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Permítanme que, en estas vacaciones, les regale este cuento, fragmento de mi novela "Lemniscata" Capítulo 26. Masones: El poder

Masones: El poder

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La multitud, festiva y enardecida, regala todo tipo de improperios y lanza toda suerte de objetos infamantes a quienes van en carro, atados a los adrales, camino del cadalso de la plaza del Gréve. Es curioso, porque son los mismos que le ensalzaron como héroe a él y a tantos otros antes que a él, después condenados por traición. Los mismos que regocijadamente abuchearon a tantos como les precedieron en el patíbulo, como María Antonieta en ese mismo itinerario, y unas fechas antes al ciudadano Luís Capeto. París es ya la cuna del terror: nadie está a salvo.

Recuerda perfectamente que con los haberes de la logia y de Châtelet compró el cargo para cumplir fielmente su misión de derrocar la Monarquía; pero la muerte de su amada esposa le sumió en una tristeza tan profunda que todo se convirtió en dolor, lágrimas y deudas, forzándole a vender el mismo ministerio que con tan nobles propósitos consiguiera. Fue fiel, y quizás por eso le procuraron empleo en la policía del Rey para servir de informador a la logia, ahora integrados en los Illuminati de Weishaupt. De él surgieron las informaciones que los hermanos utilizaron para editar los panfletos que desacreditaban a María Antonieta como amante de su primo, del conde de Artois, y de tantos otros, además de libertina con ciertas damas y de incestuosa con el Delfín, su hijo, a quien le inducía a la masturbación en sus orgías privadas y a tomarla como mujer cuando era su madre.

Ahora comprende que fue utilizado, y le duele. Se sintió seguro y a salvo cuando tramó la venganza de la logia contra Charlotte Corday, la propia María Antonieta, los Girondinos, Robespierre, Couthon y tantos otros cuyas cabezas cayeron al cesto del patíbulo entre las ovaciones de una multitud borracha de sangre y odio. No era esto lo que quería, pero ahora comprende que de lo que se siembra se cosecha. Le asusta más el odio que le regala esa multitud resentida que cuanto pueda esperarle después de su ajusticiamiento. Las acusaciones por las que le han declarado culpable de traición son tan falsas como las que él presentara contra tantos ejecutados como le han precedido; pero nada es gratis, y la vida siempre se las ingenia para pasar factura: quien a hierro mata...

Creyó que librándose de Robespierre se redimía de su propio destino; al menos eso fue lo que le dijeron en la logia. Le odiaba por su rencor hacia todo y hacia todos, pues que convirtió la Revolución en venganza personal, en un sangriento desagravio de sus muchas frustraciones. No era como él, no; sus ideales siempre se mantuvieron puros, intachables, procurando un nuevo orden ajeno a aquella monarquía banal y corrupta que asolaba el mundo con su pretendido origen divino, sumergiéndolo en guerras interminables, pobreza y miseria. Entonces tenía poder, y mintió, manipuló pruebas y tribunales; pero lo hizo por altos fines, sin dolor ni resentimiento, sólo porque había que hacerlo. Ahora, tal vez comprende que él es el peligro, y por eso quieren sellar sus labios, separándolos del cuerpo.

Hora y media, más o menos, ha trascurrido para recorrer los dos kilómetros escasos que separan la Conciergerie de la plaza de Gréve; pero ahí, ya, se alza insolente el cadalso. El suelo de madera está encharcado de la sangre y los orines de los condenados que le precedieron; la hoja de la guillotina también está ensangrentada, esperando nuevas víctimas. Huele a miseria; el hedor de la multitud le sobrepuja el de los excrementos de los ejecutados, a quienes se les soltaron los esfínteres.

Los quince condenados de ayer, hoy deben ser ajusticiados; siete les precedieron ya, ocho quedan por consumar su paso al más allá: ocho. Es 17 floreal, que suma ocho también en el nuevo calendario, como ocho son los peldaños que elevan el patíbulo del ras del suelo. Ocho pasos que elevan a la muerte.

