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En estos días de verano y calor, permítanme regalarles este cuento

Vivalda ya tiene su flor

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A Vivalda la tenía su jardín. Hay quien sostiene que era el jardín más primoroso de toda la comarca; y lo dicen, seguramente, porque de veras lo sienten, pues ya no es tan hermosa como lo fuera ni tan cuerda como para tomarla en cuenta. Desde antes del amanecer y hasta más allá del último rayo del crepúsculo se la podía ver deambular por entre las más hermosas flores que daba cada estación, entre sus tres monstruos, los cuales seguían sus metódicas evoluciones con toda atención, persiguiéndola con la mirada o con el oído.

Sus guantes de jardinera, su mandilito blanco, sus botas de goma y su herramienta la sacaban de la cama, la pintaban una sonrisa cosmética de carmín encendido y abéñulas sobre el cielo de los ojos, y la ponían sobre la hierba verde, tras de arrastrar consigo a sus ya grandes monstruos y ponerlos entre las flores.

Todos sabían que estaba allí, mas nadie lo remediaba. Era el lujo, el dislate de una sociedad estable o, como suele decirse, la guinda que colma el pastel social, tan loquita, tan mansa, que era un gusto poderla saludar cuando pasaban levantando el sombrero o haciendo una seña con la mano. Pero nada más.

El único que charlaba con ella, muy de vez en cuando, era Bruno, el hombrecillo que habitaba solo la casa de enfrente, desde la cual la contemplaba con singular pleitesía. Ya estaba bien entrado en años, rechoncho y con el cabello algo emboscado. Cuarenta años, desde los diez, llevaba cumplidos queriéndola, pero sin atreverse nunca a declararse, pues era muy, pero muy tímido, y temía como nada un rechazo definitivo. Por eso mismo limitábase a admirarla en silencio, ya fuera desde la soledad tremenda de su despacho, ya desde la alambrada que dividía el jardín de Vivalda del resto del mundo. Y por eso, cuando joven, echose a la perdición de los libros, haciéndose científico tan listo, pero tanto, que hasta trabajaba para una compañía extranjera.

—Si trabaja tanto el jardín, Vivalda, la robará la hermosura y la hará su prisionera —le dijo un día el buen Bruno.

Ella, con ordenado indulgente desdén, salía del paso con un jicarazo muy lleno de cortesía, pues también sabía ella, e igualmente desde niña, que Bruno la pretendía; pero la molestaba que la siguieran las huellas, que la virilidad del hombre se arrastrara a sus plantas. Y, sin embargo, sabía que era cierto lo que decía. Ella, cuando había levantado su frente cansada de la hierba para enjugar el sudor con su pañuelo de hilo, había visto languidecer al otro lado de su ventana a Bruno, tras de los visillos, como un retrato impasible que contemplara el derrumbamiento de la más espectacular belleza de la región, la cual se fue desmoronando inexorablemente a medida que se dilataban y hermoseaban aquellos tremendos macizos florales. Ciertamente, de alguna forma, las flores robaban su belleza.

La obsesión de Vivalda era lograr una flor propia, diferente por completo de las demás, como si así pudiera satisfacer el tributo que la diera la libertad y escapara de esa forma de la prisión de las flores. Hacía injertos y más injertos; pero todos fracasaban. Su flor había de ser blanca como la mañana y azul como el cielo de primavera; debía tener el aroma borracho del jacinto y la dulzura de la azalea silvestre; había de poseer el esplendor de la dalia y la robustez del rododendro; y debía crecer como la hiedra, encaramándose a la verja para trepar hasta el mismo cielo. Ella había dado ya un nombre a su flor: se llamaría Enoléndula.

A las cinco en punto de la mañana ponía pie en tierra. Se aseaba pulcramente, se sentaba ante el tocador y pasaba quince minutos contemplándose en la luna del espejo. Medía los deterioros del sueño en su piel, en la frescura antigua que la hiciera ser tan cortejada, en el otrora cabello nocturno y en sus ojos solares, y se dejaba deprimir uno o dos minutos; luego, remozándose, pintaba carmín en sus labios carnosos, un poco de abéñulas en sus ojos y recogía feliz sus guedejas canas en una trenza, poniéndose un prendedor de nácar. Al fin, se vestía, aviaba a sus monstruos amorosamente, sacábalos al jardín y salía ella, poniéndose en jarras sobre la hierba verde y el olor a madera tierna.

Cuatro partes bien claras había en el jardín. El césped, tan cuidado, no tenía un verde natural, sino uno esmeralda caribe, uno mar tormentoso, todo misterio y magia. A un lado, donde el mayor de los monstruos estaba, había rosales trepadores rojos; enfrente, donde el mediano, hortensias azules; y al otro lado, donde estaba el monstruo menor, el ciego, lirios blanquiazules.

Cultivaba las rosas rojas por los amores genitales; las hortensias, por los naturales; y los lirios, por los platónicos, por los ideales. Tres clases de amor para tres clases de flores. Y mientras sus manos se metían en la tierra abonada, mientras esferas de cristal y sol resbalaban por su frente, la imaginación la abandonaba, se iba allende el tiempo y el espacio, doblando la realidad como un junco y tronchándola como una caña. Volvían los antiguos aromas acaballados en el viento plácido, sembrando el jardín de madreselvas y minutos muertos; soplaba de nuevo la brisa que doraba de luz el cabello negro, la que ponía color rosado en las mejillas y estiraba la piel, la que dibujaba veinte años, sólo veinte años, en el corazón y la que hacía verde la esperanza.

