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“Cantando me he de morir, cantando me han de enterrar, y cantando he de llegar al pie del Eterno Padre. Desde el vientre de mi madre vine a este mundo a cantar”

​El oficio de cantor

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Hace unos días enmudeció el clamor de un cantor. Su voz rota, desgarrada, áspera como el papel de lija, hería y profundizaba en las grandes hipocresías en las que se asienta nuestra sociedad. Alguien dijo, no recuerdo ahora quien, que la sociedad no sería posible sin la mentira.

La verdad es que no me imagino una convivencia civilizada si cada uno le dijese al vecino en su cara lo que de él piensa, cuando se encuentran por la mañana en el ascensor. No, nos callamos, hablamos del tiempo y recurrimos a alguna trivialidad que ni siquiera viene a cuento, por evitar la violencia de hacer el recorrido en medio de un atronador silencio.

La de Patxi Andión era una voz más que clamaba en la Naturaleza. Tuvo tres amores y una amante voraz que finalmente le atrapó para siempre. La Naturaleza a la que tanto amaba, y que finalmente le acogió en su seno para siempre. Atrás dejó las miserias humanas; las ideologías; los hechos que marcaron su vida. Dejó a aquellos que le miraban como un intruso porque no pertenecía a su clase. Dejó un mundo desquiciado e incomprensible. Su voz desgarrada dejó atrás “El Rastro” de este mundo, ese Rastro que es todo lo honrado que cada uno quiera creer.

En estos días el mundo conmemora el nacimiento del Hijo de Dios. Unas fechas en las que todos, cada uno a su manera y según sus tradiciones, cantan la buena nueva. Todas ellas valen. Todas ellas le son gratas a los ojos del recién nacido. Al fin y al cabo el universo todo es una orgía de danza, en la que bajo reglas muy estrictas, los astros giran y dan vueltas en una máxima expresión de la grandeza de la creación.

No importa quiénes seamos, no importa cuáles sean nuestras circunstancias, nuestros sentimientos. Nuestras emociones son universales. Todos los pueblos cantan. La música es un don que se le ha otorgado al ser humano sin distinción. No importa su indumentaria, el color de su piel, sus creencias, su cultura, sus costumbres o si es hombre o mujer, porque la música, ese presente seductor que se le ha dado al ser humano, no conoce de ideologías ni de géneros.

Un artista, un hombre de ciencia, no tiene nacionalidad. Un cantor tampoco; es de todos, y su patria está allá donde haya alguien dispuesto a escucharle.

El cantor no alza su voz por dinero; su palabra es como el agua que brota del manantial para dar vida a la tierra. Es un requiebro de amor a la Naturaleza; una mano tendida que te brinda su amistad; unos brazos abiertos para acogerte cuando más lo necesites; un aliento de vida en el camino de la desesperanza; es el trino del pájaro en libertad, o el grito desgarrado, que en mitad de la noche, mirando a las estrellas, pide justicia y libertad. Es la voz sorda de los corazones silenciosos. Es la demanda, que nacida del alma, tronará en el universo.

Nadie podrá expulsarnos del paraíso que el Cantor crea con sus canciones.

Una vez, ya hace años, Jorge Cafrune, un gaucho criado en la Pampa, me dijo:

Me crie pastando cabras, no bien aprendí a caminar. Desde que nací mi mamá empezó a llevarme en su espalda y así crecí encima de ella escuchando sus coplas. Y mi padre cantaba acompañado por la guitarra. Por eso salí cantor. Soy un cantor de artes olvidadas que camina por el mundo para que nadie olvide lo que es inolvidable: la poesía y la música.

Y con la mirada perdida en un pasado lejano preñado de duras experiencias, añadió:

Yo soy sólo cantor, no soy poeta, ni músico, así que sólo soy un vocero de lo que el poeta toma de su pueblo y lo devuelvo en forma de canción. Con mi guitarra soy el martillo que golpea el yunque o el arado del sufrido labrador que clava sus ojos en el surco que va dejando en la tierra.

La música nos puede provocar alegría en medio de la tristeza, calma, paz y sosiego en mitad de la tormenta, melancolía en el álbum de nuestros recuerdos o tristeza en el horizonte de la lejanía. Júbilo, desconsuelo, llanto, aflicción, risas… A todo esto la música da vida, transportándonos del mundo de la turbación al universo de la armonía; permite que veamos la realidad a través de la luz de la esperanza, porque es un arma en la guerra contra la infelicidad. Es el más bello refugio de nuestra intimidad. El espacio en el que nada nos puede hacer daño y las notas pueblan nuestra más íntima soledad, al tiempo que con ellas escribimos nuestros más profundos sentimientos sobre el libro del silencio.

