Uno cree que ya está curado de espanto cuando, de repente y sin avisar, los norteamericanos vuelven a sorprenderle.
Alguien me dijo que el verdadero problema de los estadounidenses era que primero hacían la película en Hollywood y después, para mal de toda la humanidad, se la creían. Sin duda alguna, aquella voz autorizada tenía toda la razón.
Las imágenes de la evacuación masiva de Nueva Orleans se asemejan, misteriosamente, a aquellas escenas de caos que películas como Independence Day, El día de mañana o, más recientemente, La Guerra de los Mundos han grabado a fuego en nuestras retinas. Y claro, el caos está bien cuando se trata de una película incluso, si me apuran, diré que es posible que sea éste el factor que nos hace hundirnos en la butaca del cine, al entender la fragilidad humana ante catástrofes de tal magnitud.
Sin embargo, permítanme la disidencia, me niego a aceptar que la imprevisión, en este caso, sea justificable. Desde hace más de una semana, los institutos meteorológicos de todo el mundo estaban ya pendientes del huracán Katrine. Es más, a pesar de que en este mundo de la meteorología las predicciones a más de dos días vista resulten, en la mayoría de los casos, un ejercicio más de adivinación que de aplicación del método científico, si en algo están versados los estudiosos del tema en esos lares, es en el apasionante mundo de aquellos fenómenos naturales.
¿Alguien me puede decir de qué le sirve a los norteamericanos destinar tanto presupuesto a defensa y seguridad cuando, llegada Katrine, la única solución es salir corriendo, al grito sálvese quien pueda?
Sinceramente, si yo viviera en Nueva Orleans, además de resguardarme de lo que venga, estaría bastante cabreado con mis políticos. ¿A nadie se le había ocurrido plantear un plan de evacuación para supuestos como este?
Katrine es la mejor prueba. Los enemigos del americano medio no están fuera de su país, sino en sus centros de mando.