Su amor genital fue un hombre casado. Rondaba los cuarenta; mas era fornido, velludo, hidalgo, con ese porte de hombre mundano que enamoraba, que embebecía. Ella era inocente, virgen todavía; pero al contemplarlo..., no sé, algo sucedía allá adentro, en su pecho, que desataba furibundas lubricidades, pasión que echaba fuego a los muslos, bajo las faldas, adentro del vestido. Pocas mujeres había entonces, mozas o no, que no le tuvieran pintado en sus sueños solos, que no le tuvieran grabado en sus novios o en sus maridos. Había sido marinero y después soldado. Tenía ojos nocturnos, como minas insondables, labios cuarteados por galernas de besos infernales; su cabello, engominado y frondoso, parecía una celada solemne, victoriosa. Ella, lo recordaba muy bien, frisaba los veinte y era inocente como un mamón recién nacido. No había tenido experiencia alguna, aunque sí había tenido algún impenitente mozo haciéndola requiebros, como Bruno o como tantos otros, pequeños, insignificantes. El día que cumplió los veinte sus padres le llevaron a casa. Él clavó aquellos cuchillos de hielo en sus carnes blancas, cortó las cintas rosas de su vestidito nuevo, desató su corpiño, secó el aliento incendiado de su enagua y se metió en el pozo sin fondo de su alma. De sus manos brotaron las más inconfesables caricias, las más infames voluptuosidades. "Veinte años llevo aguardándote", le dijo, "esperando que rompas mi vestido." Y aquel hombre garrido lo rompió, lo dejó hecho jirones como bandera vencida. La primera sensualidad de aquella pasión, que también fue el primer lazo, fue la clandestinidad, la emoción prohibida de un romance prohibido; la segunda, que fue el segundo lazo, el sentir en su carne fresca los azotes furibundos de la pasión desatada, del pecado carnal enloquecido. Ella, que no había salido de la iglesia, con su madre...; ella, que pensaba que el placer ponía cuernos en el cráneo...; ella, que defendió la pureza de llegar virgen al matrimonio..., se metía en cueros en la ciénaga lúbrica de aquel amor mortal y manchaba sus carnes lechales de manos ciegas, de cuerpos fatales, de besos dentados y fiebres hiladas, ardores incomparables que prendían en su pecho con furias infernales. Aquél era un hombre malo, muy malo, sólo capaz de perversidades, ¡pero tan hermoso!... No había malicia que no conociera ni vicio que no dominara. Poco importaba si le quería o no; poco, si sobrevivía de aquel cataclismo formidable la quimera adolescente, si se echaban cuernos por el cráneo o caía una en la ignominia terrible del infierno. Tan sólo contaban aquellos instantes, demasiado breves por demasiado intensos, en que el aliento quemaba, en que ambos se sumían en aquel fragor de cuerpos que chocaban con los sentidos deshechos, justo debajo de la ventana en que la mujer de él tejía telarañas e incubaba silencios, gimiendo..., en ese mismo rincón del jardín en que ahora crecen los rosales reventones. Un día desapareció sin decir palabra. Algunos, aseguraron que partió con una sobrina; y otros, que Vivalda le había asesinado por conservarle junto a sí y que le había enterrado en su jardín, plantando rosales sobre el cuerpo. Sea como fuere, es lo cierto que Vivalda quedó sola y con un hijo futuro en el vientre. Quísola consolar Bruno, aquel chico estirado y feotón de ahí enfrente, el que se pasa la vida estudiando el libro de su cuerpo desde la ventana de los visillos...; pero ella le rechazó, tal vez por quererla. Los padres, avergonzados por la tragedia, pensaron, primero, en echarla de la casa; luego, en mandarla lejos para que perdiera el chico; y, por fin, se resignaron tenerlo si ella se avenía a tomar por marido al chico de su socio, un muchacho medio tonto que andaba loco por ella… y podridito de dinero. Casaron, si, pues era lo más natural que podía hacerse, ambos de la misma edad condición, cuyas familias habían hecho buenas migas desde siempre. No mucho tiempo después nació el niño. Era un monstruo blando, con manos de siete dedos y un ojo de cíclope en el justo centro de la frente. Carecía de piernas, pero tenía un gran sexo. Le llamaron, pues macho era, Leto.

Levantó Vivalda la cabeza de los rosales trepadores y toparon sus ojos con el ojo único de Leto. Echó de sí el monstruo unos gruñidos, desde el cesto en que estaba, agitando sus manos recias de siete dedos. Pensó, quizás, en su hermoso padre, y volvió a bajar su cabeza, metiendo una astilla pequeña en el tallo de su Enoléndula y poniendo una tirita de esparadrapo para que no cayera el injerto. Luego, con pereza, casi con miedo, levantó la cabeza al mediano de sus monstruos, el cual se encontraba rodeado de pletóricas hortensias azules.

Aún rondaba por el jardín aquel viento que transportaba el pasado. Con su segundo hombre, su primer esposo, la vida se convirtió en un solemne aburrimiento. Era un ser metódico, mandón, circunspecto y algo pendenciero. Sin emociones, cada cosa a su tiempo, corrieron por el calendario perezosamente. Perdonaba a su buena mujer el chico, Leto, a condición que lo tuviera bien escondidito en un cuarto donde no le sintieran las pocas visitas que recibían, las cuales solían ser de mucho ringorrango. La pasión estaba reservada a los sábados por la noche, pues podían levantarse más tarde el domingo y así, con calma, confesar el pecado durante la misa. Ella se fue mustiando, envejeciendo como la ropa de los armarios y descubriéndose cada mañana, cuando se enfrentaba con la imagen que la devolvía la luna del espejo, más pasada de moda. Su marido pretendía rehabilitarla a toda costa, para lograr lo cual determinaba sus modales y elegía sus vestidos, estando siempre muy encima de todo para que no echara a perder sus desvelos. Terminó por quererle, ¡qué remedio!, y por cuidar aquel estómago que iba dilatándose más que su vientre concebido. Al fin, risueños, aguardaron el nuevo hijo.

