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Etiquetas:   Política

Pero, ¿quién quiere la independencia?

Francisco Muro de Iscar
lunes, 29 de mayo de 2017, 08:00 h (CET)
MADRID, (OTR/PRESS) Nadie duda de que Mariano Rajoy no ha llevado bien el problema catalán, por más que como presidente del Gobierno de España ni puede permitir la secesión ni dar alas a los independentistas. Es posible que su falta de presencia en Cataluña y de una campaña activa para poner en valor a España haya aumentado el número de independentistas y, sobre todo, haya radicalizado a los más jóvenes y a los más extremos. Y que haya llevado al PP catalán -también sin discurso y sin empuje- a la inanidad. Pero haciendo el "Tancredo", como en otros muchos asuntos, ha conseguido que el proceso catalán vaya perdiendo fuerza día tras día y sólo se sostenga por la absoluta necesidad de mantenerlo como autodefensa por parte de sus impulsores tanto para tapar la corrupción como la seguridad de que no van a ninguna parte. Ni siquiera después de las últimas elecciones, el Gobierno ha cambiado su política en Cataluña. Sólo está allí de visita. Si lo hubiera hecho, sin duda sería aún menor el número de catalanes que quieren la independencia.

Rajoy es responsable, pero no el único y, desde luego tampoco el mayor. El PSOE no sabe lo que quiere para Cataluña y sus dos almas se pelean cada día sin conseguir una respuesta a la altura de su historia, pero eso le sucede hoy en casi todo. Y es el culpable de la crecida independentista porque fue Zapatero el que en lugar de frenarla, la impulsó. Como gobernante prometió lo que nunca debió hacer y se cargó la autoridad de las instituciones del Estado. Ciudadanos, quizás el más coherente, pierde fuerza en Cataluña y no representa un poder suficiente para oponerse al poder clientelista que ha dominado Cataluña, con algún relevo nefasto, desde el retorno de la democracia. Nadie puede predecir dónde acabarán Podemos y En Comú pero su interés en desmontar la actual democracia y sustituirla por no se sabe qué y su oportunismo les acercan más a los intereses soberanistas que a los del conjunto de los españoles.

Lo mismo se podría decir de los empresarios catalanes. Reclaman diálogo, pero, salvo excepciones han guardado un silencio culpable, provocado por el miedo. Jueces, funcionarios, escritores, policías, empresarios, ejecutivos y muchos más ciudadanos corren un serio riesgo de ser ciudadanos de segunda o, en todo caso, de poner en riesgo su libertad como ciudadanos españoles y europeos. Y han permitido, sin protestar que los actuales gobernantes fracturen en dos a la sociedad catalana. Una ruptura que impide, incluso el diálogo entre familiares y amigos, y que, pase lo que pase, seguirá viva durante generaciones. Hoy hay dos Cataluñas, la del poder casi absoluto y la ciudadana; la independentista, minoritaria, y la que quiere seguir viviendo en España, mayoritaria. Pero ésta calla. Cataluña es lo que es y tiene la mayor autonomía de su historia, incluida la República, gracias a la Constitución de 1978. Claro que hay que dialogar. Sin parar. Pero con más de un 60 por ciento de catalanes contra la independencia no se puede avanzar un paso más en esa dirección sin que los partidos asuman sus responsabilidades y actúen los mecanismos constitucionales que sean precisos si el diálogo lo rompen los que vulneran la legalidad y la legitimidad.

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