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Al igual que Sancho Panza, Puigdemont accedió a ingresar en una aventura política grotesca

Puigdemont y la ínsula barataria

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Puigdemont en otro tiempo ocupaba más grises reductos en el organigrama partitocrático al que pertenece. Sus tareas otrora eran más las de un subalterno, un subordinado al que, como al celebérrimo escudero Sancho Panza, en un momento dado, le dieron la oportunidad de saltar a la palestra gubernamental, si bien siendo ambos, en puridad, los gobernadores de una engañifa, un bluf emergido de las mentes calenturientas de los duques y de unos cuantos representantes públicos empadronados en la Ciudad Condal y aledaños entornos respectivamente. Pero tanto a los duques en su momento, como a los promotores de la secesión actualmente, se les ha ido de las manos la aventura, con la diferencia de que los duques, Sancho y la Ínsula fueron producto de la perspicaz mente cervantina, y la creación de la apócrifa república catalana lo ha sido de las de una serie de prebostes cegados por cierto descabellado ímpetu, el cual han ido engordando hasta alcanzar cotas de segregacionista reivindicación rayanas con el paroxismo. Artur Mas, desprestigiado por las sombras de presunta corruptela que lo planeaban, decidió dar la alternativa a Puigdemont, quien, a diferencia de Sancho, que mostró ser dechado de sentido común y ponderación en su proceder gubernativo, no supo manejar de forma adecuada la explosiva situación que entre sus manos quedó. Bien es cierto que los consejos de don Quijote seguro que fueron más afinados que los de Mas (ya tornado Menos). No obstante, como bien apuntaba Martín de Riquer: “Don Quijote da a Sancho unos sabios consejos para que sepa cómo comportarse en su gobierno, que a pesar de su profundidad, de su acierto y de su sabia y moralizadora doctrina, no hay que olvidar que sirven de prólogo a una de las mayores y más despiadadas farsas de la novela, y Cervantes los inserta con malicia y buen humor, no con el propósito de transmitirnos viejas enseñanzas morales” (1)

En lo que sí se puede decir que coinciden el artúrico delfín y Sancho Panza es en el desengaño sufrido tras sus concernientes aventuras gubernamentales, y no porque acabasen de ser conscientes de las farsas en que se vieron inmersos, sino porque las tornas se intrincaron de manera considerable. También es semejante el papel de sus mujeres (ambas, Teresa Panza y Marcela Topor, equidistantes de las andanzas de sus esposos).

Sancho, tras el estallido de una ficticia revolución, se siente superado y acaba abdicando de su cargo: “Sancho se despoja de sus armas, recoge a su rucio, que estaba en la caballeriza, se despide patéticamente de sus súbditos haciendo reflexiones sobre la vanidad del poder y las limitaciones humanas, y parte hacia la residencia de los Duques en busca de don Quijote” (2). Carles Puigdemont, al ver pintar bastos, marcha para Bruselas en coche manteniéndose empecinado en unas premisas que sin duda han acarreado más serias consecuencias que las que, en la ficción, se derivaron de la pantomima protagonizada inconscientemente por Sancho.

Y en este paralelismo que venimos trazando entre una parcela de la universal obra cervantina y la candente actualidad política nacional faltaría un personaje más: Rajoy, quien tiene su papel en la circunstancia real, pero no todavía en el equivalente libresco aquí traído. Pues bien, se lo podría equiparar al Caballero de la Blanca Luna, trasunto del bachiller Sansón Carrasco, que tiene la encomienda de llevar a don Quijote al redil. Así como Rajoy quedó investido con la legitimidad del 155, Sansón Carrasco se vistió con un atuendo caballeresco para derrotar al “Caballero de la Triste Figura-Mas” con la intención de que regresase a su “aldea-marco legal” (y con él “Puigdemont-Sancho”): “El recién llegado, que dice ser el Caballero de la Blanca Luna, insiste en dar allí mismo la batalla, ante el virrey de Cataluña, don Antonio Moreno y un grupo de curiosos que ha acudido a presenciar el combate. Este es muy rápido y se narra en pocas líneas” (3).

Comparativas más o menos jacarandosas al margen, lo cierto es que se hace perentorio un mayor sentido de la responsabilidad por parte de los representantes públicos, que, al cabo, son eso, representantes de la ciudadanía (de toda, no de parte de la misma), por lo que podrían aprender de la buena voluntad con que Sancho Panza afrontó su empresa más allá de que lo hiciera sin saber que incursionaba en una farsa, lectura, a la postre, que parece ofrecernos Cervantes del ejercicio político: “En los episodios del gobierno de Sancho hay una intencionada sátira de la ambición y la amarga conclusión de que un gobierno perfecto y justo no pasa de ser una utopía” (4).

Notas:
(1) De Riquer, Martín: “Aproximación al Quijote”, Salvat, Estella, 1970, p. 126.
(2) Ibid., p. 127.
(3) Ibid., p. 137.
(4) Ibid., p. 127.