Sabe que la logia está terminando con los suyos, con quienes llevaron a efecto la necesaria matanza, para que quienes les sigan tengan las manos limpias y no puedan ser acusados. Otros, los que hicieron el trabajo sucio, ya pueden morir en paz. La logia, ahora que tiene el camino expedito, no quiere débitos: por eso salda su deuda y abona justo pago a quienes la sirvieron.

Recuerda en el primer escalón su juramento en la sala de iniciación de la logia. En el segundo, rememora las intrigas contra el ciudadano Luís Capeto, Luís XVI, su manipulación por órdenes de Robespierre y Saint-Just en la Asamblea Constituyente. En el tercero, ante sus ojos ve a su amor secreto, a María Antonieta. La quiso, sí, aunque siempre se lo ocultó a los demás iluminados. Estaba cerca, pretendidamente para espiarla; pero él sabe que era por deseo íntimo de su hermosura. La deseaba tanto y tan fervorosamente que invadió sus sueños y sus realidades, aun cuando estaba en el tálamo con su esposa, usurpándola. Aquel majestuoso movimiento de sus dedos recorriendo las teclas del clave se le antojaban caricias, no a sus oídos, sino a su ser mortal. Empujado por ese afecto, siempre protegió a la Austriaca incluso de los propios intrigantes de Versalles, que eran casi todos. Sí; todos los halcones ansiaban descuartizar y devorar a la paloma, especialmente Madame du Barry, quien por todos los medios trató de destruirla o desacreditarla, allanando la labor de los iluminados. De ella, precisamente, tuvieron los hermanos mejor información que de él. Ella, Du Barry, fue la primera en verter soterradas acusaciones de libertinaje de María Antonieta con la princesa de Lamballe y la condesa de Polignac, o con el barón de Besenval o el duque de Coigny, a quien se le suponía padre natural del Delfín, Luís José. La muerte de Sofía Beatriz, la cuarta hija de María Antonieta, y del Delfín, después, la sumieron en una tristeza tan magna y altiva que le conmovió, y, a pesar de no pertenecer a la corte, la quiso socorrer con su ternura; pero le despreció. Tal vez enloqueció de dolor, y por causa de éste, o tal vez por aquel feo asunto del collar de diamantes, que aun coleaba enlodando su nombre y granjeándola el remoquete de Madame Déficit, se hizo huraña y desagradable, rompiendo todos sus encantos como un cristal al que se golpeara con una maza. Desde entonces pareció amarse sólo a misma, y hasta a su marido, el rey Luís, le mangoneaba y ninguneaba, dejándole en evidencia ante su corte y facilitando el camino del derribo a sus enemigos, a los iluminados. Ahora lo recuerda todo, y le duele particularmente, porque le despreció a favor de otros de la aristocracia, asomándole por primera vez al resentimiento. El poder, más que nunca, era suyo entonces; eran él y los suyos quienes decidían quiénes vivirían o morirían, porque nadie era como la logia para conspirar y preparar venganzas. Por eso, porque el poder era suyo y estaba herido en su orgullo, por desdén consintió que el nombre de su amor secreto figurara en el Libro y se conjuró para prevenir su hora, reservándose el derecho de ser su adventor, su acusador y su verdugo. Su suerte, pues que así trataba a quien pretendió auxiliarla y de tal forma la amaba, estaba echada: que corriera con el costo de sus ínfulas. Nada es gratis.

El cuarto escalón le trae a mientes a los suyos, los iluminados. Si estos son los albores del nuevo orden que preconizaban, por fuerza ha de ser terrible cuando se implante; pero él cumplió con su parte y está su conciencia tranquila. Siempre fue fiel al juramento, y acepta su muerte o su sacrificio como parte de un plan que conducirá a... ¿Adónde? No sabe adónde conduce ese plan poderoso que socava monarquías e Iglesias conforme a las cartas del Tarot, a razón de 13 años por cada una, desde ese 1776 en que los hermanos del otro lado del Atlántico tomaron su país, completando la carta I, El Mago, a este 1789 en que se ha coronado la II, La Papisa.

