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Kepa Tamames

Júbilo por el llanto de un niño

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Llevaba tiempo queriendo contar esto en algún espacio visible, pues ya lo compartí en conversaciones íntimas con varias personas de mi entorno, y casi todas asintieron con una medio sonrisa cómplice antes de que acabara mi exposición, lo cual significa que sabían por dónde iba, y que pensaban de hecho más o menos igual, pero que, como yo mismo, se habían guardado la sensación para sí, sabedoras de que una parte todavía significativa de la sociedad no las comprendería, y aun malinterpretaría con cierta dosis de mala fe su sentimiento.


Al grano. ¿Quién de ustedes no siente un sincero júbilo al percatarse de que es en realidad el llanto de un niño lo que por un momento creímos lamentos de un animalito? ¿A que algunos ya saben ahora a qué me refiero, sin necesidad de que continúe el artículo? (No obstante, y como quiera que tiene este una hechura formal algo más larga, me entretendré algo en la reflexión).


Comprenderán quienes se hallen conectados a la “empatía metahumana” el motivo del gozo: un niño tiene por doquier prioridad absoluta, de tal forma que su desconsuelo será mitigado con relativa inmediatez. Incluso allí donde los Derechos Humanos son todavía apenas raquítico embrión, ser niño garantiza un estatuto moral muy superior al de cualquier animal, con lo que la dramática distancia se mantiene. Y ese es, creo, el objetivo último de la teoría animalista: equiparar sufrimientos idénticos desde su calidad de «indeseables» para la víctima directa, igualar nuestro compromiso de no dañar a nadie si podemos evitarlo, con total independencia de que sea gato urbano, fontanero, paloma o cajera de supermercado.


Por tanto ―y si de ser consecuentes se trata―, deberíamos adoptar similar postura en caso de hallarnos en una sociedad donde fuesen los bebés los desfavorecidos. Quiero decir con ello que, desde la decencia moral que por defecto se nos supone, habríamos de sentir entonces un notable alivio al comprobar que el lamento proviene de un gatito abandonado, y no de un bebé humano. No sé si ustedes me siguen…


Porque reconozcan al menos que contar esto requiere cierto arrojo, y pretender que encima se entienda a la primera acaso cierta ingenuidad carmelita. Saltará una buena parte de quienes lo oyen ―no hablo de «escuchar»― con aquello de que “anteponen los animales a los niños”, o que “se prioriza el sufrimiento animal sobre el humano”. Y en algún grado no les falta razón a los defensores de estas y otras sentencias, sobre todo si nos atenemos al papel que juega cada cual en la escena: víctimas o victimarios. Mas requiere cualquier opción una cuidada gestión argumental, aunque lo que todo esto necesita de verdad es una postura humanista y bienpensante de quien oye y de quien escucha.


Desear por estos lares que sea un niño quien berrea no muestra sino un mero acto de buenos deseos, y lo contrario una demostración de inmensa mezquindad. No entenderlo a la primera resulta hasta comprensible. Soltar pestes a la mitad del relato, una mezcla de ignorancia y racanería moral. Y limitarse a «oír», sin llegar a «escuchar», una gran desgracia, en cualquier caso subsanable con un poco de empeño y honradez intelectual.

Júbilo por el llanto de un niño

Kepa Tamames
Lectores
martes, 20 de julio de 2021, 10:29 h (CET)

Llevaba tiempo queriendo contar esto en algún espacio visible, pues ya lo compartí en conversaciones íntimas con varias personas de mi entorno, y casi todas asintieron con una medio sonrisa cómplice antes de que acabara mi exposición, lo cual significa que sabían por dónde iba, y que pensaban de hecho más o menos igual, pero que, como yo mismo, se habían guardado la sensación para sí, sabedoras de que una parte todavía significativa de la sociedad no las comprendería, y aun malinterpretaría con cierta dosis de mala fe su sentimiento.


Al grano. ¿Quién de ustedes no siente un sincero júbilo al percatarse de que es en realidad el llanto de un niño lo que por un momento creímos lamentos de un animalito? ¿A que algunos ya saben ahora a qué me refiero, sin necesidad de que continúe el artículo? (No obstante, y como quiera que tiene este una hechura formal algo más larga, me entretendré algo en la reflexión).


Comprenderán quienes se hallen conectados a la “empatía metahumana” el motivo del gozo: un niño tiene por doquier prioridad absoluta, de tal forma que su desconsuelo será mitigado con relativa inmediatez. Incluso allí donde los Derechos Humanos son todavía apenas raquítico embrión, ser niño garantiza un estatuto moral muy superior al de cualquier animal, con lo que la dramática distancia se mantiene. Y ese es, creo, el objetivo último de la teoría animalista: equiparar sufrimientos idénticos desde su calidad de «indeseables» para la víctima directa, igualar nuestro compromiso de no dañar a nadie si podemos evitarlo, con total independencia de que sea gato urbano, fontanero, paloma o cajera de supermercado.


Por tanto ―y si de ser consecuentes se trata―, deberíamos adoptar similar postura en caso de hallarnos en una sociedad donde fuesen los bebés los desfavorecidos. Quiero decir con ello que, desde la decencia moral que por defecto se nos supone, habríamos de sentir entonces un notable alivio al comprobar que el lamento proviene de un gatito abandonado, y no de un bebé humano. No sé si ustedes me siguen…


Porque reconozcan al menos que contar esto requiere cierto arrojo, y pretender que encima se entienda a la primera acaso cierta ingenuidad carmelita. Saltará una buena parte de quienes lo oyen ―no hablo de «escuchar»― con aquello de que “anteponen los animales a los niños”, o que “se prioriza el sufrimiento animal sobre el humano”. Y en algún grado no les falta razón a los defensores de estas y otras sentencias, sobre todo si nos atenemos al papel que juega cada cual en la escena: víctimas o victimarios. Mas requiere cualquier opción una cuidada gestión argumental, aunque lo que todo esto necesita de verdad es una postura humanista y bienpensante de quien oye y de quien escucha.


Desear por estos lares que sea un niño quien berrea no muestra sino un mero acto de buenos deseos, y lo contrario una demostración de inmensa mezquindad. No entenderlo a la primera resulta hasta comprensible. Soltar pestes a la mitad del relato, una mezcla de ignorancia y racanería moral. Y limitarse a «oír», sin llegar a «escuchar», una gran desgracia, en cualquier caso subsanable con un poco de empeño y honradez intelectual.

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