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Marcos Méndez Sanguos

'La tierra de los muertos vivientes', de George A. Romero

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La tierra de los muertos vivientes no es una película con un mensaje moral, pero tampoco opta por la sangre fácil como vehículo conductor para ciertos seguidores del gore. El último trabajo de George A. Romero describe, hasta las últimas consecuencias, el mundo en que vivimos. Y es que ya era hora de que el género de terror girase hacia puntos de vista alternativos, aun concediendo un importante espacio a las vísceras y los disparos.

Los zombis de Romero se diferencian de los que hemos visto, por ejemplo, en Resident Evil, por su apabullante singularidad. Cada uno conforma un personaje diferente, único, viste una ropa identificativa, y sus gestos, sus maneras de caminar, hacen de ellos unos seres más “vivos” que muertos. De hecho, los zombis dominan el mundo, y sólo una elite de poderosos se mantiene a salvo, a distancia, en un lujoso edificio denominado Fiddler´s Green. Allí conviven como si nada ocurriese en el exterior, aferrándose a la posibilidad de construir un universo miniaturizado en el que no les falte de nada. Pero, lógicamente, alguien tiene que ocuparse de la defensa. De eso se encargan los que no tienen medios para vivir en ese paraíso de cristal, los que se ven sometidos al hambre, las enfermedades y los vicios, socialmente inferiores. En este sentido, es obvio que Romero desea descargar su furia contra las contradicciones de nuestro sistema capitalista, y también mandar un mensaje a la política exterior del bueno de Bush dejando claro que el mundo no gira sólo, que la riqueza provoca pobreza, y que la corrupción y la mentira no son el mejor camino para subsanar estos problemas.

En La tierra de los muertos vivientes también hay un recital de gore, un inventario importante de diferentes maneras de morir, todo un regalo para los freaks amantes de la pespectiva más circense del cine apadrinado por Romero, así como una buena inyección de humor en un par de minutos para la posteridad, a costa de Manolete (sic) y el robo de coches en Samoa.
Al margen de estos atributos típicos del director de raíces coruñesas, lo fundamental de la propuesta es la idea que transmite, ese mundo de cadáveres andantes que poco a poco van siendo más listos, más numerosos y mejor organizados. Y cuentan con un líder negro, precisamente el mismo color de piel que porta el secretario del hombre más poderoso de la utópica colonia, este último encarnado por un Dennis Hopper tan blanquito como el resto de la asamblea de aristócratas cuyo reinado está llegando a su fin.

Lo Mejor: El asombroso cuidado en la construcción física de cada zombi, el trabajo de los actores y las numerosas motivaciones que mueven a los personajes, siempre relacionadas con la ruptura o el mantenimiento de unas jerarquías preestablecidas por el dinero.

Lo Peor: La falta de concreción a la hora de describir Fiddler´s Green.

'La tierra de los muertos vivientes', de George A. Romero

Marcos Méndez Sanguos
Marcos Méndez
lunes, 24 de octubre de 2005, 00:40 h (CET)
La tierra de los muertos vivientes no es una película con un mensaje moral, pero tampoco opta por la sangre fácil como vehículo conductor para ciertos seguidores del gore. El último trabajo de George A. Romero describe, hasta las últimas consecuencias, el mundo en que vivimos. Y es que ya era hora de que el género de terror girase hacia puntos de vista alternativos, aun concediendo un importante espacio a las vísceras y los disparos.

Los zombis de Romero se diferencian de los que hemos visto, por ejemplo, en Resident Evil, por su apabullante singularidad. Cada uno conforma un personaje diferente, único, viste una ropa identificativa, y sus gestos, sus maneras de caminar, hacen de ellos unos seres más “vivos” que muertos. De hecho, los zombis dominan el mundo, y sólo una elite de poderosos se mantiene a salvo, a distancia, en un lujoso edificio denominado Fiddler´s Green. Allí conviven como si nada ocurriese en el exterior, aferrándose a la posibilidad de construir un universo miniaturizado en el que no les falte de nada. Pero, lógicamente, alguien tiene que ocuparse de la defensa. De eso se encargan los que no tienen medios para vivir en ese paraíso de cristal, los que se ven sometidos al hambre, las enfermedades y los vicios, socialmente inferiores. En este sentido, es obvio que Romero desea descargar su furia contra las contradicciones de nuestro sistema capitalista, y también mandar un mensaje a la política exterior del bueno de Bush dejando claro que el mundo no gira sólo, que la riqueza provoca pobreza, y que la corrupción y la mentira no son el mejor camino para subsanar estos problemas.

En La tierra de los muertos vivientes también hay un recital de gore, un inventario importante de diferentes maneras de morir, todo un regalo para los freaks amantes de la pespectiva más circense del cine apadrinado por Romero, así como una buena inyección de humor en un par de minutos para la posteridad, a costa de Manolete (sic) y el robo de coches en Samoa.
Al margen de estos atributos típicos del director de raíces coruñesas, lo fundamental de la propuesta es la idea que transmite, ese mundo de cadáveres andantes que poco a poco van siendo más listos, más numerosos y mejor organizados. Y cuentan con un líder negro, precisamente el mismo color de piel que porta el secretario del hombre más poderoso de la utópica colonia, este último encarnado por un Dennis Hopper tan blanquito como el resto de la asamblea de aristócratas cuyo reinado está llegando a su fin.

Lo Mejor: El asombroso cuidado en la construcción física de cada zombi, el trabajo de los actores y las numerosas motivaciones que mueven a los personajes, siempre relacionadas con la ruptura o el mantenimiento de unas jerarquías preestablecidas por el dinero.

Lo Peor: La falta de concreción a la hora de describir Fiddler´s Green.

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