Felicitábase él por el estado de su querida esposa, ponderándose como el más feliz de los mortales, pues el hijo que habría de nacer sería la culminación de sus trabajos por poner a Vivalda en el buen camino. Había mandado imprimir recordatorios, pues y había fijado hasta la fecha del alumbramiento, que conmemoraran la magna efeméride. Al fin, el día fijado, el doctor trajo al mundo el niño, pues niño fue.

—Señor, búsquele otro nombre y no insulte Dios llamándole Jesús —dijo el doctor.

El ser nacido, pues no tenía sexo, era una masa informe, rechoncha y blanda, coronada por una cabeza como un acerico, la cual tenía clavados dos bonis negros, todos pupila. De la cintura al cuello, por delante y por detrás, una especie de raspa dibujaba una cordillera de protuberancias. Exigiola a su esposa recién parida que le escondiera en el cuarto del cíclope y que proclamara al mundo que había nacido muerto. La mujer, aún sangrando, puso a su hijo en una banasta y lo situó junto al cíclope. Púsole, pues no habría de ser bautizado tampoco, el nombre de Dión. Su marido se negaba a verle, asegurando que su hijo no era suyo, sino, como el otro, víctima de un horroroso pecado de ella, bien porque se hubiera tendido en césped con otro hombre, bien porque en otro hombre pensara cuando estaban en el tálamo la noche de los sábados. Y tan amargo ajenjo fue para el hombre este suceso que se echó a la vida de las noches y a la noche del vino, tornándose acídulo e incorrecto, hasta que una noche fría, muy, muy fría, pereció atropellado por el camión de la basura.

Allí estaban los dos. El cíclope miraba al microcéfalo con ojo impertinente, y el microcéfalo clavaba en el cíclope sus bonis negros. Mas nunca hacían ademanes hostiles, tal vez respetándose, tal vez temiéndose, limitándose a gruñir, a mostrar el uno sus manos pobladas de dedos y a echar al aire, el otro, sus piernas fofas. Ninguno de ellos aprendió a decir palabra. Y, al otro lado, el monstruo ciego, echando rugidos tremendos, llamaba a sus hermanos y guardaba silencio, como poniendo el oído a sus respuestas. Volvió, en aquel tiempo lejano, Bruno a consolarla. ¡Ah, si no hubiera vuelto!...

Volvió ella a darle largas y más largas, resistiéndose a los tímidos asaltos del buen Bruno. Pero pesaba la soledad… y pesaban los monstruos. Aún no había nacido en ella la pasión de la jardinería, y aquella casa se la hacía grande; además, sus padres, no querían saber más de ella, pues también estaban convencidos de que los monstruos eran frutos de horrorosos pecados. Ya se encontraba dispuesta a claudicar de la vida cuando se presentó ante ella un pintor muy bueno, el cual, viéndola en el jardín un día, entabló conversación con ella, pues le habla fascinado muy hondamente la terrible fealdad de sus dos monstruos. Ella, tal vez por no sentirse sola más tiempo, le recibió encantada. Allí, en el jardín de abrojos y jaramago, hablaron y hablaron mientras él pintaba los monstruos; hablaron todo aquello que ella calló en tantos años, sonriéndose a veces mientras, pincelada a pincelada, iban tomando vida los lienzos. Era un hombre muy culto, algo blanquecino y con una hondísima y sincera sensibilidad. ¡Qué pico tenía! Cuando estaba en vena sacaba de su alma las mejores cosechas, pintando con palabras los cuadros más perfectos, dando definición a tantas cosas bellas, que ella no entendía nada; pero daba gusto oírle decir todo aquello que ella no entendía, que no sospechó, siquiera, que pudiera existir. Y dejó de pintar para seguir hablando y hablando, hasta que un día de silencio ella se dio cuenta que habían estado hablando en la cama. Vivieron un romance como un lienzo, el cual se fue orlando de vivísimas palabras, de colores celestes y de genio; a veces, sereno como el cielo de primavera, a veces, tormentoso y tremendo como el de invierno. Mas aquel estar juntos, aquel desaforado sorprenderse y perseguirse y querer estar a solas, contemplando el universo desde la atalaya del jardín, la trajo un día la idea de que no la estaba queriendo, sino que se estaba queriendo solo. Mas ya era tarde para remediarlo, pues nuevamente estaba embarazada. Casaron, y aguardaron juntos al nuevo hijo. Y nació; mas también fue monstruo. Era un chico ciego, con una boca inmensa y sin piernas.

—Vivalda —dijo el doctor—, ya los tiene usted completos.

El pintor, con un gran gesto de horror grabado en el semblante, miraba al chico nuevo como si estuviera contemplándose, adivinándose bajo las formas mezquinas de tan baja y degradada naturaleza.

—Lo pondré en una banasta con los otros —dijo ella.

—No, no —dijo él, muy enfáticamente—; hay que ponerlos en el mundo. Su belleza es monstruosa.

Ella, estoicamente, puso al niño, pues macho era, el nombre de Vero. Pero el pintor no tenía oídos para nombres, sino ojos para contemplar y manos para pintar. Se volvió loco. Aquella monstruosa belleza le hizo volverse loco por completo. Hablaba solo sin cesar, emitiendo peregrinas conclusiones al tiempo que febrilmente pintaba y pintaba. Un año entero tardó en acabar los tres lienzos. Los puso en la sala, tomó asiento ante ellos y allá estuvo hasta la consunción total de su cuerpo. Ella le dejó morir por compasión, aunque hay quien asegura que le asesinó y que le enterró bajo los lirios. Lo cierto, lo auténticamente cierto, es que fue entonces cuando tomó afición por la floricultura y se determinó a conseguirse la Enoléndula, ante la presencia insoslayable de sus tres monstruos. El cíclope miraba a sus hermanos con rencor inmenso, luciendo airosos sus siete dedos en cada mano; el microcéfalo tiraba sus pies al ciego y Vero gañía como un perrazo herido, por no poder verlos.

