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La memoria y la experiencia son los más enconados enemigos para aceptar las realidades nuevas

Cualquier tiempo pasado fue mejor

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No tengo la edad suficiente para haber vivido la Guerra Civil, pero sí para que me rozaran los últimos coletazos de la larga posguerra que vivió España. Cuando murió Franco estaba por cumplir los 20 años, pero ya estaba casado, tenía un hijo y había participado –y aún lo hacía- en lo que creía era un esfuerzo colectivo para traer la democracia a España. Tiempos de ingenuidad y rebeldía aquéllos, una mezcla particularmente explosiva. En realidad, en lo personal no me iba nada mal: vivía bien, podía hacer lo que me gustaba, el trabajo sobraba y estaba bien pagado, el país crecía a un ritmo vertiginoso y hasta buena parte de la población se afanaba en la conquista de una segunda vivienda en el pueblecito, en la playa o en la sierra.

Nunca he militado en ningún partido y, por mi tendencia natural a la literatura y a degustar los sabores agridulces de la Historia, jamás me he sentido próximo a ninguna tendencia política existente, siendo para mí todas ellas confesiones anacrónicas que tienen mucho de liturgia, de iglesias o de religiones. No las distingo demasiado, ni en sus credos ni en sus realidades. Por esto siempre preferí la independencia absoluta de pensamiento, el poder aliarme u opositar a éste o a aquél indistintamente, o al mismo en según qué cosas. El caso es que, a pesar de todo esto, entonces creí en el esfuerzo colectivo y creí en la democracia, pero sobre todo creí en mi país y sus gentes, que el país eran las gentes, que el país lo éramos todos, y por eso me jugué mi bienestar y mi continuo progreso, incluso echándome a la calle aquel día de la incipiente democracia en que algunos pretendieron un revival de la Dictadura de Primo de Rivera, un 23F, mientras militantes y vehementes partidarios se escondían en conejeras y quemaban carnés de partidos, a la espera de lo que pudiera pasar.

Hoy, todo lo que pasa con mi país me parece cosa de locos. Quienes defendieron con vehemencia a aquel Franco y quienes le combatieron, hoy le denostan y reniegan de él en exactamente la misma medida; pero si aquel Franco hubiera puesto en planta la mitad de las leyes o la mitad de los recortes que están llevando a cabo antiguos adeptos o añejos opositores, seguro que se arma la de Dios es Cristo y multitudes hubieran jaleado un baño de sangre como única solución posible. Quienes tenemos edad suficiente para haber vivido aquello en primera persona, tenemos serios problemas para creer que estamos hoy despiertos, porque los mismos que defendieron una cosa hoy se empeñen en lo contrario.

Conozco a líderes de las gloriosas izquierdas cuyas fotografías de juventud hoy circulan por internet, y en ellas se les puede ver con el brazo en alto en violentas manifestaciones de defensa del Régimen; y conozco a líderes de la derechona arquetípica que lamían las botas del dictador y que juraban los Principios Fundamentales del Régimen, que hoy defienden libertades que en sus años mozos serían espantosos sacrilegios. ¡Qué vueltas da el mundo, Señor, Señor!... Y, sin embargo, a pesar de los derechos de reunión y manifestación supuestamente conquistados, a pesar de la pertenencia de España a Europa o de los cacareados progresos de la democracia, nunca hubo más opresión y menos certidumbre para la población en España. No es ninguna clase de añoranza, ni siquiera es misoneísmo, sino la misma capacidad de analizar los sucesos desde la absoluta independencia de criterios. Si en las manifestaciones contra el Régimen, ya fueran de trabajadores o estudiantes, los antidisturbios se empleaban entones con inusitada crueldad, hoy no sucede otra cosa, aunque la sociedad se haya democratizado; y si entonces había cada tanto algún o algunos muertos por cuestiones políticas, hoy la mortandad por causas democráticas –los recortes de esta crisis inventada, las pérdidas de derechos o la desesperación que produce la carencia de credos y la cosificación de la personas- es ingentemente mayor y tenebrosamente más silenciosa. Ni siquiera se atreven los mass-media del sistema democrático a dar las cifras de suicidios o de crímenes producidos por todo esto, que son los asesinatos del régimen actual, porque son sencillamente son guarismos escandalosos, mucho más altos que los de los muertos producidos por la dictadura.

