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Victor Almonacid, Valencia

El teletrabajo: una realidad (in)cómoda

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Muchos recordarán un viejo chiste (otra cosa es la gracia que les haga), este diálogo entre dos personas:

-Buenos días, ¿esta tarde trabajan?

-No, cuando no estamos trabajando es ahora mismo. Esta tarde simplemente no venimos.

Pero el chascarrillo es oportuno para plantearnos en voz alta qué es horario de trabajo, ese cliché heredado de la época tardía de la Segunda Revolución Industrial, a principios del s. XX, cuando tenía realmente sentido, la época en la que el Tratado de Versalles de 1919 (verán que hace exactamente un siglo) tuvo que limitar la explotación de los trabajadores de las nuevas fábricas de producción masiva, estableciendo “La adopción de 8 horas al día o 48 horas a la semana dirigida a donde esto no se haya aplicado todavía”. Un cliché cada vez más obsoleto, pero que sobrevive bien hoy en día, por estar alimentado tanto por la Administración (donde el horario de trabajo es un concepto religioso, casi divino, al que se profesa verdadera devoción) como por las empresas privadas; y tanto por la Patronal como por los Sindicatos, cada uno en atención a sus intereses y, en nuestra opinión, ambos de espaldas a la realidad. Y alimentado también por el Gobierno (véase si no el Real Decreto-ley 8/2019, de 8 de marzo), que, con la loable intención de controlar el horario de trabajo para que consten (y se paguen, como no puede ser de otra manera) las horas extraordinarias, lo convierte en el elemento central de unas relaciones laborales que en realidad ya tendrían que moverse en el terreno tecnológico y flexible de la Cuarta Revolución Industrial, la telemática.

Si preguntamos a una persona normal, alguien de la calle, qué es horario de trabajo (ojo, no “horario de atención al público”, que es otro concepto), es probable que conteste que es el tiempo en el que un trabajador se encuentra en su centro de trabajo. Sin duda también escucharíamos respuestas del tipo “es el tiempo en el que un trabajador se encuentra trabajando”, lo cual consideramos mucho más preciso desde luego. Pero en ambos casos nos planteamos las mismas reflexiones: ¿por qué esa obsesión por el tiempo? ¿Es tan importante el tiempo? ¿No lo es más el resultado? ¿Debemos computar las horas de los que están pero no trabajan? ¿Cómo computan las horas de los que no están y trabajan? ¿Trabajamos por objetivos? ¿Todo el mundo debe cobrar lo mismo haga lo que haga? ¿Y si eliminamos las horas extraordinarias y nos olvidamos de los problemas que causan? ¿Se imagina no tener que rechazar esa gran oferta de trabajo procedente de otra ciudad porque le permiten mantener su residencia (o simplemente le exigen desplazarse 2 ó 3 días a la semana)? Y una que personalmente me gusta mucho: ¿renunciaría usted a parte de su nómina a cambio de una mayor calidad de vida?

Porque de esto estamos hablando: de calidad de vida, de conciliación de la vida personal y laboral, de “salario emocional”… Y también de integración de colectivos con problemas de movilidad física; de mayores posibilidades para las empresas a la hora de fichar o retener talento; de reactivación de la economía a través de lo digital, integrando especialmente a las regiones insulares y periféricas; de un ahorro económico directo tanto para la empresa como para el trabajador; de un ahorro importante, y nada desdeñable, de energía eléctrica (a pesar que evidentemente el teletrabajo se basa en el uso de los medios telemáticos); también de un ahorro más que evidente de toneladas de combustible (lo cual no le viene nada mal a la lucha contra el cambio climático); de un mayor rendimiento y compromiso por parte del trabajador… La OIT define teletrabajo como una forma de trabajo en la que este se realiza desde una ubicación alejada de una oficina central o instalaciones de producción, separando así al trabajador del contacto personal con colegas de trabajo que estén en esa oficina, pero en la que al mismo tiempo la tecnología hace posible esta separación facilitando la comunicación (y evidentemente el propio desempeño del trabajo, cabría añadir). Por supuesto el teletrabajo también puede establecerse con carácter parcial o mixto (es decir, el que combina horas o días presenciales con telepresenciales), y de hecho este puede ser el mejor sistema.

