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Pueblo de Vuontell Charsk Shuconí

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No será un relato más mi paso por el pueblo de Saint Vuontell, mis fotos allí tomadas, risas, apretones de manos y dolorosas glorias.

Tenía sabor, gracia y creo que sabiduría. Paseaba guardando sabias distancias de aquellos pueblerinos idiotas, poco vulnerables, equivocados, sin sonrisa. Les observaba, sin palabras, y me he visto subida a un rayo a punto de proceder en su caída, ciego y sin llanto.

Entonces allí estaba él, el hombre que me hacía sentir, siendo yo una mujer mayor, y me invadió la depresión, amenazante en un luminoso relámpago de incalculable dolor.

Pero historias, las justas.

Me iría porque Santa Minia así lo decidiera, sólo hay un cuento y es el mío. El hombre que me levantaba el ánimo se quedaría sin mí, con mis lágrimas también. Tan sólo con un pequeño recuerdo insuperable de aquella tarde los dos, dulcemente enamorándonos.

Ya no he vuelto a ser la señorita Purhacanllinet Shixertú después de dejar de ver a mi hombre. Al puebo de Saint Vuontell Charsk y también a mi buen amor Shimeón Ranchardentoll, espero llegar a olvidar cuando cumpla los designios de mi sagrado y oscuro predestinado ocaso.

Saint Vuontell fue para mí, tierra para el divino olvido, un ser que me amaba demasiado y un sentimiento profundo que no aceptaron mis santos. Razón les doy a todos pues somos distintos, de países extraños, unos desconocidos que bailan sus propios ritmos por ellos compuestos pues no han querido someterse a dominios... aunque, por instantes, desean superar las oceánicas diferencias, que les causan momentos de reflexión, rabia y por minutos... unión y finalmente: separación.

Ya no hay edades para los experimentos, y si el amor me llegó tan tarde, que se vaya de paseo de nuevo, como así hicieron los falsos pasajeros de mi vuelo en el pasado.

Nos abrazamos, nos correspondimos en besos y miradas, pero marché, algo más sucia de lo que llegara a él, simplemente salí de su vida como una traidora y sin avisarle que no regresaría.

Se quedó con mi negra mirada por haber sido esclava, palabras torpes y un necio "adiós" aquel guapo señor que me quería por esposa. Y yo también. Por eso permití aquellas otoñales caricias siendo su postre final "mi miedo", al conocer que se endulzaba con mi gesto, mi deshonor e ignorancia, mi deshonra, falta de luces y extrema sencillez.

Aquel hombre tan especial, cuando conoció la génesis de su problema supo, que no era otro que ser de ese pueblo perdido y el estar nosotros demasiado mayores para empezar, me llamó despiadada, perdedora, de malos juicios.

Pero los cerebros no se cambian fácilmente, estaba cansada y el amor perdía su valor aunque le sintiera siendo fuerte, verdadero.

Mi madre me educara para la vida perfecta, el amor a los veinticinco, el embarazo a los veintisiete, y el resto de los hijos antes de los cuarenta.

Era tarde y los consejos de una madre pesan, no sé si sobran o no, pero siempre pesan, y no salía su imagen de mi cabeza diciéndome:

-Adopta, ya no son edades, este sí, aquel hombre no, ¿qué diría si le dijera que me gustaba el pueblerino?... No rotundo, lo sé.

No quería pelearme con ella, pero principalmente estaba fatigada de estar sola, de esperar y de la sorpresa final que como una burla se me presentada dándome en la cara porque ya nada podría hacerse con ese amor tardío, nada de aquello con lo que cualquier mujer al crecer podría llegar a soñar.

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Pueblo de Vuontell Charsk Shuconí
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
lunes, 19 de septiembre de 2016, 00:37 h (CET)
No será un relato más mi paso por el pueblo de Saint Vuontell, mis fotos allí tomadas, risas, apretones de manos y dolorosas glorias.

Tenía sabor, gracia y creo que sabiduría. Paseaba guardando sabias distancias de aquellos pueblerinos idiotas, poco vulnerables, equivocados, sin sonrisa. Les observaba, sin palabras, y me he visto subida a un rayo a punto de proceder en su caída, ciego y sin llanto.

Entonces allí estaba él, el hombre que me hacía sentir, siendo yo una mujer mayor, y me invadió la depresión, amenazante en un luminoso relámpago de incalculable dolor.

Pero historias, las justas.

Me iría porque Santa Minia así lo decidiera, sólo hay un cuento y es el mío. El hombre que me levantaba el ánimo se quedaría sin mí, con mis lágrimas también. Tan sólo con un pequeño recuerdo insuperable de aquella tarde los dos, dulcemente enamorándonos.

Ya no he vuelto a ser la señorita Purhacanllinet Shixertú después de dejar de ver a mi hombre. Al puebo de Saint Vuontell Charsk y también a mi buen amor Shimeón Ranchardentoll, espero llegar a olvidar cuando cumpla los designios de mi sagrado y oscuro predestinado ocaso.

Saint Vuontell fue para mí, tierra para el divino olvido, un ser que me amaba demasiado y un sentimiento profundo que no aceptaron mis santos. Razón les doy a todos pues somos distintos, de países extraños, unos desconocidos que bailan sus propios ritmos por ellos compuestos pues no han querido someterse a dominios... aunque, por instantes, desean superar las oceánicas diferencias, que les causan momentos de reflexión, rabia y por minutos... unión y finalmente: separación.

Ya no hay edades para los experimentos, y si el amor me llegó tan tarde, que se vaya de paseo de nuevo, como así hicieron los falsos pasajeros de mi vuelo en el pasado.

Nos abrazamos, nos correspondimos en besos y miradas, pero marché, algo más sucia de lo que llegara a él, simplemente salí de su vida como una traidora y sin avisarle que no regresaría.

Se quedó con mi negra mirada por haber sido esclava, palabras torpes y un necio "adiós" aquel guapo señor que me quería por esposa. Y yo también. Por eso permití aquellas otoñales caricias siendo su postre final "mi miedo", al conocer que se endulzaba con mi gesto, mi deshonor e ignorancia, mi deshonra, falta de luces y extrema sencillez.

Aquel hombre tan especial, cuando conoció la génesis de su problema supo, que no era otro que ser de ese pueblo perdido y el estar nosotros demasiado mayores para empezar, me llamó despiadada, perdedora, de malos juicios.

Pero los cerebros no se cambian fácilmente, estaba cansada y el amor perdía su valor aunque le sintiera siendo fuerte, verdadero.

Mi madre me educara para la vida perfecta, el amor a los veinticinco, el embarazo a los veintisiete, y el resto de los hijos antes de los cuarenta.

Era tarde y los consejos de una madre pesan, no sé si sobran o no, pero siempre pesan, y no salía su imagen de mi cabeza diciéndome:

-Adopta, ya no son edades, este sí, aquel hombre no, ¿qué diría si le dijera que me gustaba el pueblerino?... No rotundo, lo sé.

No quería pelearme con ella, pero principalmente estaba fatigada de estar sola, de esperar y de la sorpresa final que como una burla se me presentada dándome en la cara porque ya nada podría hacerse con ese amor tardío, nada de aquello con lo que cualquier mujer al crecer podría llegar a soñar.

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