No voy a entrar en qué hubiera sucedido si hubiera ganado la Guerra Civil el otro bando, porque la dictadura que hubiéramos tenido en tal caso y sus consecuencias son sobradamente supuestas por parte de quien está lo bastante informado. A lo que voy, es a la realidad en crudo como análisis de los progresos habidos, no como ensalzamiento de esto sobre aquello y viceversa, sino porque conocer cuál ha sido la evolución es lo que nos dará la medida de si vamos en camino correcto o no. Veamos. ¿Hay más trabajo ahora?...: rotundamente, no. ¿Hay más expectativas de futuro para quienes se esfuerzan?...: absolutamente, no. ¿Hay menos corrupción?...: determinantemente, no. Permítanme en este sentido hacer un paréntesis e invitarles a las hemerotecas del momento, de aquel ya lejano momento, y citarles que era un escándalo que tal o cuál marquesito se llevara a Suiza unos milloncetes de pesetas, para que lo comparen con este hoy en que en Suiza tienen problemas para que les quepan los miles de millones de euros escamoteados, frecuentemente por parientes de quienes están en lo más alto del poder, sean de derechas o de izquierdas, y, que curiosamente, al hacker que se coló en los sistemas bancarios suizos y ha dado nombres y apellidos le han detenido por criminal y le van a extraditar a España, y para quienes sisaron la pasta al Estado les han hecho una ley ad hoc (debería ser a la coz) para que blanqueen sus dineros sin responsabilidades penales. En fin, sigamos. ¿Hay más derechos?...: para hablar y que no sirva de nada, sí; pero de los que valen, por ejemplo para los trabajadores, no. ¿Es la gente más feliz?...: si nos referimos a si puede despendolarse más, sí; pero si nos referimos a esa felicidad que hace sentir la vida como coherente y tener sentido, no, o de otro modo no habría tantos suicidios. ¿Hay un mejor sistema educativo?...: si nos referimos a si los colegios tienen más medios y la Educación más recursos, sí, aunque ya va de regreso a la carestía; pero si nos referimos al fracaso escolar y a la esclavitud de los padres a gastar en inútiles libracos, no. ¿Somos más libres como país?...: decididamente, no; es más, ni siquiera somos ya sino un cortijo de intereses ajenos. ¿Tenemos estabilidad social, económica o laboral?...: no, ninguna.

¿Somos siquiera un país?...: no. En aquel entonces, un país eran sus ciudadanos, y tanto los partidarios del régimen como sus detractores tenían en la población su santuario. Unos y otros procuraban el mayor bien y estabilidad para ellos, El país, en fin, eran sus gentes, y para procurar este bien se intentaban asegurar los medios necesarios, ya fueran industriales, económicos o aún militares. En todas estas áreas, hoy somos subsidiarios y la gente no importa. Hemos sido sistemáticamente desindustrializados, se ha transformado la economía productiva en especulativa para beneficio de los tiburones internacionales y se está gestando la desaparición formal del país como tal. El país y sus legislaciones, hoy, son sólo para multinacionales, para intereses de logia o para depredadores desconocidos a quienes se les obsequia los aspectos públicos y estratégicos que garantizan la independencia de España (agua, trenes, seguridad, minería, etc.). Sencillamente no somos un país, sino una franquicia de algunos sabemos quién, facultada por todos sabemos quiénes.

El mundo ha cambiado enormemente para seguir exactamente en lo mismo, sólo que ahora a los dictadores se les elige de entre un limitadísimo elenco de candidatos cada cuatro años. Los asesinatos siguen produciéndose igual o en mayor número, pero sin ideología ahora y sin hacer ruido: son crímenes pasionales, de otro tipo o los suicidios de la desesperación. Es más, nos hemos acostumbrado de tal modo a la muerte de otros y al horror de la miseria de otros que ya lo vemos como la cosa más natural del mundo, porque hemos aprendido que el mundo comienza en nuestro ombligo y termina en nuestro culo. Todo lo demás es extraño o extranjero, y ya no hay causas justas por las que vivir, luchar o incluso morir, prefiriendo muchos, muchísimos, jugarse sus vidas (que a tantos hoy les parecen inútiles) en deportes de riesgo o en aventuras narcóticas. La ideología que sostenía al hombre en su verticalidad, imprescindible para soportar lo difícil cuando llegan las horas amargas que tienen todos los relojes, se han diluido en la nada. El hombre, ya, es sólo su coyuntural circunstancia y se encuentra solo ante sí mismo.

