Uno de los mayores inconvenientes de la última revisión cinematográfica de La guía del autoestopista galáctico se encuentra en la necesidad de no molestar a los aficionados de la fantástica novela de Douglas Adams, lo que lleva a intentar mostrar en pantalla todas las ideas transmitidas por el escritor en poco más de 100 minutos. Esto conduce, ineludiblemente, a múltiples problemas de ritmo y estructura, sustituyendo la sátira de las palabras por el tedio de unas imágenes que se pelean por permanecer más tiempo en la pantalla.
Tampoco el reparto ayuda demasiado a sanear las carencias cómico-dramáticas de la historia, pues a la sosísima etiqueta de Martin Freeman y a la estupidez de Mos Def se le une la extravagancia de un Sam Rockwell cuya ácido personaje no alcanza para tomárnoslo en serio ni por un minuto. De hecho, los grandes traumas del guión son más de personajes que de un anquilosamiento de la trama (que también existe), y el GPP Marvin, el único con algo de gracia (en sus primeros minutos) también queda solapado por una tautología de chistes a costa de su pesimista personalidad.
Pero lo mejor de la película son esos trozos animados que pervierten nuestra sociedad y la transforman en un mundo intergaláctico irrazonable, donde los humanos sólo somos una millonésima parte del todo y ni tan siquiera la primera especie evolutiva en nuestro planeta. Chistes a costa de nuestra fragilidad como humanos, colocando las que consideramos nuestras más intensas virtudes y más ansiadas metas en una letrina espacial que se evapora poco a poco hacia una trasdencencia más profunda, más “digna” de un cuerpo que vaga por el hiperespacio. De este modo, el personaje de Rockwell (Presidente de la Galaxia) pretende encontrar al Multivac de la sabiduría, Asimov dixit, y hacerle “la última pregunta” sobre el principio y el fin del universo, sobre los porqués, los cuándo y los cómo.
La guía del autoestopista galáctico dura demasiado para lo poco que cuenta, repara sin piedad en secuencias y diálogos prescindibles, en gags que tal vez sean más graciosos para los habitantes de Júpiter que para nosotros los desastrados terrícolas, y la acidez de la novela sólo se deja entrever al comienzo (cuando al pobre de Arthur le destrozan su planeta para construir una autopista hiperespacial) y en la presentación de los Vogon como burócratas mononeuronales de piel viscosa y peinado napoleónico. Un consejo: no se olviden de la almohada.