No sé si la música nos hace soñadores de sueños, pero creo que nadie me podrá negar que sea el eco de un mundo invisible pero permanentemente presente en nuestros corazones. Difícilmente podemos encontrar otra forma más hermosa de hablarle al corazón y expresarle lo inexpresable.

La música es pura magia. Y la magia existe. Seríamos ciegos si lo negásemos cuando podemos ver el arco iris, las flores silvestres del campo, escuchar la música del agua en un arroyuelo o el silencio de las estrellas. Casi me atrevería a decir que la música es la propia vida a través de la sangre bailando por nuestras venas; es la muleta, sobre la que a cada lado de nuestra existencia, nos sostenemos en el diario discurrir de nuestra andadura en este mundo.

Normalmente, cuando tenemos un problema serio que nos aflige, este se refleja en la música que escuchamos y es en ese momento cuando la siento toda mía, cual amante generosa que se da sin condiciones y posesiva por no compartirte con nadie.

Lo cierto es que estamos demasiado inmersos en las realidades perecederas que nos rodean, en la aparente importancia de un mundo materialista que nunca llegará a satisfacernos. Nos hemos saturado de cosas materiales que nunca colmarán nuestras apetencias. Si queremos impregnarnos de la armonía espiritual que anhelamos, hagamos el silencio a nuestro alrededor y vaciémonos de aquello de lo que estamos llenos para llenarnos de aquello de lo que estamos vacíos.

Sabemos que la gente no siempre estará ahí para cuando la necesitemos. La música nunca nos abandonará. Siempre nos será fiel y puede cambiar el mundo porque puede cambiar a la gente.

¡Hay tantas cosas que el ser humano aún no comprende! Me pregunto ¿Si sería demasiado pensar que haya veces en las que tal vez Dios nos hable a través de la música? ¿Seremos tan sordos como para ignorar su mensaje?

Despertemos a la vida y escuchemos la melodía de nuestra alma, porque como dijo Chaplin, “el cantor sabe que la vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso el cantor canta, ríe, baila y llora intensamente, antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”.

​El oficio de cantor

“Cantando me he de morir, cantando me han de enterrar, y cantando he de llegar al pie del Eterno Padre. Desde el vientre de mi madre vine a este mundo a cantar”
César Valdeolmillos
jueves, 26 de diciembre de 2019, 08:12 h (CET)

Hace unos días enmudeció el clamor de un cantor. Su voz rota, desgarrada, áspera como el papel de lija, hería y profundizaba en las grandes hipocresías en las que se asienta nuestra sociedad. Alguien dijo, no recuerdo ahora quien, que la sociedad no sería posible sin la mentira.

La verdad es que no me imagino una convivencia civilizada si cada uno le dijese al vecino en su cara lo que de él piensa, cuando se encuentran por la mañana en el ascensor. No, nos callamos, hablamos del tiempo y recurrimos a alguna trivialidad que ni siquiera viene a cuento, por evitar la violencia de hacer el recorrido en medio de un atronador silencio.

La de Patxi Andión era una voz más que clamaba en la Naturaleza. Tuvo tres amores y una amante voraz que finalmente le atrapó para siempre. La Naturaleza a la que tanto amaba, y que finalmente le acogió en su seno para siempre. Atrás dejó las miserias humanas; las ideologías; los hechos que marcaron su vida. Dejó a aquellos que le miraban como un intruso porque no pertenecía a su clase. Dejó un mundo desquiciado e incomprensible. Su voz desgarrada dejó atrás “El Rastro” de este mundo, ese Rastro que es todo lo honrado que cada uno quiera creer.

En estos días el mundo conmemora el nacimiento del Hijo de Dios. Unas fechas en las que todos, cada uno a su manera y según sus tradiciones, cantan la buena nueva. Todas ellas valen. Todas ellas le son gratas a los ojos del recién nacido. Al fin y al cabo el universo todo es una orgía de danza, en la que bajo reglas muy estrictas, los astros giran y dan vueltas en una máxima expresión de la grandeza de la creación.

No importa quiénes seamos, no importa cuáles sean nuestras circunstancias, nuestros sentimientos. Nuestras emociones son universales. Todos los pueblos cantan. La música es un don que se le ha otorgado al ser humano sin distinción. No importa su indumentaria, el color de su piel, sus creencias, su cultura, sus costumbres o si es hombre o mujer, porque la música, ese presente seductor que se le ha dado al ser humano, no conoce de ideologías ni de géneros.