Algunos dicen que estamos viviendo la época o la era de los móviles, pero yo creo que esto no es exactamente cierto. La palabra “móvil” comparte etimología con “movilidad”, y que algo o alguien sea móvil no es sino una consecuencia de que el movimiento y la movilidad preexisten. Por tanto, vivimos más bien en la era de la movilidad, de la flexibilidad, una era en la que trabajar en un determinado lugar, salvo evidentes excepciones, no tiene sentido. O al menos no lo tiene el permanecer en ese lugar todo el tiempo. Una era en la que no es en absoluto necesario comparecer durante un número predeterminado de horas ante un “ordenador” concreto (la gente joven utiliza cada vez menos esa palabra, por cierto), que descansa sobre una mesa determinada, que se ubica dentro de un despacho que pensamos que es nuestro, el cual se encuentra a su vez dentro de una oficina o centro de trabajo al que tardamos una media de 45 minutos en llegar todos los días (en ocasiones mucho más, y multipliquen por dos porque cuando salimos por la puerta, agotados, aún nos queda el viaje de regreso). Una era real pero a la que muchos no han llegado, porque no les interesa. Es su problema. Que no nos lo hagan pagar a los demás.

El teletrabajo: una realidad (in)cómoda

Victor Almonacid, Valencia
Lectores
sábado, 5 de octubre de 2019, 12:12 h (CET)

Muchos recordarán un viejo chiste (otra cosa es la gracia que les haga), este diálogo entre dos personas:

-Buenos días, ¿esta tarde trabajan?

-No, cuando no estamos trabajando es ahora mismo. Esta tarde simplemente no venimos.

Pero el chascarrillo es oportuno para plantearnos en voz alta qué es horario de trabajo, ese cliché heredado de la época tardía de la Segunda Revolución Industrial, a principios del s. XX, cuando tenía realmente sentido, la época en la que el Tratado de Versalles de 1919 (verán que hace exactamente un siglo) tuvo que limitar la explotación de los trabajadores de las nuevas fábricas de producción masiva, estableciendo “La adopción de 8 horas al día o 48 horas a la semana dirigida a donde esto no se haya aplicado todavía”. Un cliché cada vez más obsoleto, pero que sobrevive bien hoy en día, por estar alimentado tanto por la Administración (donde el horario de trabajo es un concepto religioso, casi divino, al que se profesa verdadera devoción) como por las empresas privadas; y tanto por la Patronal como por los Sindicatos, cada uno en atención a sus intereses y, en nuestra opinión, ambos de espaldas a la realidad. Y alimentado también por el Gobierno (véase si no el Real Decreto-ley 8/2019, de 8 de marzo), que, con la loable intención de controlar el horario de trabajo para que consten (y se paguen, como no puede ser de otra manera) las horas extraordinarias, lo convierte en el elemento central de unas relaciones laborales que en realidad ya tendrían que moverse en el terreno tecnológico y flexible de la Cuarta Revolución Industrial, la telemática.

Si preguntamos a una persona normal, alguien de la calle, qué es horario de trabajo (ojo, no “horario de atención al público”, que es otro concepto), es probable que conteste que es el tiempo en el que un trabajador se encuentra en su centro de trabajo. Sin duda también escucharíamos respuestas del tipo “es el tiempo en el que un trabajador se encuentra trabajando”, lo cual consideramos mucho más preciso desde luego. Pero en ambos casos nos planteamos las mismas reflexiones: ¿por qué esa obsesión por el tiempo? ¿Es tan importante el tiempo? ¿No lo es más el resultado? ¿Debemos computar las horas de los que están pero no trabajan? ¿Cómo computan las horas de los que no están y trabajan? ¿Trabajamos por objetivos? ¿Todo el mundo debe cobrar lo mismo haga lo que haga? ¿Y si eliminamos las horas extraordinarias y nos olvidamos de los problemas que causan? ¿Se imagina no tener que rechazar esa gran oferta de trabajo procedente de otra ciudad porque le permiten mantener su residencia (o simplemente le exigen desplazarse 2 ó 3 días a la semana)? Y una que personalmente me gusta mucho: ¿renunciaría usted a parte de su nómina a cambio de una mayor calidad de vida?

