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Etiquetas:   Política

La patria de Rubén Darío, al borde de una guerra civil

Rosa Villacastín
viernes, 22 de junio de 2018, 08:02 h (CET)
MADRID, 21 (OTR/PRESS) Mientras Europa deshoja la margarita sobre qué hacer con los emigrantes que llegan a nuestras costas, Nicaragua se desangra ante la indiferencia del mundo. También de los políticos españoles: esos que se enfurecían y gritaban contra las atrocidades de Maduro y la falta de libertades en Venezuela, hoy guardan silencio. Un silencio atronador. También Albert Rivera calla, seguramente porque en Nicaragua no hay votos que rascar de cara a unas elecciones o porque no tiene petróleo, y son escasas las empresas españolas afincadas en el pequeño gran país centroamericano, lo que en modo alguno quiere decir que no los haya.

Pequeños comercios, empresarios muy activos en la hostelería, en la construcción, en la vida diaria de León, de Masaya, de Granada y la propia Managua. Emprendedores que han encontrado ahí, junto al Momotombo, un lugar donde vivir en paz y que, ahora, de dos meses a esta parte, no saben qué va a ser de su vida, de sus negocios, de sus amigos, de esos cientos de jóvenes que se están enfrentado al monstruo del poder y la ambición, que representan como nadie Daniel Ortega y Rosario Murillo. Y lo hacen aún a sabiendas de que la discrepancia les puede costar la vida.

200 jóvenes estudiantes han sido asesinados a balazos, 200 vidas perdidas, -el número de desaparecidos puede ser mayor aún-, 200 familias destrozadas, muertas en vida, que, pese al miedo a terminar como sus hijos, en una morgue, en mitad de la calle, a las puertas de su casa, han decidido seguir adelante. Cuentan con la colaboración de los empresarios pero fundamentalmente de la Iglesia Católica, cuyos representantes se han puesto al lado de los más débiles, se han puesto al lado del futuro, de la libertad, y en contra de un régimen que no ha sabido o no ha querido, abrirse a los nuevos tiempos que demandan una mayor participación de todas las clases sociales y no solo de unos pocos.

No quiero caer en algo tan manido como es meter a todos los sandinistas en el mismo saco, no. He conocido gente fiel a los valores de la revolución sandinista. Desgraciadamente, algunos ya no están para ver en lo que se ha convertido su país: una dictadura tan cruel como la que juraron combatir, cuando quien estaba en el poder era el sanguinario Somoza.

Recientemente he tenido oportunidad de charlar con Ernesto Cardenal, en su casa de Managua, desde donde sigue predicando la solidaridad con los que menos tienen, luchando contra la corrupción y en favor de la cultura. De igual manera he podido hablar con Sergio Ramírez, nuestro flamante Premio Cervantes, muy crítico con Ortega, al que conoce bien porque luchó a su lado y que pudiéndose ir a otro país prefiere quedarse en su casa de Managua -un santuario como el de Cardenal-, para luchar con el único arma que tienen los escritores, la pluma y la palabra.

A quienes no conozcan Nicaragua solo decirles que es un país pacífico, culto, pobre pero culto, donde cualquier niño de la calle te recita los versos de Darío, el Príncipe de las letras castellanas, y héroe nacional.

Un país al que hay que ayudar para que salga de esta locura en la que anda metido, antes de que una guerra civil se lleve por delante lo mejor de su juventud, de sus intelectuales, de sus trabajadores.

A España y a Europa corresponde ayudarles, intentar como están haciendo los representantes de la Iglesia Católica, a buscar salidas que pongan fin a este horror.

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