Entramos en un otoño caliente políticamente donde nos desayunaremos cada día con debates que requerirán que busquemos sus raíces. El debate territorial será la estrella mediática y dará pié a diversas y cansinas formas de insistencia nacionalista. La causa última del nacionalismo es un sentimiento insatisfecho de pertenencia diferenciada a un territorio: su característica es la reclamación identitaria frente al contexto más amplio que niega o minimiza. El nacionalismo radical por otra parte es un sentimiento de identidad territorial sublimado a prioridad política de forma taxativa y excluyente. No hay porque asociarlo a violencia, aunque en sus manifestaciones extremas puede acabar disculpándola. Y claro, esto vale tanto para el centralismo españolista madrileño como para el independentismo radical gallego: pretenden imponer valores y fronteras, no acordarlos; por eso son fundamentalismos.
Es muy legítimo no querer formar parte de un Estado o querer ser reconocido como una nación propia en la comunidad que uno siente como su tierra; la legitimidad de la libre consciencia de “comunidad” a través de la historia, es una manifestación democrática de su derecho colectivo a autoreconocerse. Pero cuando el rumbo de la historia ha mezclado nuestras sociedades en un proyecto común de convivencia y cuando gran parte de los que habitan un territorio se sienten tan locales como estatales o universales, continuar alimentando lo identitario de forma exhaustiva y circular se convierte en una anacrónica forma de segregación.
El nacionalismo ultracentralista españolista no segrega menos porque teóricamente englobe; muy al contrario: su negación de las diversidades y singularidades históricas y su forma de minimizar los legítimos derechos de autogobierno de las Comunidades Históricas es una forma de fronterizar una patria impuesta e irreal; exactamente lo mismo puede suponer la recurrencia inflexible y rupturista a un Estado Vasco libre-asociado, con su apelación a ancestrales y místicas raíces propias raciales y lingüísticas que elude el contexto plural y democrático actual, la amplitud de la sociedad vasca y su autogobierno y la multifacética foto parlamentaria.
Hay un proyecto común y colectivo en el que todos podríamos sentirnos cómodos; esta es una realidad incontestable. Para ello habría que asumir que España es por historia y convivencia una nación de naciones dentro de un mismo Estado y que el nacionalismo radical – centralista o secesionista - es una forma primaria de entender la política desde la definición de las fronteras y no desde los contenidos de Gobierno dentro de ellas.
Una sana dosis de nacionalismo, la consciencia de identidad específica de nuestro territorio y cultura, el orgullo de nuestras singularidades, la reclamación de una autonomía amplia como reivindicación de cercanía ciudadana a la toma de decisiones – es necesaria en toda ideología política. El problema llega cuando se prioriza y enfatiza hasta convertirse en excluyente o impositivo, cuando se exacerba y se alimenta del rechazo al contrario para establecer la propia definición. Pero es que es una cantera de voto que nos ata a nuestro yo más profundo, a nuestro recuerdo, nuestro anclaje, nuestro paisaje, nuestra configuración y en muchos casos a nuestra dolorosa historia, a nuestra memoria de deudas no saldadas, también a nuestro chovinismo, a nuestra genealogía ancestral, a nuestra tradición, nuestro ego….¿Cómo evitar que sea insaciable la constante llamada a nuestra más básica y profunda identidad? ¿Cómo evitar que sea una apelación tan personal que derive siempre en una rentabilisima, inagotable,cantera de voto?