El quinto escalón le dibuja un doble panorama: la Fe que le inculcaron y la realidad que ya se aproxima. El hombre. No sabe qué es el hombre ya. El pentagrama se yergue en sus mientes como un símbolo poderoso. Pervirtieron los hombres las leyes divinas; por eso también han de ser derribados los bulos y los mitos para promover las verdades que siempre estuvieron en la luz negra de las logias: lucce-ferre, el que atrae la luz, el símbolo de París, la Par-Isis mítica en que tiene su asiento el primer movimiento de un largo concierto que abarcará el mundo.

El sexto escalón le evoca a su familia, a sus hijos estigmatizados por esta falsa acusación de traición, aunque la traición ha existido: las de sus hermanos hacia él... y la de sus propios hijos, quienes, por salvarse y dar testimonio de inocencia, le acusaron de traición también. Tal vez así deba ser, porque es la servidumbre del poder. La Ley del Péndulo lo exige. El séptimo peldaño le aproxima a su consumación como hombre que ha abierto los ojos y ha visto la luz de la Verdad. Ha cumplido, ha sido fiel, pero los grandes hombres, los verdaderamente poderosos, han de ser sacrificados, morir para vivir, cerrando el círculo. No hay grandeza sin sangre.

El octavo escalón, contra todo pronóstico le muestra el feo semblante del miedo, del pánico. Hay sangre en el suelo, huele a orina y a heces de quienes le antecedieron en el patíbulo. A un lado, hay cestos con varias cabezas, y en un lateral varios cuerpos decapitados, apilados desordenadamente como enseres desechados. La muerte tiene un rostro horrible. Le invade un sudor gélido, y, súbitamente, los miembros le tiemblan. Algunos de los ocho que le acompañaron le preceden. Oye sus gritos, sus inútiles demandas de piedad, y se asusta, temiéndose que el espanto emborrone sus firmes convicciones. Redoblan los tambores y cae la cuchilla, elevando desde la multitud enfáticos vítores. Nadie de ese pueblo merece su sacrificio. Son brutos, salvajes, incultos. Nada de lo hecho merecía la pena; pero ya es tarde. Trató de salvar lo insalvable, y ahora que es su cuello el que va a ser cercenado, se produce asco.

Dos soldados le toman por los brazos, y su cuerpo se resiste, lloran sus ojos, temblonamente su voz también suplica misericordia, la misma que su poder eludió. Proclama a gritos su inocencia, blande su apoyo a la Revolución, su fidelidad. Lívido y lloroso, con la sangre coagulada por el pánico y el corazón esforzándose en bombear un caldo denso y salobre que es incapaz de retener ya su vida, le arrodillan y sellan el cepo en torno a su cuello. Redoblan los tambores. Arrodillado, mira desde su postración a ese pueblo infame que así abona su sacrificio. Odian el poder, su poder, cualquier poder. Hasta el verdugo está por encima de él, sin duda recreándose de la caída de los grandes, porque sólo los miserables pueden ufanarse cuando otros mayores caen abatidos a sus pies. Cesan los tambores y un sonido raudo, agudo, se adueña de un silencio atroz que parece haber conquistado el mundo y helado a la masa. Ojos desorbitados, alientos contenidos.. Exhala un grito atroz, desesperado, y, como si fuera un conjuro, cesa el ruido del silencio con un golpe seco y duro. Quema, duele. El mundo, lentamente, se sofoca en un ardor indecible. Mueve los labios mientras por los cabellos levanta su cabeza el verdugo y la exhibe a la multitud. El mundo queda más abajo: ahora ocupa su verdadero lugar en lo más alto, en lo más soberano, mientras todo se sumerge en las tinieblas.