Un artista, un hombre de ciencia, no tiene nacionalidad. Un cantor tampoco; es de todos, y su patria está allá donde haya alguien dispuesto a escucharle.

El cantor no alza su voz por dinero; su palabra es como el agua que brota del manantial para dar vida a la tierra. Es un requiebro de amor a la Naturaleza; una mano tendida que te brinda su amistad; unos brazos abiertos para acogerte cuando más lo necesites; un aliento de vida en el camino de la desesperanza; es el trino del pájaro en libertad, o el grito desgarrado, que en mitad de la noche, mirando a las estrellas, pide justicia y libertad. Es la voz sorda de los corazones silenciosos. Es la demanda, que nacida del alma, tronará en el universo.

Nadie podrá expulsarnos del paraíso que el Cantor crea con sus canciones.

Una vez, ya hace años, Jorge Cafrune, un gaucho criado en la Pampa, me dijo:

Me crie pastando cabras, no bien aprendí a caminar. Desde que nací mi mamá empezó a llevarme en su espalda y así crecí encima de ella escuchando sus coplas. Y mi padre cantaba acompañado por la guitarra. Por eso salí cantor. Soy un cantor de artes olvidadas que camina por el mundo para que nadie olvide lo que es inolvidable: la poesía y la música.

Y con la mirada perdida en un pasado lejano preñado de duras experiencias, añadió:

Yo soy sólo cantor, no soy poeta, ni músico, así que sólo soy un vocero de lo que el poeta toma de su pueblo y lo devuelvo en forma de canción. Con mi guitarra soy el martillo que golpea el yunque o el arado del sufrido labrador que clava sus ojos en el surco que va dejando en la tierra.

La música nos puede provocar alegría en medio de la tristeza, calma, paz y sosiego en mitad de la tormenta, melancolía en el álbum de nuestros recuerdos o tristeza en el horizonte de la lejanía. Júbilo, desconsuelo, llanto, aflicción, risas… A todo esto la música da vida, transportándonos del mundo de la turbación al universo de la armonía; permite que veamos la realidad a través de la luz de la esperanza, porque es un arma en la guerra contra la infelicidad. Es el más bello refugio de nuestra intimidad. El espacio en el que nada nos puede hacer daño y las notas pueblan nuestra más íntima soledad, al tiempo que con ellas escribimos nuestros más profundos sentimientos sobre el libro del silencio.

No sé si la música nos hace soñadores de sueños, pero creo que nadie me podrá negar que sea el eco de un mundo invisible pero permanentemente presente en nuestros corazones. Difícilmente podemos encontrar otra forma más hermosa de hablarle al corazón y expresarle lo inexpresable.

La música es pura magia. Y la magia existe. Seríamos ciegos si lo negásemos cuando podemos ver el arco iris, las flores silvestres del campo, escuchar la música del agua en un arroyuelo o el silencio de las estrellas. Casi me atrevería a decir que la música es la propia vida a través de la sangre bailando por nuestras venas; es la muleta, sobre la que a cada lado de nuestra existencia, nos sostenemos en el diario discurrir de nuestra andadura en este mundo.

Normalmente, cuando tenemos un problema serio que nos aflige, este se refleja en la música que escuchamos y es en ese momento cuando la siento toda mía, cual amante generosa que se da sin condiciones y posesiva por no compartirte con nadie.

Lo cierto es que estamos demasiado inmersos en las realidades perecederas que nos rodean, en la aparente importancia de un mundo materialista que nunca llegará a satisfacernos. Nos hemos saturado de cosas materiales que nunca colmarán nuestras apetencias. Si queremos impregnarnos de la armonía espiritual que anhelamos, hagamos el silencio a nuestro alrededor y vaciémonos de aquello de lo que estamos llenos para llenarnos de aquello de lo que estamos vacíos.

Sabemos que la gente no siempre estará ahí para cuando la necesitemos. La música nunca nos abandonará. Siempre nos será fiel y puede cambiar el mundo porque puede cambiar a la gente.

¡Hay tantas cosas que el ser humano aún no comprende! Me pregunto ¿Si sería demasiado pensar que haya veces en las que tal vez Dios nos hable a través de la música? ¿Seremos tan sordos como para ignorar su mensaje?

Despertemos a la vida y escuchemos la melodía de nuestra alma, porque como dijo Chaplin, “el cantor sabe que la vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso el cantor canta, ríe, baila y llora intensamente, antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”.

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