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A los mayores, a aquellos pertenecientes al “segmento de plata”, se nos puede permitir tirar de la nostalgia

Añoranza

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Hoy vamos a celebrar la Nochebuena más inusual de cuantas he vivido a lo largo de mi ya dilatada vida. Para empezar no puedo reunirme con toda mi familia. Tan solo con alguno de ellos. Hemos decidido celebrarla en el jardín, a mediodía y en tres grupos a lo largo de distintos días.

Inconvenientes de las familias muy numerosas. En mi casa nos reunimos más de treinta siendo muy estrictos. Si aparecen todos llegamos a las cuarenta personas. Solución: seis celebraciones a mediodía de cinco o seis personas cada vez. Un auténtico desastre.

No tengo más remedio que recurrir a los recuerdos. En este caso, los tiempos pasados fueron mejores. Las navidades de mi infancia fueron muy felices. Se me llena el alma de nostalgia, de lugares, de olores y de sensaciones.

Aun cayendo en la tentación de recurrir a las historias del “abuelo Cebolleta”, tiro de memoria y viene a mi mente el día en que se hacían los borrachuelos en la casa. Mi abuela, mi madre y mis tías en la gran cocina del Pasillo de Santo Domingo amasando, pasando por la sartén y emborrizando borrachuelos y pestiños. Los niños hacíamos figuritas indeterminadas que pasaban por la candela y nos comíamos achicharrando. Me acuerdo de aquella hornilla de hierro llena de carbón y un soplillo de esparto que conseguía sacar una llama extraordinaria.

En mi casa se celebraban tres días de Navidad, amén de la Nochebuena. Sus fastos iban descendiendo en la medida que se agotaban las deliciosas comidas que se habían aportado por las diversas familias. Siempre recordaré el pollo envuelto en una deliciosa salsa y la pescada con mayonesa de mi madre. Y las primeras cervecitas.

Los niños de la época vivíamos en la calle. Mi pandilla se movía por las calles del centro. Alrededor del mercado Central se veían los paveros conduciendo sus piaras a la búsqueda de clientes. En casa de mi abuela compraron una vez uno y se produjo un drama en el sacrificio del mismo. (Los niños cogíamos las patas del pavo y las hacíamos mover en la cara de los más chicos, con la consiguiente llantiña).

Las calles Compañía, Cisneros y Especerías estaban llenos de quiosquillos atiborrados de caballos y borricos de cartón, zambombas y panderetas, muñecas peponas y motoristas de lata. La tómbola rifaba montones de baterías de cocina infantiles, bicicletas y ¡hasta un SEAT 600! La gente deambulada en riadas y proliferaban los “tomaores” que hacían su agosto choriceando en Diciembre. No faltaban los borrachos tempraneros que habían empezado la nochebuena a mediodía y a las seis de la tarde deambulaban por calle Larios cantando su Miserere. Siempre recordaré a uno que era tradicional. Andaba solo, por la acera, cantando los “peces en el río” acompañándose con un cántaro y una alpargata, con los que sacaba una especie de sonido.

Los niños cogíamos el aguinaldo (“aguilando”, decían casi todos). Juntábamos una pequeña fortuna.

Recuerdo haber recaudado cuarenta duros en una ocasión. Esto permitía ver muchos programas dobles en el Avenida y, en mi caso, se ve que venía para periodista, me compraba un número extraordinario del “Siete fechas” (siete mentiras, le llamaban las malas lenguas) que recogía las noticias más extraordinarias del año.

Mis nochebuenas y navidades han seguido siendo maravillosas. Cuando me casé (ya hace cincuenta años) todo cambió. Pero para mejor. Mi casa se convirtió en el local familiar donde cada año se ha ido incrementando la asistencia hasta llegar a las cifras actuales. Los menús se han ido completando con las aportaciones de los que han ido llegando. Mi madre siguió haciendo su sopa de picadillo, mi suegra incorporó las “tarañetas”, una especie de albondigón procedente de la zona alicantina. Ani confecciona sus famosos patés y los San Jacobo XXL. Mi nuera María aporta los postres en forma de miles de flanes y de natillas, etc. etc.

Cada año alguno de mis hijos ha aportado uno o dos niños nuevos a la familia. Ellos presiden. Uno de los nietos ofrece la oración y yo proclamo el discurso anual en el que pido perdón y acabo llorando, dando gracias porque siempre somos uno más… por lo menos.

Toda esta parafernalia se ha ido al traste con la maldita pandemia. Haremos lo posible por suplir las ausencias con un poco de buena voluntad y otro poco de video llamadas. El año que viene Dios proveerá. Pero el niño Jesús volverá a inundar nuestros corazones de ese amor que intentaremos nos dure hasta la próxima Navidad. Que será mucho mejor con seguridad.