Quien no tiene una recia armazón moral, ética e ideológica (incluidas las fes), no es más que hojarasca a merced del viento. Algunas veces, cuando desde los medios o desde los voceros del sistema, que son los opinadores profesionales que procuran conducir el sentir del pueblo, escucho hablar de las bondades de la democracia, me pregunto si quiénes los oyentes tienen capacidad de discernimiento o si estos mismos voceros tienen conciencia del daño que están haciendo. Y esto es grave, pero no tanto como todos esos líderes políticos que hoy son la antítesis de su tesis de ayer, pudiendo comprobarse en hemerotecas cómo han dado vuelta a sus palabras y a sus credos, pasando de cristianos a anticristianos o de hijos de la luz a la de las tinieblas o de defensores de la vida a promotores del sacrificio de los más inocentes (aborto) o de la eugenesia nazi, y cómo quienes extendieron el brazo o fueron flechas (líderes de izquierda) hoy cierran el puño y fundan juventudes izquierdistas. No es perplejidad lo que produce esto, sino una inenarrable tristeza y una decepción colosal, porque evidencia que el objeto de todos ellos es nada más que engañar a los ciudadanos que los ensalzan para salvarse a sí mismos. En realidad, no se están salvando, sino condenando, porque, como dijo aquel sabio sufí, nada es para siempre. Al final, cada uno debe soportar su propia imagen en el espejo y poco importa lo bien o lo cara que sea su ropa, porque ha de hacerlo desnudo y la imagen que le devolverá el espejo no puede ser más atroz. ¿Evolución?..., tal vez, pero hacia los infiernos.

El hombre, así, ha ido transmutándose en un ser invertebrado, sin un esqueleto de creencias e ideologías, sin más aspiraciones que la carne sola y salada o quién sabe si nada más que con la de un pasar sin pena ni gloria. El hombre vertebrado tiene principios, tiene aspiraciones, tiene credos, tiene fe, y defiende aquello que es justo incluso en tiempos injustos, e hidalguía suficiente para admitir que como mortal se ha equivocado. Y nos hemos equivocado todos. Creímos que esto, que la democracia, que el bienestar, que el salvarse uno era lo bueno, y nos engañaron y nos engañamos. Sin apasionamientos, con la frialdad del análisis, si nos atreviéramos a mirar la Historia de dónde provenimos, no mucho, sólo unas cuántas páginas, tal vez no tendríamos más remedio que admitir que, como dijo Jorge Manrique, “cualquier tiempo pasado fue mejor.”

Cualquier tiempo pasado fue mejor

La memoria y la experiencia son los más enconados enemigos para aceptar las realidades nuevas
Ángel Ruiz Cediel
miércoles, 8 de agosto de 2012, 15:17 h (CET)
No tengo la edad suficiente para haber vivido la Guerra Civil, pero sí para que me rozaran los últimos coletazos de la larga posguerra que vivió España. Cuando murió Franco estaba por cumplir los 20 años, pero ya estaba casado, tenía un hijo y había participado –y aún lo hacía- en lo que creía era un esfuerzo colectivo para traer la democracia a España. Tiempos de ingenuidad y rebeldía aquéllos, una mezcla particularmente explosiva. En realidad, en lo personal no me iba nada mal: vivía bien, podía hacer lo que me gustaba, el trabajo sobraba y estaba bien pagado, el país crecía a un ritmo vertiginoso y hasta buena parte de la población se afanaba en la conquista de una segunda vivienda en el pueblecito, en la playa o en la sierra.

Nunca he militado en ningún partido y, por mi tendencia natural a la literatura y a degustar los sabores agridulces de la Historia, jamás me he sentido próximo a ninguna tendencia política existente, siendo para mí todas ellas confesiones anacrónicas que tienen mucho de liturgia, de iglesias o de religiones. No las distingo demasiado, ni en sus credos ni en sus realidades. Por esto siempre preferí la independencia absoluta de pensamiento, el poder aliarme u opositar a éste o a aquél indistintamente, o al mismo en según qué cosas. El caso es que, a pesar de todo esto, entonces creí en el esfuerzo colectivo y creí en la democracia, pero sobre todo creí en mi país y sus gentes, que el país eran las gentes, que el país lo éramos todos, y por eso me jugué mi bienestar y mi continuo progreso, incluso echándome a la calle aquel día de la incipiente democracia en que algunos pretendieron un revival de la Dictadura de Primo de Rivera, un 23F, mientras militantes y vehementes partidarios se escondían en conejeras y quemaban carnés de partidos, a la espera de lo que pudiera pasar.