Puigdemont y la ínsula barataria

Al igual que Sancho Panza, Puigdemont accedió a ingresar en una aventura política grotesca
Diego Vadillo López
jueves, 30 de noviembre de 2017, 08:28 h (CET)
Puigdemont en otro tiempo ocupaba más grises reductos en el organigrama partitocrático al que pertenece. Sus tareas otrora eran más las de un subalterno, un subordinado al que, como al celebérrimo escudero Sancho Panza, en un momento dado, le dieron la oportunidad de saltar a la palestra gubernamental, si bien siendo ambos, en puridad, los gobernadores de una engañifa, un bluf emergido de las mentes calenturientas de los duques y de unos cuantos representantes públicos empadronados en la Ciudad Condal y aledaños entornos respectivamente. Pero tanto a los duques en su momento, como a los promotores de la secesión actualmente, se les ha ido de las manos la aventura, con la diferencia de que los duques, Sancho y la Ínsula fueron producto de la perspicaz mente cervantina, y la creación de la apócrifa república catalana lo ha sido de las de una serie de prebostes cegados por cierto descabellado ímpetu, el cual han ido engordando hasta alcanzar cotas de segregacionista reivindicación rayanas con el paroxismo. Artur Mas, desprestigiado por las sombras de presunta corruptela que lo planeaban, decidió dar la alternativa a Puigdemont, quien, a diferencia de Sancho, que mostró ser dechado de sentido común y ponderación en su proceder gubernativo, no supo manejar de forma adecuada la explosiva situación que entre sus manos quedó. Bien es cierto que los consejos de don Quijote seguro que fueron más afinados que los de Mas (ya tornado Menos). No obstante, como bien apuntaba Martín de Riquer: “Don Quijote da a Sancho unos sabios consejos para que sepa cómo comportarse en su gobierno, que a pesar de su profundidad, de su acierto y de su sabia y moralizadora doctrina, no hay que olvidar que sirven de prólogo a una de las mayores y más despiadadas farsas de la novela, y Cervantes los inserta con malicia y buen humor, no con el propósito de transmitirnos viejas enseñanzas morales” (1)

En lo que sí se puede decir que coinciden el artúrico delfín y Sancho Panza es en el desengaño sufrido tras sus concernientes aventuras gubernamentales, y no porque acabasen de ser conscientes de las farsas en que se vieron inmersos, sino porque las tornas se intrincaron de manera considerable. También es semejante el papel de sus mujeres (ambas, Teresa Panza y Marcela Topor, equidistantes de las andanzas de sus esposos).

Sancho, tras el estallido de una ficticia revolución, se siente superado y acaba abdicando de su cargo: “Sancho se despoja de sus armas, recoge a su rucio, que estaba en la caballeriza, se despide patéticamente de sus súbditos haciendo reflexiones sobre la vanidad del poder y las limitaciones humanas, y parte hacia la residencia de los Duques en busca de don Quijote” (2). Carles Puigdemont, al ver pintar bastos, marcha para Bruselas en coche manteniéndose empecinado en unas premisas que sin duda han acarreado más serias consecuencias que las que, en la ficción, se derivaron de la pantomima protagonizada inconscientemente por Sancho.

Y en este paralelismo que venimos trazando entre una parcela de la universal obra cervantina y la candente actualidad política nacional faltaría un personaje más: Rajoy, quien tiene su papel en la circunstancia real, pero no todavía en el equivalente libresco aquí traído. Pues bien, se lo podría equiparar al Caballero de la Blanca Luna, trasunto del bachiller Sansón Carrasco, que tiene la encomienda de llevar a don Quijote al redil. Así como Rajoy quedó investido con la legitimidad del 155, Sansón Carrasco se vistió con un atuendo caballeresco para derrotar al “Caballero de la Triste Figura-Mas” con la intención de que regresase a su “aldea-marco legal” (y con él “Puigdemont-Sancho”): “El recién llegado, que dice ser el Caballero de la Blanca Luna, insiste en dar allí mismo la batalla, ante el virrey de Cataluña, don Antonio Moreno y un grupo de curiosos que ha acudido a presenciar el combate. Este es muy rápido y se narra en pocas líneas” (3).

Comparativas más o menos jacarandosas al margen, lo cierto es que se hace perentorio un mayor sentido de la responsabilidad por parte de los representantes públicos, que, al cabo, son eso, representantes de la ciudadanía (de toda, no de parte de la misma), por lo que podrían aprender de la buena voluntad con que Sancho Panza afrontó su empresa más allá de que lo hiciera sin saber que incursionaba en una farsa, lectura, a la postre, que parece ofrecernos Cervantes del ejercicio político: “En los episodios del gobierno de Sancho hay una intencionada sátira de la ambición y la amarga conclusión de que un gobierno perfecto y justo no pasa de ser una utopía” (4).

Notas:
(1) De Riquer, Martín: “Aproximación al Quijote”, Salvat, Estella, 1970, p. 126.
(2) Ibid., p. 127.
(3) Ibid., p. 137.
(4) Ibid., p. 127.

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