Tim Burton deforma el mundo real a sus anchas en Charlie y la fábrica de chocolate, visión personalísima del cuento homónimo de Roald Dahl sobre la experiencia de un niño que tiene la oportunidad de conocer al fabricante de chocolate más excéntrico y genial del mundo, Willy Wonka.
Experiencia gratificante para los sentidos, fábula moral con mensaje, aglutinadora de las obsesiones burtonianas más referenciales y festivo entretenimiento infantil, la última película de Tim Burton hace del cine para niños una delicia caramelizada pero en ningún caso empalagosa erigiéndose como buque insignia de los valores morales considerados “buenos” por excelencia (respeto, tolerancia, educación, solidaridad).
Aunque hablar sobre Tim Burton podría dar lugar a una tesis doctoral y el tiempo (más que espacio, de eso tengo bastante) del que ahora dispongo se cuenta en minutos antes que en días, dos cuestiones fundamentales sobre la trayectoria de este singular cineasta nacido en Burbank, California, no deben caer en saco roto: la primera, a nivel temático, tiene que ver con el trastorno, perturbación o simplemente fijación por las relaciones paterno-filiales, habida cuenta de los problemas que Burton tuvo con sus ya fallecidos progenitores. Pero esa es otra historia. Si el Burton de Big Fish observaba la figura paterna como una persona extraña, inabarcable, el Burton de Charlie y la fábrica de chocolate trasluce esa obsesión en el marco de la educación represiva y sus consecuencias, criticando con acidez y grandes dosis de humor la mala influencia que un padre puede ejercer sobre su hijo, algo que suele ser motivo de traumas perpetuos y dificultades de sociabilidad muy duraderas.
Willy Wonka (Johnny Depp) es un genio de los dulces, un visionario en la tecnología para fabricar todo tipo de golosinas, pero también es un hombre sin familia (a excepción de los diminutos Oompa-Loompas que trabajan en su inmensa fábrica), arrinconado en unos estrechos márgenes afectivos por los azarosos recuerdos de su padre (Christopher Lee), un dentista riguroso y castigador que no le permitía tomar dulces (de hecho, en el primer recuerdo que evoca Willy, quema la cesta de caramelos que su hijo se acaba de ganar en Halloween) y le obliga a lucir un aparatoso entramado de cables a modo de abusiva ortodoncia (que también sirve para que Burton juegue con la deformación y la exageración).
Por otro lado, desde sus orígenes en el cortometraje de animación, Tim Burton siempre ha demostrado poseer una imaginación desbordante en todo lo que hace, y no en vano sus creaciones más conocidas son las que mejor ensayan ese mundo de fantasía en el cine: Pesadilla antes de Navidad (que no dirigió), Eduardo Manostijeras, Big Fish, James y el melocotón gigante (adaptación de Roald Dahl en la que sólo actúa como productor), Sleepy Hollow, Mars Attacks!, Batman vuelve o Ed Wood son producto de esa inamovible percepción dislocada del espacio, claustrofóbico y expresionista (Batman), sinuoso y sombrío (Sleepy Hollow), coloreado con una paleta inesperada y absurda (Mars Attacks!) o sencillamente burtoniano, aliándose con diferentes estilos dentro de una misma mirada (sus dos mejores creaciones, Big Fish y Charlie y la fábrica de chocolate reúnen todos esos elementos en una visión algo más conciliadora pero también lastimera, terrorífica por momentos).
Y es precisamente esta última aproximación al género fantástico la más burtoniana, aunque esta opinión pueda desencantar a algunos de sus fans (cf. el interior de la fábrica de Wonka, con sus serpenteantes curvas de caramelo, representa un universo dado a mutaciones y equívocos, a un hombre con una inexistente capacidad de decisión o actuación; la sala de la tele, con ese homenaje al primer capítulo de 2001, completamente blanca, contrasta con el vestuario de Wonka, todo extravagancia; el ascensor que marcha en todas direcciones también es una idea con el sello de Burton, pues permite moverse por un mundo de fantasía sin detenerse en ningún lugar especial; la pequeña casa en la que habita Charlie (Freddie Highmore) que también contrasta con los adosados a su alrededor, no es sino una prolongación de los espacios de Pesadilla antes de Navidad; la sala de las ardillas, evocando la no menos recurrente espiral…).
La crítica desenfadada se extiende también a los niños que acompañan a Charlie, el protagonista, en su viaje por la fábrica de chocolate: uno no para de comer, otro se pasa el día diciendo a los demás lo que deben hacer y dos niñas se pelean en sus ansias por ganar el gran premio con más testarudez y malas formas que los críos de El pueblo de los malditos (estos eran, al menos, respetuosos entre ellos).
Pero Charlie y la fábrica de chocolate es ante todo la adaptación de un cuento infantil con un caluroso final que merece la pena contemplarse unas cuantas veces, en la inmensidad de sus encuadres y el preciosismo de ángulos y formas, visión que dejará boquiabierto a más de uno.