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Una sola tarde más o la paz y la riqueza

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Naciste, quizá, en la mejor época de la historia, y en el mejor país de la historia, para ser un simple proletario. Una época, y un país, en el que casi todos gozaban de paz y muchos de riqueza.

Te proporcionaron la mejor educación, entre otras cosas, porque tus padres se negaron parte de su paz y su riqueza. Y porque coincidiste, qué suerte con los mejores maestros, cuando aun no eran tachados de “funcionarios”. Incluso, increíblemente, llegaste a la Universidad, por primera vez en la larga, larguísima, y laboriosa vida de tu familia.

Te dieron todo lo que fue posible: salud, educación, abrigo, a veces justicia, quizá cariño. Y te hicieron creer, más bien tú llegaste a creer, que lo merecías todo, que todo te era debido por el simple hecho de nacer en un país que goza de relativa riqueza y seguridad.

Quizá te hicieron creer, a ti, que eras un privilegiado, que los menos afortunados eran como ratones desorientados que vagan sin rumbo en busca de sus quesos. Quizá, si no fuiste privilegiado, te hicieron creer, o tú decidiste creer, que los afortunados no merecían su suerte, y que te la habían robado a ti, que eres mucho mejor.

Así, en el primer caso, te dedicaste a donar dinero a organizaciones humanitarias (dejándotelo robar sin arrobo) o a programas de ayuda al desarrollo para ayudar a los pobres ratones a llegar hasta sus quesos eludiendo las ratoneras.

O, tal vez, en el segundo caso, te dedicaste a salir a la calle, para reclamar tu cuota debida de bienestar, tus derechos fundamentales a que te paguen tus paisanos, por el simple hecho de ser tus paisanos.

En cualquier caso, como el que más y el que menos, trabajaste o “chupaste del bote”, es decir, te dejaste tomar el pelo o trataste de tomarle el pelo a los demás; votaste o dejaste de hacerlo, pero nunca votaste con los pies, porque nunca te marchaste y te dejaste robar sin rubor y a manos llenas; tuviste familia porque hay que tenerla, lo hace todo el mundo, o viviste solo, porque, en realidad, nunca fuiste lo bastante fuerte para tener familia.

Ciertamente, nunca te diste por vencido, porque uno no puede darse por vencido; pero nunca llegaste a tiempo. Y, en el camino, te dedicaste a la indiferencia, a pasar de puntillas por la vida, o bien a la ira continua porque le mundo está lleno de gente con ojos que no es como tú crees que debiera ser.

Creíste todo lo que te enseñaron, incluso cuando aprendiste que no hay que creer en todo lo que te enseñan. Y te dejaste distraer por la vida, con independentismos absurdos, revoluciones de rastas y homeopatías, atracos simulados, rescates fraudulentos, videos amañados de concejalas, reporteras guapas y despistadas, continuos juicios y sentencias en las portadas del periódico…, y por toda clase de síntomas que nunca dejaron de ocultar la enfermedad.

Tal vez nunca participas en nada; te dedicas solo “a la familia” o “a los amigos”, que es lo importante; o tal vez te apuntas a todo, desde acampadas en las plazas a concentraciones en las puertas de no sé dónde para insultar a no sé quién.

Y, de joven, la culpa fue de tus padres, que no supieron comprender una personalidad tan especial como la tuya. Más adelante, la culpa es del gobierno, que maltrata a los de tu clase y se comporta como lacayo a las órdenes de entidades mundiales abstractas, satánicas y, sobre todo, neoliberales.

Años después,  el problema está en el inepto de tu jefe, que no sabe nada del trabajo que haces, porque ha conseguido su puesto por enchufe o porque ha heredado la empresa de su padre.

Más tarde, los culpables son tus hijos, o tus hermanos, o tus amigos, que poco a poco van dejando de llamarte. No importa que tú tampoco los llames, tú sí que estás verdaderamente ocupado, pero te acuerdas de verdad de ellos y los aprecias verdaderamente; no como ellos.

Y, siempre, durante todo el camino, el problema continúa siendo el gobierno, que elimina ayudas que podían interesarme, o el nuevo jefe que ha resultado ser mucho peor que el anterior, o la familia que ya no quiere cuidar de nosotros cuando nos hacemos mayores.

Y, después de todo,  llega el final de tu vida y caes en la cuenta de que te has dejado tomar el pelo: ni viviste a tu manera ni participaste en la revolución. Sin embargo, darías un gran pedazo de tu vida, de esa que no has vivido, por pasar una tarde más, solo una tarde, al lado de tu madre.


