Si el miércoles la situación creada en Nueva Orleáns bien parecía una película de ciencia ficción, hoy, domingo, la calificación debiera ser de trágica.
Trágico es todo lo que está sucediendo. Hombres y mujeres que, sin la cobertura de un estado social, lo han perdido absolutamente todo. Niños que, sin un programa de seguridad social, llevan más de tres días sin ser alimentados. En fin, ciudadanos doblemente víctimas. Golpeados por las inclemencias del tiempo y, por si fuera poco, rematados por el mismo capitalismo salvaje que elevó a Bush a los altares.
Todos hemos visto las imágenes en nuestros televisores. Los saqueos se reproducen de un lado a otro de la ciudad. Pero ¿alguien ha visto que aquellos pobres hombres y mujeres se llevaran otra cosa que no fuera ropa y alimentos? En ninguna de las imágenes servidas por los medios de comunicación, he logrado encontrarme con el expolio de un aparato de música o una televisión último modelo.
Sin embargo, en EEUU, todo está claro. La Guardia Nacional tiene orden de disparar contra aquellos que se permitan, el horrible privilegio, de procurar la supervivencia de los suyos, a costa de las pobres multinacionales alimenticias que costean las campañas electorales de aquellos políticos que ahora las protegen.
Vergüenza, indignación, asco y repulsa son las sensaciones que me recorren el cuerpo al ver al presidente de los USA, rodeado de su papá y el amiguito de la Lewinski, pedir a sus compatriotas que se rasquen el bolsillo para otorgar caridad a las víctimas de Katrina y, en mayor grado, de la propia administración Bush.
Ese es el problema. Allí donde la justicia social no existe, la ayuda a quien la necesita, en vez de ser una obligación moral, no deja de constituir una mera dádiva que otorga puntos para entrar en el cielo, al igual que apalear homosexuales, considerar asesinas a quienes deciden abortar o permitir la reelección de Bush.