Añoranza

A los mayores, a aquellos pertenecientes al “segmento de plata”, se nos puede permitir tirar de la nostalgia
Manuel Montes Cleries
viernes, 25 de diciembre de 2020, 14:32 h (CET)

Hoy vamos a celebrar la Nochebuena más inusual de cuantas he vivido a lo largo de mi ya dilatada vida. Para empezar no puedo reunirme con toda mi familia. Tan solo con alguno de ellos. Hemos decidido celebrarla en el jardín, a mediodía y en tres grupos a lo largo de distintos días.

Inconvenientes de las familias muy numerosas. En mi casa nos reunimos más de treinta siendo muy estrictos. Si aparecen todos llegamos a las cuarenta personas. Solución: seis celebraciones a mediodía de cinco o seis personas cada vez. Un auténtico desastre.

No tengo más remedio que recurrir a los recuerdos. En este caso, los tiempos pasados fueron mejores. Las navidades de mi infancia fueron muy felices. Se me llena el alma de nostalgia, de lugares, de olores y de sensaciones.

Aun cayendo en la tentación de recurrir a las historias del “abuelo Cebolleta”, tiro de memoria y viene a mi mente el día en que se hacían los borrachuelos en la casa. Mi abuela, mi madre y mis tías en la gran cocina del Pasillo de Santo Domingo amasando, pasando por la sartén y emborrizando borrachuelos y pestiños. Los niños hacíamos figuritas indeterminadas que pasaban por la candela y nos comíamos achicharrando. Me acuerdo de aquella hornilla de hierro llena de carbón y un soplillo de esparto que conseguía sacar una llama extraordinaria.

En mi casa se celebraban tres días de Navidad, amén de la Nochebuena. Sus fastos iban descendiendo en la medida que se agotaban las deliciosas comidas que se habían aportado por las diversas familias. Siempre recordaré el pollo envuelto en una deliciosa salsa y la pescada con mayonesa de mi madre. Y las primeras cervecitas.

Los niños de la época vivíamos en la calle. Mi pandilla se movía por las calles del centro. Alrededor del mercado Central se veían los paveros conduciendo sus piaras a la búsqueda de clientes. En casa de mi abuela compraron una vez uno y se produjo un drama en el sacrificio del mismo. (Los niños cogíamos las patas del pavo y las hacíamos mover en la cara de los más chicos, con la consiguiente llantiña).

Las calles Compañía, Cisneros y Especerías estaban llenos de quiosquillos atiborrados de caballos y borricos de cartón, zambombas y panderetas, muñecas peponas y motoristas de lata. La tómbola rifaba montones de baterías de cocina infantiles, bicicletas y ¡hasta un SEAT 600! La gente deambulada en riadas y proliferaban los “tomaores” que hacían su agosto choriceando en Diciembre. No faltaban los borrachos tempraneros que habían empezado la nochebuena a mediodía y a las seis de la tarde deambulaban por calle Larios cantando su Miserere. Siempre recordaré a uno que era tradicional. Andaba solo, por la acera, cantando los “peces en el río” acompañándose con un cántaro y una alpargata, con los que sacaba una especie de sonido.

Los niños cogíamos el aguinaldo (“aguilando”, decían casi todos). Juntábamos una pequeña fortuna.

Recuerdo haber recaudado cuarenta duros en una ocasión. Esto permitía ver muchos programas dobles en el Avenida y, en mi caso, se ve que venía para periodista, me compraba un número extraordinario del “Siete fechas” (siete mentiras, le llamaban las malas lenguas) que recogía las noticias más extraordinarias del año.

Mis nochebuenas y navidades han seguido siendo maravillosas. Cuando me casé (ya hace cincuenta años) todo cambió. Pero para mejor. Mi casa se convirtió en el local familiar donde cada año se ha ido incrementando la asistencia hasta llegar a las cifras actuales. Los menús se han ido completando con las aportaciones de los que han ido llegando. Mi madre siguió haciendo su sopa de picadillo, mi suegra incorporó las “tarañetas”, una especie de albondigón procedente de la zona alicantina. Ani confecciona sus famosos patés y los San Jacobo XXL. Mi nuera María aporta los postres en forma de miles de flanes y de natillas, etc. etc.

Cada año alguno de mis hijos ha aportado uno o dos niños nuevos a la familia. Ellos presiden. Uno de los nietos ofrece la oración y yo proclamo el discurso anual en el que pido perdón y acabo llorando, dando gracias porque siempre somos uno más… por lo menos.

Toda esta parafernalia se ha ido al traste con la maldita pandemia. Haremos lo posible por suplir las ausencias con un poco de buena voluntad y otro poco de video llamadas. El año que viene Dios proveerá. Pero el niño Jesús volverá a inundar nuestros corazones de ese amor que intentaremos nos dure hasta la próxima Navidad. Que será mucho mejor con seguridad.

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