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El efecto conciliador del Papa

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Hoy el mundo requiere, como siempre, personas de paz; capaces de desactivar odios y venganzas y de construir un orden social verdaderamente justo. Personalmente, siento una enorme gratitud hacia el Papa Francisco, afanado en proclamar un amor reconciliador, de acercamiento entre unos y otros. Es la armonía, la conciliación, el incentivo de sus gestos y palabras. Naturalmente, en su propio acontecer diario se refleja la pobreza de Cristo. Ahí radica, a mi juicio, el entusiasmo de un hombre coherente con sus acciones. Sus palabras siempre cantan todo lo bello, lo hace a través de la alegría del Evangelio, con la ilusión de injertar horizontes que nos fraternicen, máxime en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización más indecente y a una desigualdad desvergonzada. Ante estas tristes realidades, recibir un mensaje de esperanza, en un momento en el que se traicionan tantos valores humanos, sin duda es el mejor estimulante vital para una especie pensante. A veces es la falta de ilusión lo que nos hunde, el vivir cada uno para sí, en lugar de para todos. Otras es el delirio, la ambición por el dominio terrenal. Y, en todo caso, siempre la simpleza como abecedario, en un mundo de parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento. Por desgracia, olvidamos con frecuencia que la necedad es la madre, y también el padre, de todos los males.

Quizás, ante el aluvión de maldades que generamos cada cual, deberíamos aprender a avergonzarnos más ante nosotros mismos, que ante los demás. Precisamente, cuando el Cabeza de la Iglesia católica habla de una revolución de la misericordia, lo que viene a decirnos es que todos, absolutamente todos, tenemos que cambiar en profundidad nuestro corazón, para poder identificarnos con el sufrimiento de los demás. Cuántas veces nosotros miramos hacia otro lado para no ver a los marginados. Tal vez algún lector piense que lo importante no es lo que haga, o diga, un líder religioso como el Papa, sino que es el pueblo, con sus gobernantes, los que han de derribar muros y establecer alianzas. No obstante, nadie me negará que cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar al Creador de la colectividad, se acaba por adorar a ídolos, y rápidamente el ser humano se pierde, su dignidad brilla por su ausencia al ser pisoteada, y los más innatos derechos son violados sin compasión alguna. Cada día estoy más convencido, pues, que son las convicciones religiosas las que más pueden colaborar en la reconstrucción moral que el planeta tanto necesita. Indudablemente, me refiero a aquellas religiones que rehúyen de la tentación de la intolerancia y del sectarismo, y que promueven actitudes de amor, respeto y diálogo constructivo.

Por consiguiente, el referente del Papa Francisco como servidor del ser humano, nos traslada el compromiso, tan poco usual en estos tiempos que vivimos, en favor del bien colectivo. En cualquier caso, hay algo que nos une a todos, y es el camino de la vida, cada uno con su propia identidad. Así, también nos alegra que, a la expectativa que genera todos los años la participación de los jefes de Estado en la Asamblea General de Naciones Unidas, la cita política internacional por excelencia, este año se le suma la visita del Pontífice y la Cumbre especial para la adopción de la nueva agenda de desarrollo para 2030, en la seguridad de que hasta con su silencio despertará conciencias. Sin duda, es el guía de la reconciliación del ser humano consigo mismo y con el equilibrio ecológico del orbe, que rechaza con firmeza una mentalidad fundada en la confrontación y la rivalidad; promoviendo, sin embargo, una cultura modelada en lo armónico y en los más nobles valores tradicionales. Desde luego, se ha ganado a pulso que se le considere el activista de la cultura del encuentro, de las nuevas oportunidades para la interlocución. Sólo así se pueden superar las diferencias, ya que si importante es asegurar una vida digna para todos, así como la salud del planeta para las generaciones futuras, no menos esencial es construir una sociedad de veras tolerante e inclusiva.

Esperamos que este efecto conciliador del Pontífice Francisco traiga al mundo la paz que todos ansiamos, sabiendo que el mundo de Dios, -como dijo este Pastor Universal, en más de una ocasión-, "es un mundo en el que todos se sienten responsables de todos, del bien de todos". Al fin y al cabo, cuando el ser humano pierde de vista este horizonte deja de embellecerse para encerrarse en su propio egoísmo, que lo lleva a la indiferencia más cruel con sus análogos, y por ende, a la desesperación y al abandono hasta de sí mismo.