—Cásese usted conmigo, Vivalda —le dijo entonces Bruno.

—¡Imposible! —respondió ella—. Ya tengo los monstruos justos. Vea usted que no tengo dónde plantar más flores, para cuando muera.

—No importa. Digo…, que la pesan los monstruos. Cásese conmigo y yo los entraré y sacaré del jardín. Nada más quiero que tenerla cerca, que oler su jabón y sentir que la puedo amar de más cerca.

—Pero si yo miro a su casa, no sabré ver si usted no está tras de los visillos.

—Sacaré los monstruos y me iré tras ellos.

Y así lo hicieron. Casaron. Por la mañana, a las cinco, cuando ya estaban aviados los monstruos, Bruno los sacaba al jardín, daba los buenos días a Vivalda y se iba a la casa de enfrente para ponerse tras de los visillos. Allí, a veces contemplando las vigilias de Vivalda, a veces quebrándose el seso con libros y más libros, pasaba todo el día, hasta que por la noche había de meter los monstruos en casa. Él, aunque ella no lo sabía, era biólogo, uno de esos ingenieros genéticos que lo saben todo de lo de adentro. Estudió muchos días, muchas semanas, muchos meses. Cuando agotó el calendario, propuso a Vivalda hacer hombres a sus monstruos.

—Es muy fácil —la aseguró—. Es como la jardinería. Como en cada uno de ellos hay cosas buenas y cosas malas…, basta con injertar lo de uno bueno en lo de otro malo.

Si hubiera empleado palabrejas técnicas ella se hubiera negado, seguro; pero tuvo el tacto de usar términos de jardinería, y esto la ilusionó a Vivalda, a la cual se la pasaron por las mientes la idea de si no sería ésa su Enoléndula. Al fin y al cabo no iban a estropearse mucho más los monstruos, y si así se remediaba su sufrimiento... Aceptó. Trabajaron en estrecha colaboración los cónyuges, determinando las fases de un plan que había de ser perfecto. Febrilmente, ante la contemplación inquieta de Leto, Dión y Vero, hilvanaron la forma en que habrían de efectuarse los injertos, siendo muy meticulosos en cuanto al procedimiento, no fuera que se viniera todo abajo por un error sin importancia. Él precisaba de ella, pues aunque sabía mucho de biología, desconocía la forma de llevar a cabo la operación; y ella precisaba de él, pues así conseguiría su Enoléndula humana, tanto más hermosa sería que una mezquina planta.

Un día, cuando estaba él sobre el secreter llenando cuartillas con sesudas fórmulas, ella, con el gesto chocho y un gran amor clavado en sus ojos, comprendió que por primera vez sabía lo que era amar de veras sin que mentiras del cuerpo o fantasías del alma enturbiaran aquella emoción sublime.

—¿Dónde estuviste escondido? —le preguntó ella, sin pretenderlo.

—Tras de los visillos —respondió él, sin levantar las lentes de la cuartilla.

Al fin, todo estaba listo. Tomaron de Dión y le pusieron a Vero, de Leto a Dión, de Vero a Leto, hasta la extenuación de los miembros y las formas. Al fin, metiéronlos en una urna grande de cristal y sentáronse a ver cómo se iban desenvolviendo. Les alimentaban por una sond, con un suero muy rico en minerales y en qué sé yo qué otras cosas. Los tres, tendidos, parecían muertos; pero vivían, latían sus corazones. Bruno tomó las córneas sueltas, los miembros blandos, los retales desechados y los dedos sobrantes, y los arrojó a la basura, la cual se hacinaba en el jardín entre los aromas a hierba verde y a rosas. Sentose junto a su esposa y, con toda aquella ternura que le dio su inocencia vieja, aguardó un milagro mientras la quería. Vivalda conoció por primera vez el amor, en toda la extensión de la palabra. Al fin, como reposo de un alma que se eleva, quedaron dormidos, unidos los cónyuges por las manos.

En la urna se dio el prodigio. Separose el ojo del cíclope en dos ojos bellos, creciole el cráneo al microcéfalo, naciéronle piernas al ciego; perdió dedos el uno, ganó robustez en las piernas el otro y se hizo la luz en el entendimiento del tercero. Y así, hasta que de los tres monstruos nacieron tres hombres completos, bellos, arrogantes, con lo mejor de aquel por quien plantaron rosales trepadores, con las más exquisitas virtudes del padre de las hortensias y la más perfecta de las sensibilidades de quien engendró los lirios. Tomaron Leto, Dión y Vero las palabras dulces que rodaban por la atmósfera y las aprendieron. Luego, mientras Vivalda y Bruno dormían, contemplaron a su madre y al arquitecto aquél de la naturaleza. Su vejez y su fealdad eran un insulto a sus portes distinguidos, eran un ignominioso cataclismo a su condición nueva. Así, avergonzados de ellos, tomaron la herramienta de jardinería y los asesinaron, enterrándoles en el jardín, bajo la hierba verde, sin poderles separarles las manos. Tomaron, por último, cuanto de valor había en la casa y se fueron al mundo.

Nadie volvió a ver a Vivalda ni a Bruno tras de los visillos. Sólo vieron, días después, nacer en el jardín una grandiosa Enoléndula. Dentro de la casa, sólo entonces, tres lienzos rieron.

