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Pongamos que se llamaba Fernando. Fernando era un cliente al que yo quería mucho. Le apasionaba pescar. Cuando venía a la peluquería, manteníamos largas conversaciones acerca de todo lo concerniente a la pesca. Y a él le brillaban los ojos al rememorarlo. Me relataba los viajes que hacía todas las semanas con sus amigos.
Los ratos que se pasaba sentado en una silla debajo de un parasol, leyendo y escuchando el canto de los pájaros, de las ranas, de las abejas, de los grillos... Los almuerzos, las risas, las anécdotas en Caspe... Viendo que me gustaba, alguna vez me invitó a ir con él. Todo lo que pescaba, lo devolvía al agua y yo le preguntaba:” Pero, ¿para qué ir tan lejos si después no se lo come?” Y él me respondía:” El placer está en la lucha, amigo”.
Un día, vino a cortarse el pelo y noté que repetía mucho las cosas. A la siguiente vez, noté que el problema se le había acentuando. A la siguiente, le acompañaba una chica y pensé:” ¿Será su hija?”. Y así estuvo viniendo una temporada hasta que, dejó de venir. Pregunté por él a sus amigos y me dijeron que hacía unos meses que se fue. Me dejó tan hecho polvo que, según voy escribiendo, todavía se me aviva el dolor... En fin, por si me escucharan, con esta carta quiero mandar un recuerdo emocionado a todos los clientes que se me fueron. Desde aquí, quiero darles las gracias por ayudarme a vivir.
Pienso, y esto no deja de ser una opinión exclusivamente personal, que la literatura debe estar escrita siempre desde el foco de la ilusión y la esperanza. Son los esenciales avituallamientos para la creatividad. No digo ya que las novelas deban tener un matiz rosa y de amores platónicos que nos alejan de la realidad. Porque ante todo hay que tener presente el punto de unión entre la ficción y la realidad.
Estoy arrepintiéndome de votar, arrepintiéndome de leer páginas de opinión política en la prensa, arrepintiéndome de acudir a manifestaciones manipuladas, arrepintiéndome de ver noticiarios de televisión y, mucho más, tertulias generalistas con tertulianos mediocres.
El padre de la Constitución argentina, Juan Bautista Alberdi, en su obra "El Crimen de la Guerra"(1870), afirma: "No puede haber guerra justa, porque no hay guerra juiciosa. La guerra es la pérdida temporal del juicio". Asimismo, añade que "las guerras serán mas raras a medida que la responsabilidad por sus efectos se hagan sentir en todos los que las promueven y las invitan".
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