El motivo me parece tan impresionante y, a la vez sencillo, como que es, casi exactamente, la misma vida a la que quiso someterse Dios hecho Hombre, Jesucristo, durante la mayor parte de su existencia en este mundo.
No quiso vivir en un grandioso palacio, personaje de grandes actos protocolarios y recibiendo a altas autoridades, porque sabía perfectamente que la mayor gloria que podía dar a Dios era ofrecerle su levantarse cada día, su desayuno, su ayudar en casa, su educación, su ir a comprar esto o lo otro, su estar con sus familiares y amigos, su trabajo, su último beso del día a su padre y a su Madre de “hasta mañana”. Así lo confirmó en varias ocasiones Dios Padre, llamándole mi “hijo predilecto, mi hijo preferido”. Y además, ni más ni menos, dijo “en quien tengo mis complacencias”.
Pero Él, haciéndolo así, nos ha enseñado un truco y, no poco importante, y es que cada cosa que hacía, hasta las más pequeñas, daban Gloria a Dios y, por lo tanto, manifestaba su dignidad.
Al hacerlo así, podemos aprender que en cada cosa pequeña nuestra del día a día también podemos manifestar la grandísima dignidad de Dios. Verdaderamente vale la pena levantarse cada día, aunque nuestro frágil cuerpo nos pida un poquito más de sueño.