Vivalda ya tiene su flor

En estos días de verano y calor, permítanme regalarles este cuento
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 3 de agosto de 2012, 13:12 h (CET)
A Vivalda la tenía su jardín. Hay quien sostiene que era el jardín más primoroso de toda la comarca; y lo dicen, seguramente, porque de veras lo sienten, pues ya no es tan hermosa como lo fuera ni tan cuerda como para tomarla en cuenta. Desde antes del amanecer y hasta más allá del último rayo del crepúsculo se la podía ver deambular por entre las más hermosas flores que daba cada estación, entre sus tres monstruos, los cuales seguían sus metódicas evoluciones con toda atención, persiguiéndola con la mirada o con el oído.

Sus guantes de jardinera, su mandilito blanco, sus botas de goma y su herramienta la sacaban de la cama, la pintaban una sonrisa cosmética de carmín encendido y abéñulas sobre el cielo de los ojos, y la ponían sobre la hierba verde, tras de arrastrar consigo a sus ya grandes monstruos y ponerlos entre las flores.

Todos sabían que estaba allí, mas nadie lo remediaba. Era el lujo, el dislate de una sociedad estable o, como suele decirse, la guinda que colma el pastel social, tan loquita, tan mansa, que era un gusto poderla saludar cuando pasaban levantando el sombrero o haciendo una seña con la mano. Pero nada más.

El único que charlaba con ella, muy de vez en cuando, era Bruno, el hombrecillo que habitaba solo la casa de enfrente, desde la cual la contemplaba con singular pleitesía. Ya estaba bien entrado en años, rechoncho y con el cabello algo emboscado. Cuarenta años, desde los diez, llevaba cumplidos queriéndola, pero sin atreverse nunca a declararse, pues era muy, pero muy tímido, y temía como nada un rechazo definitivo. Por eso mismo limitábase a admirarla en silencio, ya fuera desde la soledad tremenda de su despacho, ya desde la alambrada que dividía el jardín de Vivalda del resto del mundo. Y por eso, cuando joven, echose a la perdición de los libros, haciéndose científico tan listo, pero tanto, que hasta trabajaba para una compañía extranjera.

—Si trabaja tanto el jardín, Vivalda, la robará la hermosura y la hará su prisionera —le dijo un día el buen Bruno.

Ella, con ordenado indulgente desdén, salía del paso con un jicarazo muy lleno de cortesía, pues también sabía ella, e igualmente desde niña, que Bruno la pretendía; pero la molestaba que la siguieran las huellas, que la virilidad del hombre se arrastrara a sus plantas. Y, sin embargo, sabía que era cierto lo que decía. Ella, cuando había levantado su frente cansada de la hierba para enjugar el sudor con su pañuelo de hilo, había visto languidecer al otro lado de su ventana a Bruno, tras de los visillos, como un retrato impasible que contemplara el derrumbamiento de la más espectacular belleza de la región, la cual se fue desmoronando inexorablemente a medida que se dilataban y hermoseaban aquellos tremendos macizos florales. Ciertamente, de alguna forma, las flores robaban su belleza.

La obsesión de Vivalda era lograr una flor propia, diferente por completo de las demás, como si así pudiera satisfacer el tributo que la diera la libertad y escapara de esa forma de la prisión de las flores. Hacía injertos y más injertos; pero todos fracasaban. Su flor había de ser blanca como la mañana y azul como el cielo de primavera; debía tener el aroma borracho del jacinto y la dulzura de la azalea silvestre; había de poseer el esplendor de la dalia y la robustez del rododendro; y debía crecer como la hiedra, encaramándose a la verja para trepar hasta el mismo cielo. Ella había dado ya un nombre a su flor: se llamaría Enoléndula.

A las cinco en punto de la mañana ponía pie en tierra. Se aseaba pulcramente, se sentaba ante el tocador y pasaba quince minutos contemplándose en la luna del espejo. Medía los deterioros del sueño en su piel, en la frescura antigua que la hiciera ser tan cortejada, en el otrora cabello nocturno y en sus ojos solares, y se dejaba deprimir uno o dos minutos; luego, remozándose, pintaba carmín en sus labios carnosos, un poco de abéñulas en sus ojos y recogía feliz sus guedejas canas en una trenza, poniéndose un prendedor de nácar. Al fin, se vestía, aviaba a sus monstruos amorosamente, sacábalos al jardín y salía ella, poniéndose en jarras sobre la hierba verde y el olor a madera tierna.

Cuatro partes bien claras había en el jardín. El césped, tan cuidado, no tenía un verde natural, sino uno esmeralda caribe, uno mar tormentoso, todo misterio y magia. A un lado, donde el mayor de los monstruos estaba, había rosales trepadores rojos; enfrente, donde el mediano, hortensias azules; y al otro lado, donde estaba el monstruo menor, el ciego, lirios blanquiazules.

Cultivaba las rosas rojas por los amores genitales; las hortensias, por los naturales; y los lirios, por los platónicos, por los ideales. Tres clases de amor para tres clases de flores. Y mientras sus manos se metían en la tierra abonada, mientras esferas de cristal y sol resbalaban por su frente, la imaginación la abandonaba, se iba allende el tiempo y el espacio, doblando la realidad como un junco y tronchándola como una caña. Volvían los antiguos aromas acaballados en el viento plácido, sembrando el jardín de madreselvas y minutos muertos; soplaba de nuevo la brisa que doraba de luz el cabello negro, la que ponía color rosado en las mejillas y estiraba la piel, la que dibujaba veinte años, sólo veinte años, en el corazón y la que hacía verde la esperanza.