Hoy, todo lo que pasa con mi país me parece cosa de locos. Quienes defendieron con vehemencia a aquel Franco y quienes le combatieron, hoy le denostan y reniegan de él en exactamente la misma medida; pero si aquel Franco hubiera puesto en planta la mitad de las leyes o la mitad de los recortes que están llevando a cabo antiguos adeptos o añejos opositores, seguro que se arma la de Dios es Cristo y multitudes hubieran jaleado un baño de sangre como única solución posible. Quienes tenemos edad suficiente para haber vivido aquello en primera persona, tenemos serios problemas para creer que estamos hoy despiertos, porque los mismos que defendieron una cosa hoy se empeñen en lo contrario.

Conozco a líderes de las gloriosas izquierdas cuyas fotografías de juventud hoy circulan por internet, y en ellas se les puede ver con el brazo en alto en violentas manifestaciones de defensa del Régimen; y conozco a líderes de la derechona arquetípica que lamían las botas del dictador y que juraban los Principios Fundamentales del Régimen, que hoy defienden libertades que en sus años mozos serían espantosos sacrilegios. ¡Qué vueltas da el mundo, Señor, Señor!... Y, sin embargo, a pesar de los derechos de reunión y manifestación supuestamente conquistados, a pesar de la pertenencia de España a Europa o de los cacareados progresos de la democracia, nunca hubo más opresión y menos certidumbre para la población en España. No es ninguna clase de añoranza, ni siquiera es misoneísmo, sino la misma capacidad de analizar los sucesos desde la absoluta independencia de criterios. Si en las manifestaciones contra el Régimen, ya fueran de trabajadores o estudiantes, los antidisturbios se empleaban entones con inusitada crueldad, hoy no sucede otra cosa, aunque la sociedad se haya democratizado; y si entonces había cada tanto algún o algunos muertos por cuestiones políticas, hoy la mortandad por causas democráticas –los recortes de esta crisis inventada, las pérdidas de derechos o la desesperación que produce la carencia de credos y la cosificación de la personas- es ingentemente mayor y tenebrosamente más silenciosa. Ni siquiera se atreven los mass-media del sistema democrático a dar las cifras de suicidios o de crímenes producidos por todo esto, que son los asesinatos del régimen actual, porque son sencillamente son guarismos escandalosos, mucho más altos que los de los muertos producidos por la dictadura.

No voy a entrar en qué hubiera sucedido si hubiera ganado la Guerra Civil el otro bando, porque la dictadura que hubiéramos tenido en tal caso y sus consecuencias son sobradamente supuestas por parte de quien está lo bastante informado. A lo que voy, es a la realidad en crudo como análisis de los progresos habidos, no como ensalzamiento de esto sobre aquello y viceversa, sino porque conocer cuál ha sido la evolución es lo que nos dará la medida de si vamos en camino correcto o no. Veamos. ¿Hay más trabajo ahora?...: rotundamente, no. ¿Hay más expectativas de futuro para quienes se esfuerzan?...: absolutamente, no. ¿Hay menos corrupción?...: determinantemente, no. Permítanme en este sentido hacer un paréntesis e invitarles a las hemerotecas del momento, de aquel ya lejano momento, y citarles que era un escándalo que tal o cuál marquesito se llevara a Suiza unos milloncetes de pesetas, para que lo comparen con este hoy en que en Suiza tienen problemas para que les quepan los miles de millones de euros escamoteados, frecuentemente por parientes de quienes están en lo más alto del poder, sean de derechas o de izquierdas, y, que curiosamente, al hacker que se coló en los sistemas bancarios suizos y ha dado nombres y apellidos le han detenido por criminal y le van a extraditar a España, y para quienes sisaron la pasta al Estado les han hecho una ley ad hoc (debería ser a la coz) para que blanqueen sus dineros sin responsabilidades penales. En fin, sigamos. ¿Hay más derechos?...: para hablar y que no sirva de nada, sí; pero de los que valen, por ejemplo para los trabajadores, no. ¿Es la gente más feliz?...: si nos referimos a si puede despendolarse más, sí; pero si nos referimos a esa felicidad que hace sentir la vida como coherente y tener sentido, no, o de otro modo no habría tantos suicidios. ¿Hay un mejor sistema educativo?...: si nos referimos a si los colegios tienen más medios y la Educación más recursos, sí, aunque ya va de regreso a la carestía; pero si nos referimos al fracaso escolar y a la esclavitud de los padres a gastar en inútiles libracos, no. ¿Somos más libres como país?...: decididamente, no; es más, ni siquiera somos ya sino un cortijo de intereses ajenos. ¿Tenemos estabilidad social, económica o laboral?...: no, ninguna.

