en un asunto tan turbio, por la gravedad de los hechos imputados y por la cantidad de personas importantes y conocidas afectadas por el mismo, se convirtió en el leitmotive de la información nacional y no había telediario, periódico o TV que no nos bombardearan a diario con todos los detalles, hasta los más insignificantes, de las distintas peripecias a las que, los implicados, se veían sometidos a través de las distintas fases de tan prolongado proceso. Este tiempo ya pasó y ahora sólo queda que, el tribunal que se ocupa del caso, de a conocer la sentencia en la que se determine, si es que los hay, el grado de implicación de cada uno de los encausados y la correspondiente pena que les pudiera corresponder o la exculpación, si el tribunal no ve motivo de aplicar sanción alguna si, como es posible que ocurra, queda demostrada la inocencia de alguno o todos los implicados.

Hasta aquí nada que nos pudiera llamar la atención, si no estuviera en cuestión la inocencia o la culpabilidad de las personas de sangre real que se sientan en el banquillo de los acusados o a aquellas que pasaron, en su día, a formar parte de la familia real por haber contraído matrimonio con una de las infantas, en este caso la infanta Cristina. Podemos decir, en beneficio de la hermana del Rey, que, durante este enojoso, largo y en algunos momentos, inquietante proceso, siempre supo estar a la altura de las circunstancias, de acuerdo con lo que los ciudadanos podemos entender como un comportamiento de una infanta española. Lo que nos alarma, nos sitúa ante una nueva perspectiva y nos hace poner en tela de juicio lo que, hasta ahora, había discurrido por los cauces de lo esperado, tiene que ver con, no se sabe si por agotamiento moral, por haber perdido la serenidad o por no haber sabido dominar sus nervios y su compostura, la infanta ha pronunciado una frase, un comentario a modo de desahogo, en presencia de sus compañeros de banquillos, a nuestro entender impropio de quien ha nacido en cuna real y ha tenido, durante toda su vida, todas las prebendas propias de un individuo privilegiado respecto al resto de españoles.

"Qué ganas tengo de que acabe esto para no volver a pisar este país". Sí, señores, estas fueron las palabras que pronunció doña Cristina de Borbón, nieta del rey emérito, evidentemente en un momento de flaqueza que, en cualquier otra persona de distinta estirpe, probablemente se podría entender como una intemperancia desafortunada; en el caso de la infanta Cristina adquiere una dimensión de una afrenta a España, a sus tribunales de Justicia y, por encima de todo, a su patriotismo que, en su caso, debiera de estar por encima de sus atribulaciones personales. No sabemos el impacto que habrá tenido en el actual monarca y en su esposa, pero no es difícil entender que, una actitud semejante, les debe haber hecho poca gracia, especialmente cuando, en España, existen ya muchos partidos de izquierdas y de extrema izquierda que quisieran que el status monárquico fuera sustituido por el régimen republicano.

Es evidente que el talón de Aquiles de las monarquías europeas (de las pocas que aún van quedando en el mundo) siempre viene por parte de las personas con las que contraen matrimonio los miembros de las familias reales. Desde el gran escándalo de la abdicación por amor del heredero de la corona inglesa, el príncipe de Gales Eduardo, más tarde Eduardo VIII y, finalmente, duque de Windsor, debido a su imposibilidad de que la realeza de la Gran Bretaña aceptara que, un rey inglés y cabeza visible de la iglesia anglicana, se casara con una divorciada y además americana, la señora Wallis Simpson; no han sido pocos los matrimonios morganáticos que se han celebrado en las distintas ramas de la realeza europea. Lo normal era que los herederos de la corona contrajeran matrimonio con príncipes o princesas de otros países. No, por supuesto, los herederos con los herederos, debido a los problemas que entrañaría el que dos naciones distintas estuvieran gobernadas, a la vez, por reyes que mantuvieran un lazo matrimonial, algo que, en la Edad Media, si sucedía con frecuencia, debido a que naciones pequeñas se juntaban para aunar sus fuerzas, en muchas ocasiones, para poder defenderse mejor de sus enemigos, ante los cuales se veían inermes.

Esta circunstancia produjo que, de las uniones de miembros de las familias reales con sus parientes, en muchas ocasiones primos hermanos, se produjeran numerosos casos en los que, los hijos nacidos de semejante uniones, tuvieran defectos genéticos debidos a que, el parentesco cercano, suele producir alteraciones en los genes que pueden tener algún componente que produce una cierta enfermedad, posibilidad que aumenta al ser más próximos los parentescos de los contrayentes; lo que habitualmente se conoce como los efectos de la endogamia. Sin embargo, si queremos analizar los efectos de los matrimonios morganáticos, a veces suelen ser más deletéreos que los citados anteriormente. En muchas circunstancias la persona elegida por un príncipe u otro miembro de “sangre real”, no suele estar acostumbrada a los protocolos, reglamentos y costumbres, generalmente muy estrictas, de la realeza; lo que motiva que, no sea fácil que sepan adaptarse a la vida que se les exige. Esta particularidad comporta que, a menudo, las tensiones producidas por estas faltas de adaptación acaben influyendo en la vida de los consortes que, sin embargo, en la mayoría de los casos suelen acabar con un distanciamiento entre ellos, aunque, de manera oficial, sigan aparentando ser una familia normal.

En España no somos ajenos a estas situaciones. El rey emérito, casado con una princesa griega, no tardó en dar evidentes muestras de no compartir los mismos gustos, ni tener las mismas aficiones y, de aquí al desapego, no hay más que un paso. Todos sabemos de las infidelidades del anterior rey y del martirio que tuvo que soportar la reina, obligada a disimular las infidelidades conyugales de su marido. En el caso opuesto tenemos a la infanta Cristina. Enamorada apasionadamente de un jugador de balonmano, Urdangarín, no dudó en birlárselo a su novia y casarse con él. Aunque de familia acomodada, el novio no estaba acostumbrado a las reglas de la monarquía. Iñaki no se conformó con lo que tenían, deseaba más fortuna y no dudó a utilizar las posibilidades que le proporcionaban el ser un miembro de la familia real, para, en compañía de su socio, Torres, iniciar una serie de negocios, basados en una supuesta asesoría que, en realidad no existía, para vender favores o chantajear a sociedades, autonomías o incluso clubes de deportes, para conseguir importantes aportaciones que les permitieron amasar una importante fortuna. El cómo y con qué medios lo hicieron es algo que todavía no se acaba de saber; aunque es evidente, de lo que se desprende de las actuaciones judiciales, que existen numerosas pruebas de que los delitos que se les achacan a los imputados, tienen todas las características de ser un gran fraude. La sentencia acabará por aclarar quienes delinquieron y quienes fueron simples convidados de piedra en este banquete de despropósitos.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la desagradable impresión de que, aun siendo un miembro destacado de la antigua familia real, en este caso, la infanta Cristina ha dado muestras de no merecer el seguir perteneciendo, aunque fuera de la primera fila monárquica, a la nobleza española; obligada, por imperativo de la sangre y por el honor de formar parte de la élite de la ciudadanía española, a ser los primeros en el apego por la tierra patria y en ofrecer su pecho, si fuera preciso, para recibir las primeras heridas de los enemigos de España. Me temo que Cristina ya ha renunciado a todo ello, sólo le falta hacerlo a su título nobiliario.

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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