Su amor genital fue un hombre casado. Rondaba los cuarenta; mas era fornido, velludo, hidalgo, con ese porte de hombre mundano que enamoraba, que embebecía. Ella era inocente, virgen todavía; pero al contemplarlo..., no sé, algo sucedía allá adentro, en su pecho, que desataba furibundas lubricidades, pasión que echaba fuego a los muslos, bajo las faldas, adentro del vestido. Pocas mujeres había entonces, mozas o no, que no le tuvieran pintado en sus sueños solos, que no le tuvieran grabado en sus novios o en sus maridos. Había sido marinero y después soldado. Tenía ojos nocturnos, como minas insondables, labios cuarteados por galernas de besos infernales; su cabello, engominado y frondoso, parecía una celada solemne, victoriosa. Ella, lo recordaba muy bien, frisaba los veinte y era inocente como un mamón recién nacido. No había tenido experiencia alguna, aunque sí había tenido algún impenitente mozo haciéndola requiebros, como Bruno o como tantos otros, pequeños, insignificantes. El día que cumplió los veinte sus padres le llevaron a casa. Él clavó aquellos cuchillos de hielo en sus carnes blancas, cortó las cintas rosas de su vestidito nuevo, desató su corpiño, secó el aliento incendiado de su enagua y se metió en el pozo sin fondo de su alma. De sus manos brotaron las más inconfesables caricias, las más infames voluptuosidades. "Veinte años llevo aguardándote", le dijo, "esperando que rompas mi vestido." Y aquel hombre garrido lo rompió, lo dejó hecho jirones como bandera vencida. La primera sensualidad de aquella pasión, que también fue el primer lazo, fue la clandestinidad, la emoción prohibida de un romance prohibido; la segunda, que fue el segundo lazo, el sentir en su carne fresca los azotes furibundos de la pasión desatada, del pecado carnal enloquecido. Ella, que no había salido de la iglesia, con su madre...; ella, que pensaba que el placer ponía cuernos en el cráneo...; ella, que defendió la pureza de llegar virgen al matrimonio..., se metía en cueros en la ciénaga lúbrica de aquel amor mortal y manchaba sus carnes lechales de manos ciegas, de cuerpos fatales, de besos dentados y fiebres hiladas, ardores incomparables que prendían en su pecho con furias infernales. Aquél era un hombre malo, muy malo, sólo capaz de perversidades, ¡pero tan hermoso!... No había malicia que no conociera ni vicio que no dominara. Poco importaba si le quería o no; poco, si sobrevivía de aquel cataclismo formidable la quimera adolescente, si se echaban cuernos por el cráneo o caía una en la ignominia terrible del infierno. Tan sólo contaban aquellos instantes, demasiado breves por demasiado intensos, en que el aliento quemaba, en que ambos se sumían en aquel fragor de cuerpos que chocaban con los sentidos deshechos, justo debajo de la ventana en que la mujer de él tejía telarañas e incubaba silencios, gimiendo..., en ese mismo rincón del jardín en que ahora crecen los rosales reventones. Un día desapareció sin decir palabra. Algunos, aseguraron que partió con una sobrina; y otros, que Vivalda le había asesinado por conservarle junto a sí y que le había enterrado en su jardín, plantando rosales sobre el cuerpo. Sea como fuere, es lo cierto que Vivalda quedó sola y con un hijo futuro en el vientre. Quísola consolar Bruno, aquel chico estirado y feotón de ahí enfrente, el que se pasa la vida estudiando el libro de su cuerpo desde la ventana de los visillos...; pero ella le rechazó, tal vez por quererla. Los padres, avergonzados por la tragedia, pensaron, primero, en echarla de la casa; luego, en mandarla lejos para que perdiera el chico; y, por fin, se resignaron tenerlo si ella se avenía a tomar por marido al chico de su socio, un muchacho medio tonto que andaba loco por ella… y podridito de dinero. Casaron, si, pues era lo más natural que podía hacerse, ambos de la misma edad condición, cuyas familias habían hecho buenas migas desde siempre. No mucho tiempo después nació el niño. Era un monstruo blando, con manos de siete dedos y un ojo de cíclope en el justo centro de la frente. Carecía de piernas, pero tenía un gran sexo. Le llamaron, pues macho era, Leto.

Levantó Vivalda la cabeza de los rosales trepadores y toparon sus ojos con el ojo único de Leto. Echó de sí el monstruo unos gruñidos, desde el cesto en que estaba, agitando sus manos recias de siete dedos. Pensó, quizás, en su hermoso padre, y volvió a bajar su cabeza, metiendo una astilla pequeña en el tallo de su Enoléndula y poniendo una tirita de esparadrapo para que no cayera el injerto. Luego, con pereza, casi con miedo, levantó la cabeza al mediano de sus monstruos, el cual se encontraba rodeado de pletóricas hortensias azules.

Aún rondaba por el jardín aquel viento que transportaba el pasado. Con su segundo hombre, su primer esposo, la vida se convirtió en un solemne aburrimiento. Era un ser metódico, mandón, circunspecto y algo pendenciero. Sin emociones, cada cosa a su tiempo, corrieron por el calendario perezosamente. Perdonaba a su buena mujer el chico, Leto, a condición que lo tuviera bien escondidito en un cuarto donde no le sintieran las pocas visitas que recibían, las cuales solían ser de mucho ringorrango. La pasión estaba reservada a los sábados por la noche, pues podían levantarse más tarde el domingo y así, con calma, confesar el pecado durante la misa. Ella se fue mustiando, envejeciendo como la ropa de los armarios y descubriéndose cada mañana, cuando se enfrentaba con la imagen que la devolvía la luna del espejo, más pasada de moda. Su marido pretendía rehabilitarla a toda costa, para lograr lo cual determinaba sus modales y elegía sus vestidos, estando siempre muy encima de todo para que no echara a perder sus desvelos. Terminó por quererle, ¡qué remedio!, y por cuidar aquel estómago que iba dilatándose más que su vientre concebido. Al fin, risueños, aguardaron el nuevo hijo.

