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No se piensa con sensatez en la muerte porque se desconoce la gloria que en Jesús espera al otro lado del río

El misterio de la muerte

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Una estrofa de un poema de Josep Satorres publicado en un recordatorio, dice: “La asistencia a un funeral/ nos invita a meditar/ que, este mundo terrenal/ un día deberemos dejar”.

Se dan dos estados distintos en la existencia humana. Uno, vivir sin pensar en la muerte. Dos, vivir con la idea de que te acercas a la muerte en cada hora de vida que transcurre. A pesar de que en cada funeral que asistimos se nos recuerda “que, este mundo terrenal/ un día deberemos dejar”, vivimos como si la muerte nada tuviera que ver con nosotros. Está establecido que el hombre muera una sola vez, después, ¿qué? A pesar que no hay ninguna generación que haya sobrevivido a la muerte, nos comportamos como si no existiese. Pero ahí está, agazapada en la esquina con la guadaña bien afilada para segar nuestra vida.

Creer que el hombre es un animal evolucionado, que es el producto de la casualidad, rebaja, a quien cree en ello, que su existencia acaba como la de un animal que se le cubre de tierra, dejando que la corrupción destruya el cuerpo inerte que estando vivos se le ha cuidado con tanto esmero, es tener un concepto muy equivocado de lo que uno es. El instinto, en general nos impulsa a resistir la llegada de la muerte. Los avances médicos, con la longevidad que han aportado nos hacen creer que llegará un día en que venceremos a la muerte. Esta creencia se disipa cuando la muerte nos cubre con su hedor. En el momento que el último aliento ha salido por la boca, ¿qué?

William Shakaspeare, en una época en que la medicina se encontraba muy lejos de los progresos actuales, escribió: “La vida puede alargarse con la medicina, pero la muerte se apodera también del médico”. Es decir, quienes trabajan para conservar la salud de sus pacientes no pueden impedir que la muerte también los alcance. Conservar la vida no está al alcance del hombre. Pero deseamos vivir. Aun cuando nos consideramos animales evolucionados, en el fondo no queremos morir como animales. Aun cuando no sabemos qué, deseamos algo más. El anhelo de querer ser más que un animal es lo que hace que la muerte nos provoque profunda inquietud y desconcierto. Nos resistimos a ser como el perro de José Saramago “que murió hace dos meses”.

Quien busca, encuentra, dijo Jesús. Pero debemos buscar en el lugar apropiado para poder hallar lo que anhelamos. La vida es como el oro, debe buscarse allí en donde se encuentra. ¿Dónde ir a buscar la vida? Jesús lo deja bien claro: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aun cuando muera vivirá, y todo el que cree en mí no morirá” (Juan 11: 25,26). Terminado de decir estas palabras, Jesús le pregunta a Marta con quien hablaba: “¿Crees esto?” A la pegunta Marta responde: “Sí, señor, yo sé que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (v.23). Esta conversación Jesús la mantuvo con una mujer que hacía cuatro días había enterrado a su hermano lázaro. Cuando Jesús ordena que se quite la piedra que cerraba el acceso al interior de la tumba en donde yacía el difunto, Marta le dice: Señor, hiede, porque es de cuatro días” (v. 39). En el instante que se quitó la piedra el hedor de la corrupción llegó a las narices de los asistentes. Luego, Jesús gritó con voz fuerte: “Lázaro, ven fuera” (v.43). La muerte no pudo resistirse a la orden de Jesús: “Y el que había muerto salió atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario” 44).

La muerte y resurrección de Jesús es la garantía de que “sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Debido a ello el apóstol Pablo puede hacer unas preguntas que resuelven el misterio que envuelve la muerte que tanto nos angustia: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la Ley. Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (vv. 55-57).

Los asistentes a un funeral escuchan como el mosén de turno habla de la resurrección de los muertos y de la vida eterna que hay en Jesús. Desgraciadamente los asistentes a los funerales lo hacen por deber social. Tienen oídos que oyen pero no escuchan porque cuestiones banales tienen prioridad. Es así como dejan escapar la oportunidad de resolver el misterio de la muerte que tanto les angustia.

