Que en los Estados Unidos la gestión pública no es necesaria, ha sido un acto de fe que idearon los Republicanos y acabaron aceptando los Demócratas.
No hace falta Estado cuando ya hay superávit de imagen corporativa de patria en barras y estrellas: si el mercado no suple la gestión pública siempre se puede organizar un acto de donaciones privadas patrocinado por varias prestigiosas fundaciones.
Políticas sociales de Estado, como las representadas en su día por el New Deal de Roosvelt, se perciben actualmente en EEUU como innecesarias y trasnochadas. Hay en muchos sectores de la sociedad americana un orgulloso rechazo al modelo de valores de la vieja Europa, representada por Francia, con su centralismo burocrático, su aparato estatal tentacular y ese proteccionismo de derechos “restrictivo” para el dinamismo inversor.
La querencia a minimizar lo Público, se ha acrecentado en los últimos años: al absoluto neoliberal norteamericano (más mercado –menos Estado) se han incorporado los valores neoconservadores (religión pública, moral colectiva, patria y propiedad, seguridad y expansión internacional de “democracia” ) para formar un cuerpo dogmático y mitificado. Este cocktail, esponsorizado además de por Wall Strett, por halcones y telepredicadores, ha tenido un nombre propio: George Bush, tragedia para los américanos, desgracia para el resto del mundo; no nos quedó en las últimas elecciones más que asistir impotentes a un nuevo capítulo de la saga familiar en forma de victoria del marketing político y, otra vez de la oscura mano del mercado, sobre toda lógica democrática o evolutiva.
Pero el barrizal que es ahora Nueva Orleáns viene a clamar, precisamente en el cinturón bíblico que forman los Estados Sureños votantes de Bush, qué puede ocurrir cuando no existe Estado, cuando las obras públicas se midieron en rentabilidad electoral, cuando la única manifestación de gestión estatal es una precaria defensa de la propiedad privada, más importante que el propio rescate de supervivientes. Cada superviviente del Katrina testimoniará que las deslabazadas patrullas antisaqueos han llegado antes que el agua a los niños que mueren de sed. Las catástrofes posibles y reales no han podido contar con tropas y recursos que se desviaron a ilusorias o interesadas amenazas. Esas guerras que hoy les parecerán surrealistas y fantasmagóricas fueron impulsadas por el mercado bélico o energético, una vez más despiadados sustitutos del Estado.
En Manhattan, los 7 dolares hora más propina y sin seguro medico de los camareros hispanos, seguirán conviviendo con la torre Trump, el Rockefeller Center, o las hileras de Rolls en los grandes almacenes de la 5 Avenida, pero el lodo que es hoy Nueva Orleáns, sus causas, y la gestión de la catástrofe si conseguirán cambiar para siempre tres cosas: el Gobierno Bush, la concienciación sobre el protocolo de Kyoto y la visión del papel del Estado en la sociedad americana.
Quizás la lección del Katrina sea que al individuo hoy, incluso en Estados Unidos, no hay que defenderle del Estado, sino desde el Estado. Como dice la prestigiosa periodista norteamericana Barabara Probst –Solomon, al fin y al cabo, el Imperio Romano no consiguió construir sus puentes y carreteras con fondos privados recaudados en un bonito acto por un par de lobbies.