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Es saludable recordar viejos tiempos

La navidad de los sesenta

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Días pasados fui invitado por un amigo periodista a la preparación de un programa de radio dedicado a la Navidad. Supongo que, dada mi provecta edad, apeló a mis recuerdos de aquellos años sesenta y setenta del ¡siglo pasado!, que se pierden en la inmensidad de los tiemposprehistóricos y desconocidos por los menos mayores.


Me preguntaba por mi entorno de la época. Yo le hablaba de la tómbola en la Plaza de la Constitución, los puestos en “tenguerengue” instalados en la calle Compañía, Cisneros y Especerías, de aquellos “caballos a dos pesetas” con las orejas de cartón, que se caían al primer contacto con la lluvia; de los motoristas de lata, con una cuerda que se estropeaba a las primeras de cambio; de las peponas con una cara rubicunda; de los “tratos” para la compra del pavo vivo en la Plaza de Félix Sáenz; del Teatro Chino en el Pasillo de Santo Domingo y de tantas otras vivencias que los niños de entonces –sin tele ni plays- experimentábamos en la calle.


Le hablaba del olor de la cocina familiar, donde bajo la dirección de la abuela Encarna, se preparaba y se freía la masa de los borrachuelos, con un olor a anís y matalahúva que te impregnaba para todas las Navidades. Del pollo que guisaba mi madre para el día de Navidad, con unas muslos más fuertes que los de Messi.Entonces se celebraba de forma decreciente la nochebuena y los tres días de “pascuas”, porque hasta San Antón… pascuas son. Supongo que era pascua hasta que se agotaban los borrachuelos, los mantecados y el cerete de higos que quedaba en la reserva.

Recuerdo de los niños de San Idelfonso con la cantinela “diez mil pesetas”… y los aguinaldos. ¡Ay que buenos aguinaldos (“aguilando” decíamos entonces) de abuelos, padres tíos y cuantos se nos pusieran a tiro! Nos surtía de pecunio para ir a los programas dobles del Avenida o el Capitol. Para comprarnos un merengue extraordinario en el quiosquillo de Puerta Nueva o para comprar el sillín de la bici que nos habían “mangao” en la parcela mientras jugábamos al futbol.


Tiempos maravillosos de villancicos y pastorales, de comidas extraordinarias en la que aparecía el vino de rioja y la botella del Gaitero, de la presencia de padres y abuelos que ya no están con nosotros. La voz de Doña Concha Piquer hablando de una Navidad en Nueva York o de Antonio Machín cantado a la Navidad.


En fin, tiempos para recordar y para convivir con el presente. Para reivindicar unas fiestas que nos hacían mejores personas y que hoy, desgraciadamente, son para consumir y para renegar de lo único que es gratis total.


Apelo una vez más a que tiremos de aquello que nos hizo felices y lo pongamos en práctica en nuestro campo de influencia, en nuestro metro cuadrado. Así nuestros nietos podrán contar en su día como sonaba la Calle Larios iluminada y como se ponían de comer, de reír y de amar allá por la Navidad del 2018.

La navidad de los sesenta

Es saludable recordar viejos tiempos
Manuel Montes Cleries
viernes, 14 de diciembre de 2018, 00:00 h (CET)

Días pasados fui invitado por un amigo periodista a la preparación de un programa de radio dedicado a la Navidad. Supongo que, dada mi provecta edad, apeló a mis recuerdos de aquellos años sesenta y setenta del ¡siglo pasado!, que se pierden en la inmensidad de los tiemposprehistóricos y desconocidos por los menos mayores.


Me preguntaba por mi entorno de la época. Yo le hablaba de la tómbola en la Plaza de la Constitución, los puestos en “tenguerengue” instalados en la calle Compañía, Cisneros y Especerías, de aquellos “caballos a dos pesetas” con las orejas de cartón, que se caían al primer contacto con la lluvia; de los motoristas de lata, con una cuerda que se estropeaba a las primeras de cambio; de las peponas con una cara rubicunda; de los “tratos” para la compra del pavo vivo en la Plaza de Félix Sáenz; del Teatro Chino en el Pasillo de Santo Domingo y de tantas otras vivencias que los niños de entonces –sin tele ni plays- experimentábamos en la calle.


Le hablaba del olor de la cocina familiar, donde bajo la dirección de la abuela Encarna, se preparaba y se freía la masa de los borrachuelos, con un olor a anís y matalahúva que te impregnaba para todas las Navidades. Del pollo que guisaba mi madre para el día de Navidad, con unas muslos más fuertes que los de Messi.Entonces se celebraba de forma decreciente la nochebuena y los tres días de “pascuas”, porque hasta San Antón… pascuas son. Supongo que era pascua hasta que se agotaban los borrachuelos, los mantecados y el cerete de higos que quedaba en la reserva.

Recuerdo de los niños de San Idelfonso con la cantinela “diez mil pesetas”… y los aguinaldos. ¡Ay que buenos aguinaldos (“aguilando” decíamos entonces) de abuelos, padres tíos y cuantos se nos pusieran a tiro! Nos surtía de pecunio para ir a los programas dobles del Avenida o el Capitol. Para comprarnos un merengue extraordinario en el quiosquillo de Puerta Nueva o para comprar el sillín de la bici que nos habían “mangao” en la parcela mientras jugábamos al futbol.


Tiempos maravillosos de villancicos y pastorales, de comidas extraordinarias en la que aparecía el vino de rioja y la botella del Gaitero, de la presencia de padres y abuelos que ya no están con nosotros. La voz de Doña Concha Piquer hablando de una Navidad en Nueva York o de Antonio Machín cantado a la Navidad.


En fin, tiempos para recordar y para convivir con el presente. Para reivindicar unas fiestas que nos hacían mejores personas y que hoy, desgraciadamente, son para consumir y para renegar de lo único que es gratis total.


Apelo una vez más a que tiremos de aquello que nos hizo felices y lo pongamos en práctica en nuestro campo de influencia, en nuestro metro cuadrado. Así nuestros nietos podrán contar en su día como sonaba la Calle Larios iluminada y como se ponían de comer, de reír y de amar allá por la Navidad del 2018.

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