De producción norteamericana, raíces japonesas y manufactura brasileña, Dark Water es un film universalista no sólo por el carácter internacional (y, por supuesto, heterogéneo) de sus diversas fuentes y referencias. Si echamos una ojeada a los últimos títulos de terror nacidos de las cabezas de chorlito de los guionistas americanos, la palabra “encargo” pasa a ser eje central de una familia numerosa de cineastas despreocupados por cuestiones como la narración cinematográfica, el ritmo o la puesta en escena, más atentos a enseñar los atributos sexuales de sus protagonistas (especialmente femeninas) o de asustar al personal con un inesperado choque de platillos.
Es precisamente este repudio a lo “real”, a la verosimilitud de las historias, lo que separa al cine de terror oriental del occidental. En Dark Water hay sustos, miedo y angustia. Y entre la pesadilla existencial de la protagonista, una situación laboral precaria, alquileres por las nubes y una infancia marcada por el abandono moral y la dejadez educadora de sus progenitores.
La protagonista, una Jennifer Connelly con mirada de bisonte malherido, de anti-heroína a punto de caer por el inabarcable acantilado que es la vida, lleva a su hija Ceci a un bloque de apartamentos en Roosevelt Island, un barrio marginal a las afueras de la ciudad de Nueva York. Comparte su custodia con un hombre que desde el principio nos cae antipático, quizá más por la (por otra parte lógica) identificación inconsciente del espectador con los humildes, los que están en inferioridad de condiciones, los que además de luchar por sus seres queridos deben enfrentarse a la subsistencia del día a día capitalista.
Esta cotidianeidad, que podemos extender sin demasiados problemas a cualquier lugar del mundo, se tensa con más fuerza si la complementamos con una trama sobrenatural sobre la incidencia del mundo de los muertos en el mundo de los vivos. Walter Salles, el director de Estación Central de Brasil, trata de que la protagonista se sienta como si un torbellino sacudiese sus pretensiones, y sofoca cada plano con una sensación, con un significado concreto, con un sentir o una pretensión estética nada gratuita ayudado firmemente por la fotografía de Affonso Beato y la partitura de Badalamenti.
Pero también hay que ver las cosas como son y no como podrían ser, y es que Dark Water dejaría de existir como tal si Hideo Nakata no dirigiese un film idéntico hace tres años. Las diferencias son más externas que internas, referidas a cuestiones de promoción y marketing, de lugares (pero no de espacios) y de nacionalidades (que no de personajes). Y no nos podemos olvidar de que Walter Salles fabrica un remake, inútil por su proximidad hacia la obra copiada, pero con la misma capacidad de sugerencia y atención que su precedente.