Entrar al atardecer en la mezquita de Al-Azhar en el centro del Cairo Islámico, es una de las pocas cosas que pueden compensar la colosal horterada en que se convierte un viaje a Egipto en Agosto. La mayoría de templos y monumentos faraónicos, infectados por la pandemia turística se convierten en decorados de cartón piedra para consumo masivo de muchos españoles. Bajo los 50º ( Luxor alcanza las más altas temperaturas de las capitales mundiales en Agosto), los vestigios de la civilización que hace 5.000 años nació en las márgenes del Nilo se prostituyen en souvenir para los curro-clones de gorro, gafa y cámara digital incontinente, vomitados por gigantescos autobuses. Las hordas – ahora españolas- , desembarcan ávidas de esa realidad paralela empaquetada que contiene el programa turístico, dispuestas a chapurrear inglis pinkinglis, a identificar arquetipos, a desparramar moneda europea como propina o a regatear torpemente la libra local. Muchos no se cuestionan qué es realidad y qué prefabricada caricatura para turistas, consumen, consumen en grupo y absorben ruidosamente lo que se les escenifica para poner una cruz de seguimiento en todas las actividades previstas que han cumplido a rajatabla.
La apoteosis de la horteridad culmina en el crucero, verdadera cárcel donde polimorfos grupos de gente, apriori incompatible, convive exhaustivamente en un universo de horarios para el buffet, excursiones-robo, madrugones inhumanos y piscinas en cubierta como abrevaderos de patos, bajo el tutelaje implacablemente interesado del guía – a mayor dependencia de él y la agencia, más excursiones contratadas y mayor propina-.
No puede haber viaje sin individualidad, sin descubrimiento, sin riesgo, sorpresa y cierta mimetización con el entorno. Un viaje organizado, una ruta planificada y concebida por otro, es la antítesis de viajar. Hay quien dice que la diferencia entre un turista y un viajero es que éste último no tiene billete de vuelta; sin ser tan exigente creo que se puede ser viajero a condición de llevar un itinerario más o menos abierto, que adquiera vida propia a través de la confluencia entre el lugar y las circunstancias y personas que el viajero encuentra en el camino; ser viajero, que no turista, supondría ir sólo con billetes de ida y vuelta, haber leído lo suficiente sobre el destino, sustituir confort por descubrimiento y pretender rastrear con humilde y expectante curiosidad individual la realidad cotidiana de un lugar y no sólo sus iconos caracteriales.
Pero ciertamente hay maravillas en Egipto que compensan masificación, temperaturas y vulgarización. Una es el misterioso e impenetrable Valle de los Reyes, que conserva su misterio esquivo entre las tumbas en las escarpadas montañas, otro, como decía, es la mezquita de Al- Azhar, la universidad más antigua del mundo, junto al bullicioso bazar-mercado de Al-khalili. Sentarse en su patio de mármol al atardecer permite observar a hombres y mujeres que obedecen la llamada a la oración y entran en sus receptáculos separados tras cruzar el patio de mármol irisado por el sol menguante. Sus tres minaretes se elevan fastuosos, los altavoces invitan. Las mujeres entran en su recinto separado del resto por una reja de madera y antes de postrarse hablan, ríen, es su lugar de convivencia. Los niños por todas partes juegan sentados y me observan divertidos, es evidente que soy extranjera. Cuando comienza la oración me inclino a rezar junto a ellas, me miran con complicidad, entienden que no soy musulmana, algunas me sonríen. Una chica joven se me acerca, me incluye en la fila que han formado, me indica como colocar los pies, con los dedos meñiques unidos a los de las mujeres que están a mi lado; cariñosamente me señala el pelo, mal tapado con un foulard de cuello. Mientras oramos haciendo las tres genuflexiones, la voz del imán resuena melancólica y poderosa; a través de la reja vemos la piedra santa orientada a la meca. El sentimiento de unión y confraternidad es muy potente; la alineación simétrica de los cuerpos, su gestualidad sincrónica, la cercanía de pies, manos, suelo, voz, alma…
Cuando terminamos de rezar la chica me sonríe, me pregunta en un inglés precario “¿eres musulmana?” Le respondo “Cristiana”. Ella me coge la mano y me mira sonriente, me acerca a sus hijos que apenas andan, reímos con una extraña y clara sensación de amistad; antes de marchar ella me dice “I love you”. Nada podía ser más esperanzador pocos días después del terrible atentado de Sharm el Sheik. Habíamos hecho realidad la Alianza de Civilizaciones, el espíritu y el mensaje de encuentro y respeto que representa, la única vía realista a un mundo en paz.