La misericordia es el límite último que Dios impone al mal que, pese a su aparente poder, nunca tendrá la palabra definitiva. A partir de esta certeza, Juan Pablo II instituyó el Domingo de la Divina Misericordia. Si el Papa Wojtyla pensaba en los horrores vividos en Europa durante la II Guerra Mundial, las recientes masacres en Europa recuerdan la actualidad de este mensaje.
Pero no hace falta irse a los grandes acontecimientos para comprobar los dramáticos efectos que genera la ruptura con Dios a través del pecado. Esos efectos se palpan también en lo cotidiano, en la vida personal de cada uno, según planteaba el Papa Francisco en su carta apostólica “Misericordia et misera”. Incluso cuando parece que no hay ya esperanza de redención posible, esa Misericordia Divina sin límites es capaz de regenerar toda vida marchitada, inundándolo todo de “alegría” con su perdón.
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