Masones: El poder

Permítanme que, en estas vacaciones, les regale este cuento, fragmento de mi novela "Lemniscata" Capítulo 26. Masones: El poder
Ángel Ruiz Cediel
jueves, 2 de agosto de 2012, 08:04 h (CET)
La multitud, festiva y enardecida, regala todo tipo de improperios y lanza toda suerte de objetos infamantes a quienes van en carro, atados a los adrales, camino del cadalso de la plaza del Gréve. Es curioso, porque son los mismos que le ensalzaron como héroe a él y a tantos otros antes que a él, después condenados por traición. Los mismos que regocijadamente abuchearon a tantos como les precedieron en el patíbulo, como María Antonieta en ese mismo itinerario, y unas fechas antes al ciudadano Luís Capeto. París es ya la cuna del terror: nadie está a salvo.

Recuerda perfectamente que con los haberes de la logia y de Châtelet compró el cargo para cumplir fielmente su misión de derrocar la Monarquía; pero la muerte de su amada esposa le sumió en una tristeza tan profunda que todo se convirtió en dolor, lágrimas y deudas, forzándole a vender el mismo ministerio que con tan nobles propósitos consiguiera. Fue fiel, y quizás por eso le procuraron empleo en la policía del Rey para servir de informador a la logia, ahora integrados en los Illuminati de Weishaupt. De él surgieron las informaciones que los hermanos utilizaron para editar los panfletos que desacreditaban a María Antonieta como amante de su primo, del conde de Artois, y de tantos otros, además de libertina con ciertas damas y de incestuosa con el Delfín, su hijo, a quien le inducía a la masturbación en sus orgías privadas y a tomarla como mujer cuando era su madre.

Ahora comprende que fue utilizado, y le duele. Se sintió seguro y a salvo cuando tramó la venganza de la logia contra Charlotte Corday, la propia María Antonieta, los Girondinos, Robespierre, Couthon y tantos otros cuyas cabezas cayeron al cesto del patíbulo entre las ovaciones de una multitud borracha de sangre y odio. No era esto lo que quería, pero ahora comprende que de lo que se siembra se cosecha. Le asusta más el odio que le regala esa multitud resentida que cuanto pueda esperarle después de su ajusticiamiento. Las acusaciones por las que le han declarado culpable de traición son tan falsas como las que él presentara contra tantos ejecutados como le han precedido; pero nada es gratis, y la vida siempre se las ingenia para pasar factura: quien a hierro mata...

Creyó que librándose de Robespierre se redimía de su propio destino; al menos eso fue lo que le dijeron en la logia. Le odiaba por su rencor hacia todo y hacia todos, pues que convirtió la Revolución en venganza personal, en un sangriento desagravio de sus muchas frustraciones. No era como él, no; sus ideales siempre se mantuvieron puros, intachables, procurando un nuevo orden ajeno a aquella monarquía banal y corrupta que asolaba el mundo con su pretendido origen divino, sumergiéndolo en guerras interminables, pobreza y miseria. Entonces tenía poder, y mintió, manipuló pruebas y tribunales; pero lo hizo por altos fines, sin dolor ni resentimiento, sólo porque había que hacerlo. Ahora, tal vez comprende que él es el peligro, y por eso quieren sellar sus labios, separándolos del cuerpo.

Hora y media, más o menos, ha trascurrido para recorrer los dos kilómetros escasos que separan la Conciergerie de la plaza de Gréve; pero ahí, ya, se alza insolente el cadalso. El suelo de madera está encharcado de la sangre y los orines de los condenados que le precedieron; la hoja de la guillotina también está ensangrentada, esperando nuevas víctimas. Huele a miseria; el hedor de la multitud le sobrepuja el de los excrementos de los ejecutados, a quienes se les soltaron los esfínteres.

Los quince condenados de ayer, hoy deben ser ajusticiados; siete les precedieron ya, ocho quedan por consumar su paso al más allá: ocho. Es 17 floreal, que suma ocho también en el nuevo calendario, como ocho son los peldaños que elevan el patíbulo del ras del suelo. Ocho pasos que elevan a la muerte.