Porque de esto estamos hablando: de calidad de vida, de conciliación de la vida personal y laboral, de “salario emocional”… Y también de integración de colectivos con problemas de movilidad física; de mayores posibilidades para las empresas a la hora de fichar o retener talento; de reactivación de la economía a través de lo digital, integrando especialmente a las regiones insulares y periféricas; de un ahorro económico directo tanto para la empresa como para el trabajador; de un ahorro importante, y nada desdeñable, de energía eléctrica (a pesar que evidentemente el teletrabajo se basa en el uso de los medios telemáticos); también de un ahorro más que evidente de toneladas de combustible (lo cual no le viene nada mal a la lucha contra el cambio climático); de un mayor rendimiento y compromiso por parte del trabajador… La OIT define teletrabajo como una forma de trabajo en la que este se realiza desde una ubicación alejada de una oficina central o instalaciones de producción, separando así al trabajador del contacto personal con colegas de trabajo que estén en esa oficina, pero en la que al mismo tiempo la tecnología hace posible esta separación facilitando la comunicación (y evidentemente el propio desempeño del trabajo, cabría añadir). Por supuesto el teletrabajo también puede establecerse con carácter parcial o mixto (es decir, el que combina horas o días presenciales con telepresenciales), y de hecho este puede ser el mejor sistema.

Algunos dicen que estamos viviendo la época o la era de los móviles, pero yo creo que esto no es exactamente cierto. La palabra “móvil” comparte etimología con “movilidad”, y que algo o alguien sea móvil no es sino una consecuencia de que el movimiento y la movilidad preexisten. Por tanto, vivimos más bien en la era de la movilidad, de la flexibilidad, una era en la que trabajar en un determinado lugar, salvo evidentes excepciones, no tiene sentido. O al menos no lo tiene el permanecer en ese lugar todo el tiempo. Una era en la que no es en absoluto necesario comparecer durante un número predeterminado de horas ante un “ordenador” concreto (la gente joven utiliza cada vez menos esa palabra, por cierto), que descansa sobre una mesa determinada, que se ubica dentro de un despacho que pensamos que es nuestro, el cual se encuentra a su vez dentro de una oficina o centro de trabajo al que tardamos una media de 45 minutos en llegar todos los días (en ocasiones mucho más, y multipliquen por dos porque cuando salimos por la puerta, agotados, aún nos queda el viaje de regreso). Una era real pero a la que muchos no han llegado, porque no les interesa. Es su problema. Que no nos lo hagan pagar a los demás.

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

Algo ocurre con la salud de las democracias en el mundo. Hasta hace pocas décadas, el prestigio de las democracias establecía límites políticos y éticos y articulaba las formas de convivencia entre estados y entre los propios sujetos. Reglas comunes que adquirían vigencia por imperio de lo consuetudinario y de los grandes edificios jurídicos y filosófico político y que se valoraban positivamente en todo el mundo, al que denominábamos presuntuosamente “libre”.

Pienso que habrá cada vez más Cat Cafés y no solamente cafeterías, cualquier ciudadano que tenga un negocio podría colaborar. Sólo le hace falta una habitación dedicada a los gatos. Es horrible en muchos países del planeta, el caso de los abandonos de animales, el trato hacia los toros, galgos… las que pasan algunos de ellos… Y sin embargo encuentro gente que se vuelca en ayudarles y llegan a tener un número grande de perros y gatos.

 
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