El efecto conciliador del Papa

Víctor Corcoba
jueves, 24 de septiembre de 2015, 06:33 h (CET)
Hoy el mundo requiere, como siempre, personas de paz; capaces de desactivar odios y venganzas y de construir un orden social verdaderamente justo. Personalmente, siento una enorme gratitud hacia el Papa Francisco, afanado en proclamar un amor reconciliador, de acercamiento entre unos y otros. Es la armonía, la conciliación, el incentivo de sus gestos y palabras. Naturalmente, en su propio acontecer diario se refleja la pobreza de Cristo. Ahí radica, a mi juicio, el entusiasmo de un hombre coherente con sus acciones. Sus palabras siempre cantan todo lo bello, lo hace a través de la alegría del Evangelio, con la ilusión de injertar horizontes que nos fraternicen, máxime en una sociedad acostumbrada a la exclusión social, a la polarización más indecente y a una desigualdad desvergonzada. Ante estas tristes realidades, recibir un mensaje de esperanza, en un momento en el que se traicionan tantos valores humanos, sin duda es el mejor estimulante vital para una especie pensante. A veces es la falta de ilusión lo que nos hunde, el vivir cada uno para sí, en lugar de para todos. Otras es el delirio, la ambición por el dominio terrenal. Y, en todo caso, siempre la simpleza como abecedario, en un mundo de parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento. Por desgracia, olvidamos con frecuencia que la necedad es la madre, y también el padre, de todos los males.

Quizás, ante el aluvión de maldades que generamos cada cual, deberíamos aprender a avergonzarnos más ante nosotros mismos, que ante los demás. Precisamente, cuando el Cabeza de la Iglesia católica habla de una revolución de la misericordia, lo que viene a decirnos es que todos, absolutamente todos, tenemos que cambiar en profundidad nuestro corazón, para poder identificarnos con el sufrimiento de los demás. Cuántas veces nosotros miramos hacia otro lado para no ver a los marginados. Tal vez algún lector piense que lo importante no es lo que haga, o diga, un líder religioso como el Papa, sino que es el pueblo, con sus gobernantes, los que han de derribar muros y establecer alianzas. No obstante, nadie me negará que cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar al Creador de la colectividad, se acaba por adorar a ídolos, y rápidamente el ser humano se pierde, su dignidad brilla por su ausencia al ser pisoteada, y los más innatos derechos son violados sin compasión alguna. Cada día estoy más convencido, pues, que son las convicciones religiosas las que más pueden colaborar en la reconstrucción moral que el planeta tanto necesita. Indudablemente, me refiero a aquellas religiones que rehúyen de la tentación de la intolerancia y del sectarismo, y que promueven actitudes de amor, respeto y diálogo constructivo.

Por consiguiente, el referente del Papa Francisco como servidor del ser humano, nos traslada el compromiso, tan poco usual en estos tiempos que vivimos, en favor del bien colectivo. En cualquier caso, hay algo que nos une a todos, y es el camino de la vida, cada uno con su propia identidad. Así, también nos alegra que, a la expectativa que genera todos los años la participación de los jefes de Estado en la Asamblea General de Naciones Unidas, la cita política internacional por excelencia, este año se le suma la visita del Pontífice y la Cumbre especial para la adopción de la nueva agenda de desarrollo para 2030, en la seguridad de que hasta con su silencio despertará conciencias. Sin duda, es el guía de la reconciliación del ser humano consigo mismo y con el equilibrio ecológico del orbe, que rechaza con firmeza una mentalidad fundada en la confrontación y la rivalidad; promoviendo, sin embargo, una cultura modelada en lo armónico y en los más nobles valores tradicionales. Desde luego, se ha ganado a pulso que se le considere el activista de la cultura del encuentro, de las nuevas oportunidades para la interlocución. Sólo así se pueden superar las diferencias, ya que si importante es asegurar una vida digna para todos, así como la salud del planeta para las generaciones futuras, no menos esencial es construir una sociedad de veras tolerante e inclusiva.

Esperamos que este efecto conciliador del Pontífice Francisco traiga al mundo la paz que todos ansiamos, sabiendo que el mundo de Dios, -como dijo este Pastor Universal, en más de una ocasión-, "es un mundo en el que todos se sienten responsables de todos, del bien de todos". Al fin y al cabo, cuando el ser humano pierde de vista este horizonte deja de embellecerse para encerrarse en su propio egoísmo, que lo lleva a la indiferencia más cruel con sus análogos, y por ende, a la desesperación y al abandono hasta de sí mismo.

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