En una época marcada por la urgencia de “hacer”, cambiar, convencer y transformar el mundo externo, el poema de Jorge Oyhanart se erige como una invitación radical a otro modo de estar en el mundo: un estar silencioso, respetuoso, profundamente luminoso. Su poema, que podría inscribirse en la tradición de la mística cotidiana, ofrece una respuesta serena y poderosa al deseo moderno de intervención constante sobre los demás.
No intentes cambiar a nadie: limítate a iluminar…, porque es tu luz la que invita a tu prójimo a cambiar…
El mensaje inicial es claro y contraintuitivo: no se trata de modificar al otro, sino de encender la propia luz interior. En un mundo saturado de discursos motivacionales, de promesas de transformación externa y de pedagogías de la autoayuda que con frecuencia rozan la manipulación emocional, Oyhanart nos recuerda una verdad antigua: nadie cambia porque otro lo empuje, sino porque su propio corazón se abre.
La poesía se dirige al lector como “compañero” que ha elegido volver a la Tierra “en estos tiempos extraños”, sugiriendo una concepción espiritual de la existencia como viaje del alma. Pero, lejos de abogar por un escapismo, este “volver” conlleva una tarea clara y concreta:
tu tarea, compañero, no es otra que la de “ser”.
La palabra “ser”, entrecomillada, contiene toda la profundidad de una ética existencial. No se trata de un simple estar pasivo, sino de una presencia activa, despierta, que ilumina sin invadir, que guía sin imponer. La verdadera transformación proviene del ejemplo silencioso de quien vive con autenticidad, no de quien sermonea o exige.
Esta idea conecta con el pensamiento de Eckhart Tolle, quien propone en El poder del ahora que el simple hecho de habitar plenamente el presente y de “ser” con atención y presencia es ya una forma de sanación del mundo. La conciencia que no juzga, que observa, que irradia serenidad, tiene un efecto transformador más profundo que cualquier discurso.
Y si ese que va a tu lado se encuentra dormido acaso, respeta su desarrollo y su aparente retraso…
Aquí aparece una clave de gran actualidad: el respeto por los procesos individuales. Vivimos en una sociedad impaciente, donde se mide el valor según el rendimiento, el éxito o la rapidez en alcanzar metas. Pero el alma, como sugiere el poema, tiene sus propios tiempos. Forzar los ciclos vitales del otro —aunque sea con las mejores intenciones— equivale a arrancar una flor antes de que haya brotado.
El respeto se transforma, entonces, en una forma de amor profundo: mirar al otro con ternura y dejarlo avanzar sobre sus propios pies. Esta actitud evoca la enseñanza de Gandhi, quien afirmaba que “el ejemplo no es la mejor manera de influir en los demás, es la única”. La transformación no se impone; se contagia desde una presencia coherente.
Y tú no puedes lograr que eleve sus vibraciones, ni con presiones abiertas ni sutiles empujones…
El poema denuncia incluso las formas más sutiles de manipulación espiritual, aquellas que disfrazan el control con la apariencia de ayuda. Toda presión es violencia, aunque se ejerza con dulzura. Por eso, la verdadera acción transformadora es la del silencio interior, la mirada limpia, la coherencia del propio camino.
En este punto podemos establecer una resonancia con Byung-Chul Han, filósofo surcoreano que ha analizado el exceso de positividad y de exposición en las sociedades actuales. En obras como La sociedad del cansancio o La expulsión de lo distinto, Han propone recuperar el valor del misterio, del silencio, de la distancia. La luz que transforma, según Oyhanart, no es la que deslumbra, sino la que invita sin imponerse: la que permanece abierta, como una hospitalidad invisible.
Tú entra en tu propio silencio, y en forma suave y callada, deja que tu luz interna se filtre por tu mirada.
Esta estrofa condensa una sabiduría milenaria: la que han compartido los grandes maestros espirituales de Oriente y Occidente. La luz no se impone, se irradia. Y cuando se irradia desde la autenticidad del ser, produce efectos reales, aunque invisibles: inspira, transforma, despierta.
Aquí resulta inevitable recordar a San Juan de la Cruz, cuyo Cántico espiritual está impregnado de esta paradoja de la acción sin violencia, de la transformación desde la quietud: “el alma que está hecha una con Dios, lo hace todo sin hacer nada”. Y también a Simone Weil, quien decía que “la atención pura es una forma de oración”. Estar presente, mirar sin poseer, sostener sin forzar: ahí reside la verdadera espiritualidad.
Y cuando dejas que el otro transmute su propia cruz, no intentas cambiar a nadie… ¡pero los cambia tu luz!
Este cierre del poema resume el misterio de la verdadera influencia: no aquella que domina, sino la que inspira; no la que impone, sino la que acompaña. En un mundo saturado de voces, discursos y demandas, el silencio luminoso del ser se vuelve revolucionario. La ternura, la aceptación y la coherencia personal son las nuevas formas de resistencia ante la ansiedad de controlar.
Conclusión
Jorge Oyhanart nos recuerda que no hay mayor poder transformador que el de una vida vivida en coherencia. Frente a la tentación de cambiar al otro, nos propone la humilde y poderosa tarea de “ser”. En ello resuena una ética radical de la presencia, compartida por místicos, filósofos y pensadores espirituales de todos los tiempos. Porque, en definitiva, la luz no necesita hablar para guiar: basta con que alumbre el camino.
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