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«Un idioma te pone en un pasillo durante toda la vida. Dos idiomas te abren todas las puertas a lo largo del camino», Frank Smith

La patraña de defender el catalán a costa del castellano

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No sabemos si, para los grandes intelectuales, es posible dar cobijo a la idea de que: el conocimiento de una lengua obstaculiza el uso de otra o si es preciso intentar agostar el uso y práctica de un idioma que lo hablan más de 500 millones de personas, para intentar potenciar otro que apenas los usan siete millones de personas y, aun así, con distintas variantes dialécticas que, a veces, hasta lo hacen incomprensible según sean los lugares de una misma comunidad que lo tengan como lengua local. Es cierto que, acabada la Guerra Civil española el año 1939, se produjo una campaña contra el catalán, justificada por el hecho de que durante los años de la contienda el separatismo catalán la había usado como ariete en contra de los levantados el 18 de Julio del año 1936. De hecho, aunque hubo casos en los que los vencedores les apretaron las clavijas a los catalanes, como venganza por su comportamiento durante la contienda; los catalanes continuaron haciendo servir el catalán (esto sí con un mayor uso, sobre todo en cuestiones oficiales, del idioma castellano) en familia y en sus relaciones con el resto de catalanes.


El que, en una nación que retornó a la democracia a la muerte del general Franco y que se dotó de una Constitución donde se reguló el uso de las lenguas que se hablaban dentro del país, estableciendo la cooficialidad del catalán y el vascuence, compaginada con la obligación de que, en todo el territorio nacional, existía la obligación de conocer el castellano y se tenía el derecho a usarlo en cualquier rincón que fuera de nuestra geografía patria; no justifica que para hacer uso de los idiomas cooficiales fuera preciso, antes al contrario, que como el ejemplo de la autonomía catalana y la vasca, el uso y empleo normal del castellano entre los ciudadanos de dichas autonomías, resulte haberse convertido para los gobierno autonómicos, en el caballo de batalla de sus quejas y decisiones contrarias a su uso, con el sólo objetivo de erradicar, tanto en la enseñanza como ( como ya lo han intentado en numerosas ocasiones) en los documentos públicos, su utilización usual; llegando a constituir una infracción el que comercios rotulen su productos en castellano o se identifiquen con carteles en castellano si, al lado, no existe su traducción al catalán.


No existe ningún obstáculo legal o prohibición a que se editen libros, revistas, documentos de todo tipo, impresos, periódicos, discos, canciones o cualquier tipo de traducciones en la lengua catalana. Cataluña, sin embargo, debería reconocer que el 50% de sus siete millones de habitantes que han venido de otras partes de España, trayendo sus tradiciones, costumbres, lenguajes y modos de vida que, en lugar de convertirse en un obstáculo para convivir con el resto de catalanes oriundos, si bien es cierto que sin intentar imponerlos al pueblo que los acoge y procurando integrarse en el ambiente de aquellos con los que se juntan, deberían constituir una aportación cultural beneficiosa para Cataluña, que permitiría enriquecer el acervo costumbrista e idiomático de los ciudadanos de la autonomía a la que se integran, sin que ello, en ningún caso, debiera ser motivo de enfrentamiento ni considerado como un intento de invasión idiomática como, por otra parte, lo han hecho ellos mismos con su llamada “inmersión en el catalán”, con lo que vienen intentando acabar con el castellano en ambas comunidades, la vasca y la catalana.


Otra cosa es que existían movimientos ocultos que desde hace muchos años fueron fraguándose entre los burgueses catalanes, concretamente desde el Siglo XVIII, momento en el que diversos políticos del nacionalismo catalán se pusieron de parte del archiduque Carlos de Austria (propuesto por todos aquellos que temían la fortaleza de una unión de España y Francia, bajo la figura de Felipe V). La derrota de los catalanes y más tarde de los mallorquines por Felipe V no desanimó a quienes habían apostado por el Austria que, desde aquellas fechas, con más o menos fortuna, no cesaron de intrigar, proclamando en dos ocasiones la llamada “república catalana” ( Maciá el 14 de Abril del 1931 y Companys el año 1934). Últimamente, esta vez apenas un flash de unos segundos, corrió a cargo del señor Carles Puigdemont, que como consecuencia del resultado de la consulta del 27 de septiembre del 2017, hizo una declaración cuya parte final decía:

“CONSTITUIMOS la República catalana, como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social.DISPONEMOS la entrada en vigor de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República.