Felicitábase él por el estado de su querida esposa, ponderándose como el más feliz de los mortales, pues el hijo que habría de nacer sería la culminación de sus trabajos por poner a Vivalda en el buen camino. Había mandado imprimir recordatorios, pues y había fijado hasta la fecha del alumbramiento, que conmemoraran la magna efeméride. Al fin, el día fijado, el doctor trajo al mundo el niño, pues niño fue.

—Señor, búsquele otro nombre y no insulte Dios llamándole Jesús —dijo el doctor.

El ser nacido, pues no tenía sexo, era una masa informe, rechoncha y blanda, coronada por una cabeza como un acerico, la cual tenía clavados dos bonis negros, todos pupila. De la cintura al cuello, por delante y por detrás, una especie de raspa dibujaba una cordillera de protuberancias. Exigiola a su esposa recién parida que le escondiera en el cuarto del cíclope y que proclamara al mundo que había nacido muerto. La mujer, aún sangrando, puso a su hijo en una banasta y lo situó junto al cíclope. Púsole, pues no habría de ser bautizado tampoco, el nombre de Dión. Su marido se negaba a verle, asegurando que su hijo no era suyo, sino, como el otro, víctima de un horroroso pecado de ella, bien porque se hubiera tendido en césped con otro hombre, bien porque en otro hombre pensara cuando estaban en el tálamo la noche de los sábados. Y tan amargo ajenjo fue para el hombre este suceso que se echó a la vida de las noches y a la noche del vino, tornándose acídulo e incorrecto, hasta que una noche fría, muy, muy fría, pereció atropellado por el camión de la basura.

Allí estaban los dos. El cíclope miraba al microcéfalo con ojo impertinente, y el microcéfalo clavaba en el cíclope sus bonis negros. Mas nunca hacían ademanes hostiles, tal vez respetándose, tal vez temiéndose, limitándose a gruñir, a mostrar el uno sus manos pobladas de dedos y a echar al aire, el otro, sus piernas fofas. Ninguno de ellos aprendió a decir palabra. Y, al otro lado, el monstruo ciego, echando rugidos tremendos, llamaba a sus hermanos y guardaba silencio, como poniendo el oído a sus respuestas. Volvió, en aquel tiempo lejano, Bruno a consolarla. ¡Ah, si no hubiera vuelto!...

Volvió ella a darle largas y más largas, resistiéndose a los tímidos asaltos del buen Bruno. Pero pesaba la soledad… y pesaban los monstruos. Aún no había nacido en ella la pasión de la jardinería, y aquella casa se la hacía grande; además, sus padres, no querían saber más de ella, pues también estaban convencidos de que los monstruos eran frutos de horrorosos pecados. Ya se encontraba dispuesta a claudicar de la vida cuando se presentó ante ella un pintor muy bueno, el cual, viéndola en el jardín un día, entabló conversación con ella, pues le habla fascinado muy hondamente la terrible fealdad de sus dos monstruos. Ella, tal vez por no sentirse sola más tiempo, le recibió encantada. Allí, en el jardín de abrojos y jaramago, hablaron y hablaron mientras él pintaba los monstruos; hablaron todo aquello que ella calló en tantos años, sonriéndose a veces mientras, pincelada a pincelada, iban tomando vida los lienzos. Era un hombre muy culto, algo blanquecino y con una hondísima y sincera sensibilidad. ¡Qué pico tenía! Cuando estaba en vena sacaba de su alma las mejores cosechas, pintando con palabras los cuadros más perfectos, dando definición a tantas cosas bellas, que ella no entendía nada; pero daba gusto oírle decir todo aquello que ella no entendía, que no sospechó, siquiera, que pudiera existir. Y dejó de pintar para seguir hablando y hablando, hasta que un día de silencio ella se dio cuenta que habían estado hablando en la cama. Vivieron un romance como un lienzo, el cual se fue orlando de vivísimas palabras, de colores celestes y de genio; a veces, sereno como el cielo de primavera, a veces, tormentoso y tremendo como el de invierno. Mas aquel estar juntos, aquel desaforado sorprenderse y perseguirse y querer estar a solas, contemplando el universo desde la atalaya del jardín, la trajo un día la idea de que no la estaba queriendo, sino que se estaba queriendo solo. Mas ya era tarde para remediarlo, pues nuevamente estaba embarazada. Casaron, y aguardaron juntos al nuevo hijo. Y nació; mas también fue monstruo. Era un chico ciego, con una boca inmensa y sin piernas.

—Vivalda —dijo el doctor—, ya los tiene usted completos.

El pintor, con un gran gesto de horror grabado en el semblante, miraba al chico nuevo como si estuviera contemplándose, adivinándose bajo las formas mezquinas de tan baja y degradada naturaleza.

—Lo pondré en una banasta con los otros —dijo ella.

—No, no —dijo él, muy enfáticamente—; hay que ponerlos en el mundo. Su belleza es monstruosa.

Ella, estoicamente, puso al niño, pues macho era, el nombre de Vero. Pero el pintor no tenía oídos para nombres, sino ojos para contemplar y manos para pintar. Se volvió loco. Aquella monstruosa belleza le hizo volverse loco por completo. Hablaba solo sin cesar, emitiendo peregrinas conclusiones al tiempo que febrilmente pintaba y pintaba. Un año entero tardó en acabar los tres lienzos. Los puso en la sala, tomó asiento ante ellos y allá estuvo hasta la consunción total de su cuerpo. Ella le dejó morir por compasión, aunque hay quien asegura que le asesinó y que le enterró bajo los lirios. Lo cierto, lo auténticamente cierto, es que fue entonces cuando tomó afición por la floricultura y se determinó a conseguirse la Enoléndula, ante la presencia insoslayable de sus tres monstruos. El cíclope miraba a sus hermanos con rencor inmenso, luciendo airosos sus siete dedos en cada mano; el microcéfalo tiraba sus pies al ciego y Vero gañía como un perrazo herido, por no poder verlos.