Sabe que la logia está terminando con los suyos, con quienes llevaron a efecto la necesaria matanza, para que quienes les sigan tengan las manos limpias y no puedan ser acusados. Otros, los que hicieron el trabajo sucio, ya pueden morir en paz. La logia, ahora que tiene el camino expedito, no quiere débitos: por eso salda su deuda y abona justo pago a quienes la sirvieron.

Recuerda en el primer escalón su juramento en la sala de iniciación de la logia. En el segundo, rememora las intrigas contra el ciudadano Luís Capeto, Luís XVI, su manipulación por órdenes de Robespierre y Saint-Just en la Asamblea Constituyente. En el tercero, ante sus ojos ve a su amor secreto, a María Antonieta. La quiso, sí, aunque siempre se lo ocultó a los demás iluminados. Estaba cerca, pretendidamente para espiarla; pero él sabe que era por deseo íntimo de su hermosura. La deseaba tanto y tan fervorosamente que invadió sus sueños y sus realidades, aun cuando estaba en el tálamo con su esposa, usurpándola. Aquel majestuoso movimiento de sus dedos recorriendo las teclas del clave se le antojaban caricias, no a sus oídos, sino a su ser mortal. Empujado por ese afecto, siempre protegió a la Austriaca incluso de los propios intrigantes de Versalles, que eran casi todos. Sí; todos los halcones ansiaban descuartizar y devorar a la paloma, especialmente Madame du Barry, quien por todos los medios trató de destruirla o desacreditarla, allanando la labor de los iluminados. De ella, precisamente, tuvieron los hermanos mejor información que de él. Ella, Du Barry, fue la primera en verter soterradas acusaciones de libertinaje de María Antonieta con la princesa de Lamballe y la condesa de Polignac, o con el barón de Besenval o el duque de Coigny, a quien se le suponía padre natural del Delfín, Luís José. La muerte de Sofía Beatriz, la cuarta hija de María Antonieta, y del Delfín, después, la sumieron en una tristeza tan magna y altiva que le conmovió, y, a pesar de no pertenecer a la corte, la quiso socorrer con su ternura; pero le despreció. Tal vez enloqueció de dolor, y por causa de éste, o tal vez por aquel feo asunto del collar de diamantes, que aun coleaba enlodando su nombre y granjeándola el remoquete de Madame Déficit, se hizo huraña y desagradable, rompiendo todos sus encantos como un cristal al que se golpeara con una maza. Desde entonces pareció amarse sólo a misma, y hasta a su marido, el rey Luís, le mangoneaba y ninguneaba, dejándole en evidencia ante su corte y facilitando el camino del derribo a sus enemigos, a los iluminados. Ahora lo recuerda todo, y le duele particularmente, porque le despreció a favor de otros de la aristocracia, asomándole por primera vez al resentimiento. El poder, más que nunca, era suyo entonces; eran él y los suyos quienes decidían quiénes vivirían o morirían, porque nadie era como la logia para conspirar y preparar venganzas. Por eso, porque el poder era suyo y estaba herido en su orgullo, por desdén consintió que el nombre de su amor secreto figurara en el Libro y se conjuró para prevenir su hora, reservándose el derecho de ser su adventor, su acusador y su verdugo. Su suerte, pues que así trataba a quien pretendió auxiliarla y de tal forma la amaba, estaba echada: que corriera con el costo de sus ínfulas. Nada es gratis.

El cuarto escalón le trae a mientes a los suyos, los iluminados. Si estos son los albores del nuevo orden que preconizaban, por fuerza ha de ser terrible cuando se implante; pero él cumplió con su parte y está su conciencia tranquila. Siempre fue fiel al juramento, y acepta su muerte o su sacrificio como parte de un plan que conducirá a... ¿Adónde? No sabe adónde conduce ese plan poderoso que socava monarquías e Iglesias conforme a las cartas del Tarot, a razón de 13 años por cada una, desde ese 1776 en que los hermanos del otro lado del Atlántico tomaron su país, completando la carta I, El Mago, a este 1789 en que se ha coronado la II, La Papisa.