INICIAMOS el proceso constituyente, democrático, de base ciudadana, transversal, participativo y vinculante.

AFIRMAMOS la voluntad de abrir negociaciones con el estado español, sin condicionantes previos, dirigidas a establecer un régimen de colaboración en beneficio de ambas partes. Las negociaciones deberán ser, necesariamente, en pie de igualdad. “


En realidad, el problema del uso de la lengua catalana, de su supuesto peligro de desaparición, de su defensa del catalán contra los “furibundos” ataques del castellano como idioma invasor, no son más que trucos demagógicos pergeñados por los políticos catalanes, solamente en busca de una excusa, igual a aquella de que “España nos roba”, o “Madrid se lleva todo lo que le corresponde a Barcelona”, con las que se pretende engañar al pueblo catalán, imbuirle la idea de que el resto de la nación está contra Cataluña, que se quieren aprovechar de los esfuerzos y la habilidad catalana para el comercio o la industria, para convertir dicha autonomía en la proveedora del resto de la nación sin que, a cambio, los catalanes “reciban nada” en compensación una serie de engaños con la pretensión de enfurecer al pueblo, crear un ambiente enrarecido, conseguir votos que les ayuden en su propósito de intentar hacerse con el control completo de Cataluña y conseguir romper el control del Gobierno de la nación para poder, como han venido haciendo desde que el señor Pujol se hizo cargo del cotarro independentista, tomar las decisiones que mejor les convenían para sus intereses particulares, corrupción incluida.


Basta ver asomarse a las librerías de Barcelona, por ejemplo, para darse cuenta de que el llamado “declive” de la lengua catalana no es más que un bluff de los políticos, ya que se podrá comprobar la cantidad enorme de publicaciones en catalán, tanto en lo relativo a novelas, obras científicas, diccionarios, libros de poesías, revistas, periódicos etc. todos ellos perfectamente encuadernados, con una gran calidad de papel y muy bien presentados lo que indica que es un tipo de literatura que tiene vida y es aceptada por una gran parte de quienes, siendo catalanes disfrutan, de poder leer en su idioma. ¿Es que es preciso que para esta gente que escribe en el idioma de la tierra pueda publicar, sea necesario que se prohíba, se obstaculice o se impida el que el castellano siga enseñándose, igual que el catalán en la autonomía catalana? Evidentemente no.


Por otra parte, por mucho que algunos de los más fanáticos e irascibles defensores de la abolición del castellano en Cataluña lo estén intentando, va a resultar una labor prácticamente faraónica el pretender que todos aquellos que han venido a Cataluña del resto de España o los mismos inmigrantes que han recalado en esta autonomía, procedentes de la América latina, dejen de utilizar el idioma castellano en toda la riqueza de sus variantes. Estas personas tienen derecho a que se las atienda en castellano en todas las gestiones que se vean obligados a hacer para instalarse en esta región, lo mismo que nadie les puede impedir que entre ellos o con sus amistades sigan usando el llamado “idioma del imperio” por mucho que este hecho pueda disgustar a los más irreductibles defensores de la lengua catalana.