¿Somos siquiera un país?...: no. En aquel entonces, un país eran sus ciudadanos, y tanto los partidarios del régimen como sus detractores tenían en la población su santuario. Unos y otros procuraban el mayor bien y estabilidad para ellos, El país, en fin, eran sus gentes, y para procurar este bien se intentaban asegurar los medios necesarios, ya fueran industriales, económicos o aún militares. En todas estas áreas, hoy somos subsidiarios y la gente no importa. Hemos sido sistemáticamente desindustrializados, se ha transformado la economía productiva en especulativa para beneficio de los tiburones internacionales y se está gestando la desaparición formal del país como tal. El país y sus legislaciones, hoy, son sólo para multinacionales, para intereses de logia o para depredadores desconocidos a quienes se les obsequia los aspectos públicos y estratégicos que garantizan la independencia de España (agua, trenes, seguridad, minería, etc.). Sencillamente no somos un país, sino una franquicia de algunos sabemos quién, facultada por todos sabemos quiénes.

El mundo ha cambiado enormemente para seguir exactamente en lo mismo, sólo que ahora a los dictadores se les elige de entre un limitadísimo elenco de candidatos cada cuatro años. Los asesinatos siguen produciéndose igual o en mayor número, pero sin ideología ahora y sin hacer ruido: son crímenes pasionales, de otro tipo o los suicidios de la desesperación. Es más, nos hemos acostumbrado de tal modo a la muerte de otros y al horror de la miseria de otros que ya lo vemos como la cosa más natural del mundo, porque hemos aprendido que el mundo comienza en nuestro ombligo y termina en nuestro culo. Todo lo demás es extraño o extranjero, y ya no hay causas justas por las que vivir, luchar o incluso morir, prefiriendo muchos, muchísimos, jugarse sus vidas (que a tantos hoy les parecen inútiles) en deportes de riesgo o en aventuras narcóticas. La ideología que sostenía al hombre en su verticalidad, imprescindible para soportar lo difícil cuando llegan las horas amargas que tienen todos los relojes, se han diluido en la nada. El hombre, ya, es sólo su coyuntural circunstancia y se encuentra solo ante sí mismo.

Quien no tiene una recia armazón moral, ética e ideológica (incluidas las fes), no es más que hojarasca a merced del viento. Algunas veces, cuando desde los medios o desde los voceros del sistema, que son los opinadores profesionales que procuran conducir el sentir del pueblo, escucho hablar de las bondades de la democracia, me pregunto si quiénes los oyentes tienen capacidad de discernimiento o si estos mismos voceros tienen conciencia del daño que están haciendo. Y esto es grave, pero no tanto como todos esos líderes políticos que hoy son la antítesis de su tesis de ayer, pudiendo comprobarse en hemerotecas cómo han dado vuelta a sus palabras y a sus credos, pasando de cristianos a anticristianos o de hijos de la luz a la de las tinieblas o de defensores de la vida a promotores del sacrificio de los más inocentes (aborto) o de la eugenesia nazi, y cómo quienes extendieron el brazo o fueron flechas (líderes de izquierda) hoy cierran el puño y fundan juventudes izquierdistas. No es perplejidad lo que produce esto, sino una inenarrable tristeza y una decepción colosal, porque evidencia que el objeto de todos ellos es nada más que engañar a los ciudadanos que los ensalzan para salvarse a sí mismos. En realidad, no se están salvando, sino condenando, porque, como dijo aquel sabio sufí, nada es para siempre. Al final, cada uno debe soportar su propia imagen en el espejo y poco importa lo bien o lo cara que sea su ropa, porque ha de hacerlo desnudo y la imagen que le devolverá el espejo no puede ser más atroz. ¿Evolución?..., tal vez, pero hacia los infiernos.

El hombre, así, ha ido transmutándose en un ser invertebrado, sin un esqueleto de creencias e ideologías, sin más aspiraciones que la carne sola y salada o quién sabe si nada más que con la de un pasar sin pena ni gloria. El hombre vertebrado tiene principios, tiene aspiraciones, tiene credos, tiene fe, y defiende aquello que es justo incluso en tiempos injustos, e hidalguía suficiente para admitir que como mortal se ha equivocado. Y nos hemos equivocado todos. Creímos que esto, que la democracia, que el bienestar, que el salvarse uno era lo bueno, y nos engañaron y nos engañamos. Sin apasionamientos, con la frialdad del análisis, si nos atreviéramos a mirar la Historia de dónde provenimos, no mucho, sólo unas cuántas páginas, tal vez no tendríamos más remedio que admitir que, como dijo Jorge Manrique, “cualquier tiempo pasado fue mejor.”

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