El quinto escalón le dibuja un doble panorama: la Fe que le inculcaron y la realidad que ya se aproxima. El hombre. No sabe qué es el hombre ya. El pentagrama se yergue en sus mientes como un símbolo poderoso. Pervirtieron los hombres las leyes divinas; por eso también han de ser derribados los bulos y los mitos para promover las verdades que siempre estuvieron en la luz negra de las logias: lucce-ferre, el que atrae la luz, el símbolo de París, la Par-Isis mítica en que tiene su asiento el primer movimiento de un largo concierto que abarcará el mundo.

El sexto escalón le evoca a su familia, a sus hijos estigmatizados por esta falsa acusación de traición, aunque la traición ha existido: las de sus hermanos hacia él... y la de sus propios hijos, quienes, por salvarse y dar testimonio de inocencia, le acusaron de traición también. Tal vez así deba ser, porque es la servidumbre del poder. La Ley del Péndulo lo exige. El séptimo peldaño le aproxima a su consumación como hombre que ha abierto los ojos y ha visto la luz de la Verdad. Ha cumplido, ha sido fiel, pero los grandes hombres, los verdaderamente poderosos, han de ser sacrificados, morir para vivir, cerrando el círculo. No hay grandeza sin sangre.

El octavo escalón, contra todo pronóstico le muestra el feo semblante del miedo, del pánico. Hay sangre en el suelo, huele a orina y a heces de quienes le antecedieron en el patíbulo. A un lado, hay cestos con varias cabezas, y en un lateral varios cuerpos decapitados, apilados desordenadamente como enseres desechados. La muerte tiene un rostro horrible. Le invade un sudor gélido, y, súbitamente, los miembros le tiemblan. Algunos de los ocho que le acompañaron le preceden. Oye sus gritos, sus inútiles demandas de piedad, y se asusta, temiéndose que el espanto emborrone sus firmes convicciones. Redoblan los tambores y cae la cuchilla, elevando desde la multitud enfáticos vítores. Nadie de ese pueblo merece su sacrificio. Son brutos, salvajes, incultos. Nada de lo hecho merecía la pena; pero ya es tarde. Trató de salvar lo insalvable, y ahora que es su cuello el que va a ser cercenado, se produce asco.

Dos soldados le toman por los brazos, y su cuerpo se resiste, lloran sus ojos, temblonamente su voz también suplica misericordia, la misma que su poder eludió. Proclama a gritos su inocencia, blande su apoyo a la Revolución, su fidelidad. Lívido y lloroso, con la sangre coagulada por el pánico y el corazón esforzándose en bombear un caldo denso y salobre que es incapaz de retener ya su vida, le arrodillan y sellan el cepo en torno a su cuello. Redoblan los tambores. Arrodillado, mira desde su postración a ese pueblo infame que así abona su sacrificio. Odian el poder, su poder, cualquier poder. Hasta el verdugo está por encima de él, sin duda recreándose de la caída de los grandes, porque sólo los miserables pueden ufanarse cuando otros mayores caen abatidos a sus pies. Cesan los tambores y un sonido raudo, agudo, se adueña de un silencio atroz que parece haber conquistado el mundo y helado a la masa. Ojos desorbitados, alientos contenidos.. Exhala un grito atroz, desesperado, y, como si fuera un conjuro, cesa el ruido del silencio con un golpe seco y duro. Quema, duele. El mundo, lentamente, se sofoca en un ardor indecible. Mueve los labios mientras por los cabellos levanta su cabeza el verdugo y la exhibe a la multitud. El mundo queda más abajo: ahora ocupa su verdadero lugar en lo más alto, en lo más soberano, mientras todo se sumerge en las tinieblas.

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