Resulta patético el leer un artículo de un columnista de La Vanguardia, Francec-Marc Álvaro, titulado “Vida bajo el 155”, en el que se queja de que el Gobierno hubiera anunciado que se volvería a habilitar, en las preinscripciones de los escolares, la casilla en la que se podría marcar la cruz de que se deseaba la escolarización en castellano. En una alarde de tremendismo y utilizando el habitual lenguaje victimista que usan quienes siempre ven la mitad de la botella vacía, este señor habla, sin que la cara se le caiga de vergüenza, de “desmontar la escuela y la lengua catalana es solamente la primera parte de un plan…”. Veamos si nos entendemos: para este periodista el que un alumno desee que se le dé un 25% de las asignaturas en castellano (que es en definitiva lo que se pide) es tanto como “desmontar” el sistema educativo en toda Cataluña. No obstante, parece que no le preocupen la cantidad de impedimentos que se les ponen a los que quieren ser educados en español, los montos de pegas que se imponen a todos los comerciantes que desearían rotular en el idioma nacional, o los impedimentos que se les intentan imponer a los médicos de Baleares, a los que, como requisito indispensable para poder ejercer en los hospitales públicos de las islas, se les exige que tengan un grado determinado de aprendizaje del catalán ( ojo: hablamos del catalán el idioma que se quiere imponer a los mallorquines, que siempre han hablado un dialecto que tiene grandes diferencias con la lengua catalana, aunque ambos tengan el mismo origen: el mallorquín, una variante cantarina y simpática del catalán).


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la extraña sensación de que, en esta España en la que nos vemos obligados a acogernos, existen una serie de políticos, instituciones, organismos y leyes que parecen expresamente dedicadas a complicar la convivencia de todos los españoles. Cuando resulta que el TC tiene dudas respecto a aplicar la enseñanza obligatoria del español en las escuelas públicas de Cataluña y Baleares, los ciudadanos de a pie, que no sabemos de tantos recovecos legales y leemos lo dispuesto en la Constitución respecto al idioma patrio, no tenemos la más mínima duda de que todo español tiene el derecho a ser educado en castellano pese a quien pese y le duela a quien le duela. Luego nos quejaremos de que haya personas poco informadas, mal aconsejadas o peor adoctrinadas que se vean ante la posibilidad de acabar con la democracia española que siguen intentando valerse de tantas complicaciones legales. La verdad es que nos lo venimos mereciendo.

La patraña de defender el catalán a costa del castellano

«Un idioma te pone en un pasillo durante toda la vida. Dos idiomas te abren todas las puertas a lo largo del camino», Frank Smith
Miguel Massanet
lunes, 26 de febrero de 2018, 06:40 h (CET)

No sabemos si, para los grandes intelectuales, es posible dar cobijo a la idea de que: el conocimiento de una lengua obstaculiza el uso de otra o si es preciso intentar agostar el uso y práctica de un idioma que lo hablan más de 500 millones de personas, para intentar potenciar otro que apenas los usan siete millones de personas y, aun así, con distintas variantes dialécticas que, a veces, hasta lo hacen incomprensible según sean los lugares de una misma comunidad que lo tengan como lengua local. Es cierto que, acabada la Guerra Civil española el año 1939, se produjo una campaña contra el catalán, justificada por el hecho de que durante los años de la contienda el separatismo catalán la había usado como ariete en contra de los levantados el 18 de Julio del año 1936. De hecho, aunque hubo casos en los que los vencedores les apretaron las clavijas a los catalanes, como venganza por su comportamiento durante la contienda; los catalanes continuaron haciendo servir el catalán (esto sí con un mayor uso, sobre todo en cuestiones oficiales, del idioma castellano) en familia y en sus relaciones con el resto de catalanes.


El que, en una nación que retornó a la democracia a la muerte del general Franco y que se dotó de una Constitución donde se reguló el uso de las lenguas que se hablaban dentro del país, estableciendo la cooficialidad del catalán y el vascuence, compaginada con la obligación de que, en todo el territorio nacional, existía la obligación de conocer el castellano y se tenía el derecho a usarlo en cualquier rincón que fuera de nuestra geografía patria; no justifica que para hacer uso de los idiomas cooficiales fuera preciso, antes al contrario, que como el ejemplo de la autonomía catalana y la vasca, el uso y empleo normal del castellano entre los ciudadanos de dichas autonomías, resulte haberse convertido para los gobierno autonómicos, en el caballo de batalla de sus quejas y decisiones contrarias a su uso, con el sólo objetivo de erradicar, tanto en la enseñanza como ( como ya lo han intentado en numerosas ocasiones) en los documentos públicos, su utilización usual; llegando a constituir una infracción el que comercios rotulen su productos en castellano o se identifiquen con carteles en castellano si, al lado, no existe su traducción al catalán.


