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“Totalitarismo es la nueva palabra que hemos adoptado para describir las inesperadas pero inseparables manifestaciones de lo que en teoría llamamos socialismo”, Friedrich Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974

De la libertad, a la necesidad

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A la vista de todo lo que está sucediendo en España, yo ya no estoy seguro de nada de lo que estaba seguro, no ya cuando era niño ni de cuando era adolescente, sino ni siquiera de cuando se produjo la transición, que ya era mayorcito.

De niño pasé las privaciones propias de una familia humilde en la postguerra. Y claro, eso no se olvida nunca. De adolescente, yo tenía una idea clara: que la dictadura era un régimen ilegítimo, porque se había impuesto por la fuerza de las armas y se mantenía por miedo a la represión. En la transición, además de todo lo dicho, intuía que durante el anterior régimen se habían producido muchas injusticias en todos los órdenes, como es propio de un sistema político opaco, donde solo se escuchaba la voz del que mandaba. El caso es que como en el hogar en el que me crié y me educaron, jamás se habló de política ni para bien ni para mal, yo no crecí impregnado por el odio y el resentimiento de los vencidos, aunque por mi humilde condición social, tampoco me identificaba para nada con las ideas de las clases influyentes. De todos modos, y si había de ser objetivo, el hecho es que de las privaciones que recordaba haber pasado de niño —yo era de los que comían en la escuela pública a la que asistía, pero por necesidad y no por comodidad o conveniencia— a la situación económica y social que en general todos los españoles habíamos alcanzado en el transcurso de los 40 años de dictadura, había una gran diferencia. Cierto es que aún nos separaban muchas cosas de los países occidentales más avanzados, pero no era menos cierto que habíamos pasado de las alpargatas al seiscientos, pasando por la Vespa.

Así que, muerto el caudillo como se le llamaba y cerrado el paréntesis económico, político y social que conlleva toda dictadura, yo fui de los que participé activamente en ese bello sueño de construir una España nueva, en la que como el ex presidente Adolfo Suárez me dijo un día en su despacho mirándome a los ojos, “…los españoles empezásemos a querernos”. Y lo hice con una gran ilusión, pensando en una España en la que sin resentimientos, odios ni rencores, cupiésemos todos y todos laborásemos por reconstruir el esperanzador futuro con que siempre habíamos soñado.

El pluralismo ideológico, lejos de ser un obstáculo —pensábamos los que participamos de buena fe— debería ser un elemento enriquecedor y garantista. La base sobre la que debería cimentarse una sociedad más justa sustentada por un sistema de equilibrios que evitara las desviaciones en uno u otro sentido.

Pronto tuvimos ocasión de darnos cuenta de que todo eso que habíamos soñado y por lo que habíamos trabajado, había sido fruto, más de nuestro buen deseo, que de un análisis objetivo de la realidad. Los egoísmos personales y partidistas, de uno y otro signo, no tardaron en hacer acto de presencia; cada cual —al igual que hacen los animales orinando para marcar su territorio— se encargó de marcar su zona de influencia y de tomar medidas para evitar que se produjera la alternancia, especialmente en Andalucía, donde una espesísima tela de araña en la que se entretejen todo tipo de intereses, ha imposibilitado el cambio y ha hecho de nuestra comunidad autónoma, no ya el furgón de cola del tren español, sino incluso, el farolillo rojo de los que entonces se llamaban, los grandes expresos europeos. Tras más de tres décadas ininterrumpidas de socialismo en el poder, la última y reciente Encuesta de Población Activa nos indica que hemos alcanzado ya un 36,7% de índice paro, con casi un millón y medio de personas que no encuentran empleo. Todo un galardón para un partido para el que el significado de paz social, es la ausencia de oposición.

Con este régimen, era, es y seguirá siendo imposible que Andalucía —a la que se le calificaba como la California de Europa— progresara, porque el socialismo se basa en ocultar el conocimiento, eliminar las iniciativas de la gente mediante las subvenciones y al hacerlo, lejos de crear riqueza, lo que hace es taponar el crecimiento económico. Su filosofía es la del gran hermano que se encarga y mediatiza a los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba —como ocurrió en Suecia— eliminando toda posibilidad a la iniciativa privada, indispensable para el progreso humano. En Andalucía, todo eso, lo venimos experimentando en grado creciente desde hace más de 30 años. Pero lo que nunca llegué a imaginar, es que por pura necesidad, después de 70 años, bajo el nombre, procedimiento y forma con ahora se quieran presentar, volverían a establecerse los comedores de auxilio social, que la Falange instauró en los años 40, bajo el régimen de Franco.

A la vista de los resultados de gestión socialista, e invirtiendo una frase de León Trotski, una vez más comprobamos que el socialismo constituye un salto del reino de la libertad al reino de la necesidad.