—Cásese usted conmigo, Vivalda —le dijo entonces Bruno.

—¡Imposible! —respondió ella—. Ya tengo los monstruos justos. Vea usted que no tengo dónde plantar más flores, para cuando muera.

—No importa. Digo…, que la pesan los monstruos. Cásese conmigo y yo los entraré y sacaré del jardín. Nada más quiero que tenerla cerca, que oler su jabón y sentir que la puedo amar de más cerca.

—Pero si yo miro a su casa, no sabré ver si usted no está tras de los visillos.

—Sacaré los monstruos y me iré tras ellos.

Y así lo hicieron. Casaron. Por la mañana, a las cinco, cuando ya estaban aviados los monstruos, Bruno los sacaba al jardín, daba los buenos días a Vivalda y se iba a la casa de enfrente para ponerse tras de los visillos. Allí, a veces contemplando las vigilias de Vivalda, a veces quebrándose el seso con libros y más libros, pasaba todo el día, hasta que por la noche había de meter los monstruos en casa. Él, aunque ella no lo sabía, era biólogo, uno de esos ingenieros genéticos que lo saben todo de lo de adentro. Estudió muchos días, muchas semanas, muchos meses. Cuando agotó el calendario, propuso a Vivalda hacer hombres a sus monstruos.

—Es muy fácil —la aseguró—. Es como la jardinería. Como en cada uno de ellos hay cosas buenas y cosas malas…, basta con injertar lo de uno bueno en lo de otro malo.

Si hubiera empleado palabrejas técnicas ella se hubiera negado, seguro; pero tuvo el tacto de usar términos de jardinería, y esto la ilusionó a Vivalda, a la cual se la pasaron por las mientes la idea de si no sería ésa su Enoléndula. Al fin y al cabo no iban a estropearse mucho más los monstruos, y si así se remediaba su sufrimiento... Aceptó. Trabajaron en estrecha colaboración los cónyuges, determinando las fases de un plan que había de ser perfecto. Febrilmente, ante la contemplación inquieta de Leto, Dión y Vero, hilvanaron la forma en que habrían de efectuarse los injertos, siendo muy meticulosos en cuanto al procedimiento, no fuera que se viniera todo abajo por un error sin importancia. Él precisaba de ella, pues aunque sabía mucho de biología, desconocía la forma de llevar a cabo la operación; y ella precisaba de él, pues así conseguiría su Enoléndula humana, tanto más hermosa sería que una mezquina planta.

Un día, cuando estaba él sobre el secreter llenando cuartillas con sesudas fórmulas, ella, con el gesto chocho y un gran amor clavado en sus ojos, comprendió que por primera vez sabía lo que era amar de veras sin que mentiras del cuerpo o fantasías del alma enturbiaran aquella emoción sublime.

—¿Dónde estuviste escondido? —le preguntó ella, sin pretenderlo.

—Tras de los visillos —respondió él, sin levantar las lentes de la cuartilla.

Al fin, todo estaba listo. Tomaron de Dión y le pusieron a Vero, de Leto a Dión, de Vero a Leto, hasta la extenuación de los miembros y las formas. Al fin, metiéronlos en una urna grande de cristal y sentáronse a ver cómo se iban desenvolviendo. Les alimentaban por una sond, con un suero muy rico en minerales y en qué sé yo qué otras cosas. Los tres, tendidos, parecían muertos; pero vivían, latían sus corazones. Bruno tomó las córneas sueltas, los miembros blandos, los retales desechados y los dedos sobrantes, y los arrojó a la basura, la cual se hacinaba en el jardín entre los aromas a hierba verde y a rosas. Sentose junto a su esposa y, con toda aquella ternura que le dio su inocencia vieja, aguardó un milagro mientras la quería. Vivalda conoció por primera vez el amor, en toda la extensión de la palabra. Al fin, como reposo de un alma que se eleva, quedaron dormidos, unidos los cónyuges por las manos.

En la urna se dio el prodigio. Separose el ojo del cíclope en dos ojos bellos, creciole el cráneo al microcéfalo, naciéronle piernas al ciego; perdió dedos el uno, ganó robustez en las piernas el otro y se hizo la luz en el entendimiento del tercero. Y así, hasta que de los tres monstruos nacieron tres hombres completos, bellos, arrogantes, con lo mejor de aquel por quien plantaron rosales trepadores, con las más exquisitas virtudes del padre de las hortensias y la más perfecta de las sensibilidades de quien engendró los lirios. Tomaron Leto, Dión y Vero las palabras dulces que rodaban por la atmósfera y las aprendieron. Luego, mientras Vivalda y Bruno dormían, contemplaron a su madre y al arquitecto aquél de la naturaleza. Su vejez y su fealdad eran un insulto a sus portes distinguidos, eran un ignominioso cataclismo a su condición nueva. Así, avergonzados de ellos, tomaron la herramienta de jardinería y los asesinaron, enterrándoles en el jardín, bajo la hierba verde, sin poderles separarles las manos. Tomaron, por último, cuanto de valor había en la casa y se fueron al mundo.

Nadie volvió a ver a Vivalda ni a Bruno tras de los visillos. Sólo vieron, días después, nacer en el jardín una grandiosa Enoléndula. Dentro de la casa, sólo entonces, tres lienzos rieron.

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