Cuenta F. Kafka que, un día determinado, un día cualquiera, un campesino se presentó ante las puertas de la ley. Pero, ante las puertas de la ley, oh sorpresa, había un guardián.

El campesino solicitó al guardia que le permitiera la entrada; pero éste se negó, aunque dejó escapar un “Es posible”, como respuesta la pregunta de si podría entrar más tarde.

La puerta de la ley estaba abierta,  “como de costumbre”, y cuando el guardián se apartaba, el campesino se inclinaba e intentaba ver lo que había en el interior. El guardián se reía de él y le retaba a entrar a pesar de la prohibición. Pero, si lo hacía, el campesino debía atenerse a las consecuencias, puesto que, en el interior, existían más guardianes y mucho más poderosos.

El campesino quedó extrañado de tantas dificultades; pero el aspecto imponente del guardián le convenció de que era mejor esperar. Y, así, sentado a la puerta de la ley, el campesino esperó días, semanas, meses y años. Y, a lo largo de ese tiempo, llegó a conocer al guardián, aunque nunca intimaron. De todos modos, el campesino se quejó amargamente en todo momento y en ningún instante dejó de suplicar.

El paisano lo intentó todo y, poco a poco, dio todo lo que tenía al guardián, con la esperanza de, a cambio, poder cruzar la puerta. El guardián aceptó todos los regalos, pero nunca le dejó entrar.

A base de observar al guardián, el campesino llegó a la conclusión de que era el único obstáculo que lo separaba de la ley. Y maldecía su suerte, primero en voz alta y, poco a poco, en voz cada vez más apagada.

Hasta que esta voz se apagó del todo y, finalmente, cuando ya había perdido la visita y sentía que le quedaba poco de vida, el campesino preguntó al guardián:

“—Todos se esfuerzan por llegar a la ley; ¿cómo se explica, entonces, que a lo largo de tantos años solo yo haya intentado entrar?”

El guardián comprendió que el campesino iba a morir, por lo que, para asegurase de que oiría sus palabras,  respondió con voz atronadora:

“—Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.

Una sola tarde más o la paz y la riqueza

Felipe Muñoz
martes, 11 de septiembre de 2012, 07:11 h (CET)
Naciste, quizá, en la mejor época de la historia, y en el mejor país de la historia, para ser un simple proletario. Una época, y un país, en el que casi todos gozaban de paz y muchos de riqueza.

Te proporcionaron la mejor educación, entre otras cosas, porque tus padres se negaron parte de su paz y su riqueza. Y porque coincidiste, qué suerte con los mejores maestros, cuando aun no eran tachados de “funcionarios”. Incluso, increíblemente, llegaste a la Universidad, por primera vez en la larga, larguísima, y laboriosa vida de tu familia.

Te dieron todo lo que fue posible: salud, educación, abrigo, a veces justicia, quizá cariño. Y te hicieron creer, más bien tú llegaste a creer, que lo merecías todo, que todo te era debido por el simple hecho de nacer en un país que goza de relativa riqueza y seguridad.

Quizá te hicieron creer, a ti, que eras un privilegiado, que los menos afortunados eran como ratones desorientados que vagan sin rumbo en busca de sus quesos. Quizá, si no fuiste privilegiado, te hicieron creer, o tú decidiste creer, que los afortunados no merecían su suerte, y que te la habían robado a ti, que eres mucho mejor.

Así, en el primer caso, te dedicaste a donar dinero a organizaciones humanitarias (dejándotelo robar sin arrobo) o a programas de ayuda al desarrollo para ayudar a los pobres ratones a llegar hasta sus quesos eludiendo las ratoneras.

O, tal vez, en el segundo caso, te dedicaste a salir a la calle, para reclamar tu cuota debida de bienestar, tus derechos fundamentales a que te paguen tus paisanos, por el simple hecho de ser tus paisanos.

En cualquier caso, como el que más y el que menos, trabajaste o “chupaste del bote”, es decir, te dejaste tomar el pelo o trataste de tomarle el pelo a los demás; votaste o dejaste de hacerlo, pero nunca votaste con los pies, porque nunca te marchaste y te dejaste robar sin rubor y a manos llenas; tuviste familia porque hay que tenerla, lo hace todo el mundo, o viviste solo, porque, en realidad, nunca fuiste lo bastante fuerte para tener familia.

