Cuando cayó el Muro de Berlín, se celebró en occidente la muerte del absoluto marxista. Era la gran victoria del pensamiento postmoderno, a la que su unió la idolatría del sistema democrático, sintetizada en el fin de la historia profetizado por el politólogo americano Francis Fukiyama.
Pero pienso que es forzoso reconocer que no se calibró bien la realidad profunda del absoluto islamista, ni la capacidad de resistencia del neosocialismo de las Américas, mezcla de populismo y marxismo, amparada y bendecida por la teología de la liberación. Se mantuvo en occidente un izquierdismo acrítico que apoyaría cualquier manifestación anticapitalista y antisistema, como el que configuró en Cataluña la gauche divine, más artística que política, pero con vocación de difundir una visión ácrata de la vida que ocultaba su profundo origen burgués.
El izquierdismo urbano, de salón, ha incorporado los principales ingredientes del ecologismo, acentuando exigencias radicales: por ejemplo, en sus propuestas de alimentación o en su guerra al coche. Pueden hacer más limpio el aire de las ciudades, pero obligarán a una nueva emigración, quizá más contaminante, ante el cierre de cultivos y fincas agropecuarias.
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