De la libertad, a la necesidad

“Totalitarismo es la nueva palabra que hemos adoptado para describir las inesperadas pero inseparables manifestaciones de lo que en teoría llamamos socialismo”, Friedrich Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974
César Valdeolmillos
jueves, 25 de abril de 2013, 11:33 h (CET)
A la vista de todo lo que está sucediendo en España, yo ya no estoy seguro de nada de lo que estaba seguro, no ya cuando era niño ni de cuando era adolescente, sino ni siquiera de cuando se produjo la transición, que ya era mayorcito.

De niño pasé las privaciones propias de una familia humilde en la postguerra. Y claro, eso no se olvida nunca. De adolescente, yo tenía una idea clara: que la dictadura era un régimen ilegítimo, porque se había impuesto por la fuerza de las armas y se mantenía por miedo a la represión. En la transición, además de todo lo dicho, intuía que durante el anterior régimen se habían producido muchas injusticias en todos los órdenes, como es propio de un sistema político opaco, donde solo se escuchaba la voz del que mandaba. El caso es que como en el hogar en el que me crié y me educaron, jamás se habló de política ni para bien ni para mal, yo no crecí impregnado por el odio y el resentimiento de los vencidos, aunque por mi humilde condición social, tampoco me identificaba para nada con las ideas de las clases influyentes. De todos modos, y si había de ser objetivo, el hecho es que de las privaciones que recordaba haber pasado de niño —yo era de los que comían en la escuela pública a la que asistía, pero por necesidad y no por comodidad o conveniencia— a la situación económica y social que en general todos los españoles habíamos alcanzado en el transcurso de los 40 años de dictadura, había una gran diferencia. Cierto es que aún nos separaban muchas cosas de los países occidentales más avanzados, pero no era menos cierto que habíamos pasado de las alpargatas al seiscientos, pasando por la Vespa.

Así que, muerto el caudillo como se le llamaba y cerrado el paréntesis económico, político y social que conlleva toda dictadura, yo fui de los que participé activamente en ese bello sueño de construir una España nueva, en la que como el ex presidente Adolfo Suárez me dijo un día en su despacho mirándome a los ojos, “…los españoles empezásemos a querernos”. Y lo hice con una gran ilusión, pensando en una España en la que sin resentimientos, odios ni rencores, cupiésemos todos y todos laborásemos por reconstruir el esperanzador futuro con que siempre habíamos soñado.

El pluralismo ideológico, lejos de ser un obstáculo —pensábamos los que participamos de buena fe— debería ser un elemento enriquecedor y garantista. La base sobre la que debería cimentarse una sociedad más justa sustentada por un sistema de equilibrios que evitara las desviaciones en uno u otro sentido.

Pronto tuvimos ocasión de darnos cuenta de que todo eso que habíamos soñado y por lo que habíamos trabajado, había sido fruto, más de nuestro buen deseo, que de un análisis objetivo de la realidad. Los egoísmos personales y partidistas, de uno y otro signo, no tardaron en hacer acto de presencia; cada cual —al igual que hacen los animales orinando para marcar su territorio— se encargó de marcar su zona de influencia y de tomar medidas para evitar que se produjera la alternancia, especialmente en Andalucía, donde una espesísima tela de araña en la que se entretejen todo tipo de intereses, ha imposibilitado el cambio y ha hecho de nuestra comunidad autónoma, no ya el furgón de cola del tren español, sino incluso, el farolillo rojo de los que entonces se llamaban, los grandes expresos europeos. Tras más de tres décadas ininterrumpidas de socialismo en el poder, la última y reciente Encuesta de Población Activa nos indica que hemos alcanzado ya un 36,7% de índice paro, con casi un millón y medio de personas que no encuentran empleo. Todo un galardón para un partido para el que el significado de paz social, es la ausencia de oposición.

Con este régimen, era, es y seguirá siendo imposible que Andalucía —a la que se le calificaba como la California de Europa— progresara, porque el socialismo se basa en ocultar el conocimiento, eliminar las iniciativas de la gente mediante las subvenciones y al hacerlo, lejos de crear riqueza, lo que hace es taponar el crecimiento económico. Su filosofía es la del gran hermano que se encarga y mediatiza a los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba —como ocurrió en Suecia— eliminando toda posibilidad a la iniciativa privada, indispensable para el progreso humano. En Andalucía, todo eso, lo venimos experimentando en grado creciente desde hace más de 30 años. Pero lo que nunca llegué a imaginar, es que por pura necesidad, después de 70 años, bajo el nombre, procedimiento y forma con ahora se quieran presentar, volverían a establecerse los comedores de auxilio social, que la Falange instauró en los años 40, bajo el régimen de Franco.

A la vista de los resultados de gestión socialista, e invirtiendo una frase de León Trotski, una vez más comprobamos que el socialismo constituye un salto del reino de la libertad al reino de la necesidad.

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