El gran, Paco Martínez Soria, en su película “La ciudad no es para mí” hacía el papel de un señor que, trabajando en el campo de sol a sol, había conseguido pagar la carrera de medicina de su hijo. Cuando el niño llegó a ser médico y trabajar en un hospital, se casó y tuvo un bebé. El abuelo fue a la ciudad para asistir al bautizo de su nieto. Pero su hijo se avergonzaba de su padre porque su aspecto, su forma de hablar y su forma de comportarse se veían de pueblerino. A pesar de que se trata de una película, esto no es un cuento, pasa todos los días. Y para atestiguarlo, ahí tenemos los miserables casos del consejero de Salud de Murcia, los directores gerentes de dos hospitales vizcaínos, el caso de Andorra la Bella y alguno más que, seguramente, habrá por ahí. Cabría preguntarse: “¿De qué les sirvió a estos cultos miserables la carrera? ¿De qué les sirvió a estos indigentes tener cultura? ¿De qué les sirvió a estos menesterosos devorar libros?” De nada. Aunque no se les puede echar toda la culpa: ellos solo son la punta del iceberg. Yo creo que, con tanto sobrevalorar el tener, esta sociedad se ha especializado en criar cuervos. Y ya sabemos lo que pasa después: que te sacan los ojos. ¿De qué nos quejamos?