Todo da a entender que resulta ilusorio acudir a argumentos racionales para desmontar estos frentes cuando la práctica médica, jurídica o política que avala el aborto libre los ha rechazado. Y más complicado resulta conversar con tantas personas convencidas de que la realidad depende de lo que uno opina o siente. En definitiva, será infructuoso apelar a usar la razón si esa capacidad ha sido dañada o no está desarrollada; es como si a un niño pequeño le das a leer la Summa Theologiae.
¿Qué hacer entonces? No dejar de hablar, denunciar, proponer, desenmascarar los postulados ideológicos. Seguir clamando. Pero, conscientes de que el auditorio es un desierto, habrá que esforzarse en que haya terreno fértil donde ahora sólo hay arenales.
Ejemplo de lo segundo es el debate sobre la familia. En España cada vez más personas mantienen una relación afectiva con alguien de su mismo sexo, recurren a la fecundación in vitro para ejercer la paternidad y la maternidad como consideran, y, como muchas de ellas desean vínculos estables y auténticos, han establecido sus propios modelos de familia. En este caso, no es que haya que encontrar un plano argumental común, sino que viven, piensan y hablan de otra manera. Las vidas paralelas no se cruzan. Estamos en mundos distintos, incomunicados, inconmensurables.
La pregunta, en este supuesto, es si nos quedamos cada uno en nuestra casa, partido, universidad, periódico. Creo que hay que anunciar, sin ambages, la verdad del amor humano, pero es muy complicado que sea comprendida, más aún cuando en las nuevas generaciones está inoculada la ideología de género desde la infancia.
Quizás con los jóvenes toque a veces hablar sin discursos, con parábolas, agitando sus corazones. El corazón es un misterio. En otras ocasiones igual sea mejor callar, pero poniéndose a tiro con el testimonio de la propia vida. En cualquier caso, hay que esperarlos en el desierto, acogerlos, vendar sus heridas. Y darles de beber.
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