No existe ningún obstáculo legal o prohibición a que se editen libros, revistas, documentos de todo tipo, impresos, periódicos, discos, canciones o cualquier tipo de traducciones en la lengua catalana. Cataluña, sin embargo, debería reconocer que el 50% de sus siete millones de habitantes que han venido de otras partes de España, trayendo sus tradiciones, costumbres, lenguajes y modos de vida que, en lugar de convertirse en un obstáculo para convivir con el resto de catalanes oriundos, si bien es cierto que sin intentar imponerlos al pueblo que los acoge y procurando integrarse en el ambiente de aquellos con los que se juntan, deberían constituir una aportación cultural beneficiosa para Cataluña, que permitiría enriquecer el acervo costumbrista e idiomático de los ciudadanos de la autonomía a la que se integran, sin que ello, en ningún caso, debiera ser motivo de enfrentamiento ni considerado como un intento de invasión idiomática como, por otra parte, lo han hecho ellos mismos con su llamada “inmersión en el catalán”, con lo que vienen intentando acabar con el castellano en ambas comunidades, la vasca y la catalana.


Otra cosa es que existían movimientos ocultos que desde hace muchos años fueron fraguándose entre los burgueses catalanes, concretamente desde el Siglo XVIII, momento en el que diversos políticos del nacionalismo catalán se pusieron de parte del archiduque Carlos de Austria (propuesto por todos aquellos que temían la fortaleza de una unión de España y Francia, bajo la figura de Felipe V). La derrota de los catalanes y más tarde de los mallorquines por Felipe V no desanimó a quienes habían apostado por el Austria que, desde aquellas fechas, con más o menos fortuna, no cesaron de intrigar, proclamando en dos ocasiones la llamada “república catalana” ( Maciá el 14 de Abril del 1931 y Companys el año 1934). Últimamente, esta vez apenas un flash de unos segundos, corrió a cargo del señor Carles Puigdemont, que como consecuencia del resultado de la consulta del 27 de septiembre del 2017, hizo una declaración cuya parte final decía:

“CONSTITUIMOS la República catalana, como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social.DISPONEMOS la entrada en vigor de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República.

INICIAMOS el proceso constituyente, democrático, de base ciudadana, transversal, participativo y vinculante.

AFIRMAMOS la voluntad de abrir negociaciones con el estado español, sin condicionantes previos, dirigidas a establecer un régimen de colaboración en beneficio de ambas partes. Las negociaciones deberán ser, necesariamente, en pie de igualdad. “


En realidad, el problema del uso de la lengua catalana, de su supuesto peligro de desaparición, de su defensa del catalán contra los “furibundos” ataques del castellano como idioma invasor, no son más que trucos demagógicos pergeñados por los políticos catalanes, solamente en busca de una excusa, igual a aquella de que “España nos roba”, o “Madrid se lleva todo lo que le corresponde a Barcelona”, con las que se pretende engañar al pueblo catalán, imbuirle la idea de que el resto de la nación está contra Cataluña, que se quieren aprovechar de los esfuerzos y la habilidad catalana para el comercio o la industria, para convertir dicha autonomía en la proveedora del resto de la nación sin que, a cambio, los catalanes “reciban nada” en compensación una serie de engaños con la pretensión de enfurecer al pueblo, crear un ambiente enrarecido, conseguir votos que les ayuden en su propósito de intentar hacerse con el control completo de Cataluña y conseguir romper el control del Gobierno de la nación para poder, como han venido haciendo desde que el señor Pujol se hizo cargo del cotarro independentista, tomar las decisiones que mejor les convenían para sus intereses particulares, corrupción incluida.


