El mito, Edipo, el heraldo de Layo es enrevesado y ambivalente (además de que no puede reducirse la maternidad a la biología, pues tiene más que ver con el corazón que con las entrañas). Sin embargo, trasluce el grito interior de todo hombre (¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿quién me ha querido?), así como las consecuencias de buscar la identidad y descubrirse partido (lean, si no, la tragedia…).
Otra calle de este laberinto la refiere Michael Sandel en “Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética”, donde plantea la legitimidad de manipular nuestra naturaleza. Entre otros casos, cita la tendencia que se está dando en la sociedad americana de medicar a niños sanos para optimizar su rendimiento deportivo y académico (ojo, algunos desde la guardería), asegurando así su entrada en buenas universidades.
¿Qué hay de malo en mejorar las capacidades físicas y cognitivas del hijo para garantizar su éxito profesional? Quizás las líneas rojas, si las hay, se delimiten también legislativamente, pero la búsqueda de la perfección resulta perversa. También paralizante para un niño, pues lo que espera es ser acogido y amado incondicionalmente, con todas y cada una de sus imperfecciones. Lo que “optimiza” a los hijos es tratarlos como dones, no como objetos de diseño, productos de nuestra voluntad o instrumentos de nuestra ambición.
Sandel propone una llamada a la precaución, un debate a fondo sobre estas cuestiones. Es necesario, sí, pues las encrucijadas crecen, nos vamos enredando y cada vez va a ser más difícil dar marcha atrás.
Pero las maternidades a la carta o las maternidades como merecimiento personal (entre otras desvirtuaciones) son consecuencia de una confusión anterior: una actitud de control y dominio hacia la creación que no reconoce el carácter de don de la vida y olvida que la libertad consiste en relacionarnos con lo recibido y con el Creador. ¿Es posible recuperar y sacar a la palestra política estas categorías? De lo contrario, daremos vueltas y vueltas sin encontrar la salida.
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