El misterio de la muerte

No se piensa con sensatez en la muerte porque se desconoce la gloria que en Jesús espera al otro lado del río
Octavi Pereña
martes, 1 de noviembre de 2016, 12:01 h (CET)
Una estrofa de un poema de Josep Satorres publicado en un recordatorio, dice: “La asistencia a un funeral/ nos invita a meditar/ que, este mundo terrenal/ un día deberemos dejar”.

Se dan dos estados distintos en la existencia humana. Uno, vivir sin pensar en la muerte. Dos, vivir con la idea de que te acercas a la muerte en cada hora de vida que transcurre. A pesar de que en cada funeral que asistimos se nos recuerda “que, este mundo terrenal/ un día deberemos dejar”, vivimos como si la muerte nada tuviera que ver con nosotros. Está establecido que el hombre muera una sola vez, después, ¿qué? A pesar que no hay ninguna generación que haya sobrevivido a la muerte, nos comportamos como si no existiese. Pero ahí está, agazapada en la esquina con la guadaña bien afilada para segar nuestra vida.

Creer que el hombre es un animal evolucionado, que es el producto de la casualidad, rebaja, a quien cree en ello, que su existencia acaba como la de un animal que se le cubre de tierra, dejando que la corrupción destruya el cuerpo inerte que estando vivos se le ha cuidado con tanto esmero, es tener un concepto muy equivocado de lo que uno es. El instinto, en general nos impulsa a resistir la llegada de la muerte. Los avances médicos, con la longevidad que han aportado nos hacen creer que llegará un día en que venceremos a la muerte. Esta creencia se disipa cuando la muerte nos cubre con su hedor. En el momento que el último aliento ha salido por la boca, ¿qué?

William Shakaspeare, en una época en que la medicina se encontraba muy lejos de los progresos actuales, escribió: “La vida puede alargarse con la medicina, pero la muerte se apodera también del médico”. Es decir, quienes trabajan para conservar la salud de sus pacientes no pueden impedir que la muerte también los alcance. Conservar la vida no está al alcance del hombre. Pero deseamos vivir. Aun cuando nos consideramos animales evolucionados, en el fondo no queremos morir como animales. Aun cuando no sabemos qué, deseamos algo más. El anhelo de querer ser más que un animal es lo que hace que la muerte nos provoque profunda inquietud y desconcierto. Nos resistimos a ser como el perro de José Saramago “que murió hace dos meses”.

Quien busca, encuentra, dijo Jesús. Pero debemos buscar en el lugar apropiado para poder hallar lo que anhelamos. La vida es como el oro, debe buscarse allí en donde se encuentra. ¿Dónde ir a buscar la vida? Jesús lo deja bien claro: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aun cuando muera vivirá, y todo el que cree en mí no morirá” (Juan 11: 25,26). Terminado de decir estas palabras, Jesús le pregunta a Marta con quien hablaba: “¿Crees esto?” A la pegunta Marta responde: “Sí, señor, yo sé que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (v.23). Esta conversación Jesús la mantuvo con una mujer que hacía cuatro días había enterrado a su hermano lázaro. Cuando Jesús ordena que se quite la piedra que cerraba el acceso al interior de la tumba en donde yacía el difunto, Marta le dice: Señor, hiede, porque es de cuatro días” (v. 39). En el instante que se quitó la piedra el hedor de la corrupción llegó a las narices de los asistentes. Luego, Jesús gritó con voz fuerte: “Lázaro, ven fuera” (v.43). La muerte no pudo resistirse a la orden de Jesús: “Y el que había muerto salió atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario” 44).

La muerte y resurrección de Jesús es la garantía de que “sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54). Debido a ello el apóstol Pablo puede hacer unas preguntas que resuelven el misterio que envuelve la muerte que tanto nos angustia: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la Ley. Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (vv. 55-57).

Los asistentes a un funeral escuchan como el mosén de turno habla de la resurrección de los muertos y de la vida eterna que hay en Jesús. Desgraciadamente los asistentes a los funerales lo hacen por deber social. Tienen oídos que oyen pero no escuchan porque cuestiones banales tienen prioridad. Es así como dejan escapar la oportunidad de resolver el misterio de la muerte que tanto les angustia.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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