Basta ver asomarse a las librerías de Barcelona, por ejemplo, para darse cuenta de que el llamado “declive” de la lengua catalana no es más que un bluff de los políticos, ya que se podrá comprobar la cantidad enorme de publicaciones en catalán, tanto en lo relativo a novelas, obras científicas, diccionarios, libros de poesías, revistas, periódicos etc. todos ellos perfectamente encuadernados, con una gran calidad de papel y muy bien presentados lo que indica que es un tipo de literatura que tiene vida y es aceptada por una gran parte de quienes, siendo catalanes disfrutan, de poder leer en su idioma. ¿Es que es preciso que para esta gente que escribe en el idioma de la tierra pueda publicar, sea necesario que se prohíba, se obstaculice o se impida el que el castellano siga enseñándose, igual que el catalán en la autonomía catalana? Evidentemente no.


Por otra parte, por mucho que algunos de los más fanáticos e irascibles defensores de la abolición del castellano en Cataluña lo estén intentando, va a resultar una labor prácticamente faraónica el pretender que todos aquellos que han venido a Cataluña del resto de España o los mismos inmigrantes que han recalado en esta autonomía, procedentes de la América latina, dejen de utilizar el idioma castellano en toda la riqueza de sus variantes. Estas personas tienen derecho a que se las atienda en castellano en todas las gestiones que se vean obligados a hacer para instalarse en esta región, lo mismo que nadie les puede impedir que entre ellos o con sus amistades sigan usando el llamado “idioma del imperio” por mucho que este hecho pueda disgustar a los más irreductibles defensores de la lengua catalana.


Resulta patético el leer un artículo de un columnista de La Vanguardia, Francec-Marc Álvaro, titulado “Vida bajo el 155”, en el que se queja de que el Gobierno hubiera anunciado que se volvería a habilitar, en las preinscripciones de los escolares, la casilla en la que se podría marcar la cruz de que se deseaba la escolarización en castellano. En una alarde de tremendismo y utilizando el habitual lenguaje victimista que usan quienes siempre ven la mitad de la botella vacía, este señor habla, sin que la cara se le caiga de vergüenza, de “desmontar la escuela y la lengua catalana es solamente la primera parte de un plan…”. Veamos si nos entendemos: para este periodista el que un alumno desee que se le dé un 25% de las asignaturas en castellano (que es en definitiva lo que se pide) es tanto como “desmontar” el sistema educativo en toda Cataluña. No obstante, parece que no le preocupen la cantidad de impedimentos que se les ponen a los que quieren ser educados en español, los montos de pegas que se imponen a todos los comerciantes que desearían rotular en el idioma nacional, o los impedimentos que se les intentan imponer a los médicos de Baleares, a los que, como requisito indispensable para poder ejercer en los hospitales públicos de las islas, se les exige que tengan un grado determinado de aprendizaje del catalán ( ojo: hablamos del catalán el idioma que se quiere imponer a los mallorquines, que siempre han hablado un dialecto que tiene grandes diferencias con la lengua catalana, aunque ambos tengan el mismo origen: el mallorquín, una variante cantarina y simpática del catalán).


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la extraña sensación de que, en esta España en la que nos vemos obligados a acogernos, existen una serie de políticos, instituciones, organismos y leyes que parecen expresamente dedicadas a complicar la convivencia de todos los españoles. Cuando resulta que el TC tiene dudas respecto a aplicar la enseñanza obligatoria del español en las escuelas públicas de Cataluña y Baleares, los ciudadanos de a pie, que no sabemos de tantos recovecos legales y leemos lo dispuesto en la Constitución respecto al idioma patrio, no tenemos la más mínima duda de que todo español tiene el derecho a ser educado en castellano pese a quien pese y le duela a quien le duela. Luego nos quejaremos de que haya personas poco informadas, mal aconsejadas o peor adoctrinadas que se vean ante la posibilidad de acabar con la democracia española que siguen intentando valerse de tantas complicaciones legales. La verdad es que nos lo venimos mereciendo.

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