Golpeada por todas partes la llamada prensa de información general decidió reestructurarse con tal de sobrevivir a la crisis que amenazaba con enviarla a los libros de historia. Todo cambio encauzado a una trinchera debía de expulsar de ella cuerpos sobrantes y a este ajuste se llegó tras tirar de lógica. Si la línea editorial del medio en cuestión apostaba por una corriente o partido político, lo lógico para minimizar costes y acciones era informar únicamente de los puntos débiles del adversario. Acabó prescindiéndose del periodista que narraba el día a día del partido afín (lo cual supuso un ahorro) y así los esfuerzos se encaminaron todos en hundir el portaviones contrario. La gente comenzó a alimentarse de las fobias por el rival a base de empaparse de sus trapos sucios. Terminaron estos siendo una presencia familiar, al tiempo que los líderes afines pasaban a convertirse en algo nebuloso y difuminado, que se perdía a lo lejos como el rumor de fondo que solo escuchamos si nos ponemos a ello.
Las conversaciones de café de media mañana en los bares pasaron a ser jeroglíficos, a medida que los parroquianos de distinto signo político (cada vez más habituales en un país polarizado y atrincherados con rigidez fanática en sus medios de información) no exhibían con orgullo logros propios que desconocían, sino que echaban en cara al otro sucesos y corrupciones de lo más lamentable, asuntos que éste ignoraba al ser ocultadas por las mismas fuentes a las que consultaba. Detrás del mostrador, el dueño asistía con cierta impotencia a este partido de tenis entre gentes que siempre tenía la razón, pero que al mismo tiempo no tenía ni idea. En suma, especímenes de lo más desaconsejable.