Ciertamente, nunca te diste por vencido, porque uno no puede darse por vencido; pero nunca llegaste a tiempo. Y, en el camino, te dedicaste a la indiferencia, a pasar de puntillas por la vida, o bien a la ira continua porque le mundo está lleno de gente con ojos que no es como tú crees que debiera ser.

Creíste todo lo que te enseñaron, incluso cuando aprendiste que no hay que creer en todo lo que te enseñan. Y te dejaste distraer por la vida, con independentismos absurdos, revoluciones de rastas y homeopatías, atracos simulados, rescates fraudulentos, videos amañados de concejalas, reporteras guapas y despistadas, continuos juicios y sentencias en las portadas del periódico…, y por toda clase de síntomas que nunca dejaron de ocultar la enfermedad.

Tal vez nunca participas en nada; te dedicas solo “a la familia” o “a los amigos”, que es lo importante; o tal vez te apuntas a todo, desde acampadas en las plazas a concentraciones en las puertas de no sé dónde para insultar a no sé quién.

Y, de joven, la culpa fue de tus padres, que no supieron comprender una personalidad tan especial como la tuya. Más adelante, la culpa es del gobierno, que maltrata a los de tu clase y se comporta como lacayo a las órdenes de entidades mundiales abstractas, satánicas y, sobre todo, neoliberales.

Años después,  el problema está en el inepto de tu jefe, que no sabe nada del trabajo que haces, porque ha conseguido su puesto por enchufe o porque ha heredado la empresa de su padre.

Más tarde, los culpables son tus hijos, o tus hermanos, o tus amigos, que poco a poco van dejando de llamarte. No importa que tú tampoco los llames, tú sí que estás verdaderamente ocupado, pero te acuerdas de verdad de ellos y los aprecias verdaderamente; no como ellos.

Y, siempre, durante todo el camino, el problema continúa siendo el gobierno, que elimina ayudas que podían interesarme, o el nuevo jefe que ha resultado ser mucho peor que el anterior, o la familia que ya no quiere cuidar de nosotros cuando nos hacemos mayores.

Y, después de todo,  llega el final de tu vida y caes en la cuenta de que te has dejado tomar el pelo: ni viviste a tu manera ni participaste en la revolución. Sin embargo, darías un gran pedazo de tu vida, de esa que no has vivido, por pasar una tarde más, solo una tarde, al lado de tu madre.


Cuenta F. Kafka que, un día determinado, un día cualquiera, un campesino se presentó ante las puertas de la ley. Pero, ante las puertas de la ley, oh sorpresa, había un guardián.

El campesino solicitó al guardia que le permitiera la entrada; pero éste se negó, aunque dejó escapar un “Es posible”, como respuesta la pregunta de si podría entrar más tarde.

La puerta de la ley estaba abierta,  “como de costumbre”, y cuando el guardián se apartaba, el campesino se inclinaba e intentaba ver lo que había en el interior. El guardián se reía de él y le retaba a entrar a pesar de la prohibición. Pero, si lo hacía, el campesino debía atenerse a las consecuencias, puesto que, en el interior, existían más guardianes y mucho más poderosos.

El campesino quedó extrañado de tantas dificultades; pero el aspecto imponente del guardián le convenció de que era mejor esperar. Y, así, sentado a la puerta de la ley, el campesino esperó días, semanas, meses y años. Y, a lo largo de ese tiempo, llegó a conocer al guardián, aunque nunca intimaron. De todos modos, el campesino se quejó amargamente en todo momento y en ningún instante dejó de suplicar.

El paisano lo intentó todo y, poco a poco, dio todo lo que tenía al guardián, con la esperanza de, a cambio, poder cruzar la puerta. El guardián aceptó todos los regalos, pero nunca le dejó entrar.

A base de observar al guardián, el campesino llegó a la conclusión de que era el único obstáculo que lo separaba de la ley. Y maldecía su suerte, primero en voz alta y, poco a poco, en voz cada vez más apagada.

Hasta que esta voz se apagó del todo y, finalmente, cuando ya había perdido la visita y sentía que le quedaba poco de vida, el campesino preguntó al guardián:

“—Todos se esfuerzan por llegar a la ley; ¿cómo se explica, entonces, que a lo largo de tantos años solo yo haya intentado entrar?”

El guardián comprendió que el campesino iba a morir, por lo que, para asegurase de que oiría sus palabras,  respondió con voz atronadora:

“—Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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