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Marcos Méndez Sanguos

'La guerra de los mundos', de H. G. Wells

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El miércoles 29 de junio se estrena en España “La Guerra de los Mundos”, basada en la novela homónima de Herbert George Wells que narra, como todos ustedes saben de antemano aun los que no hayan disfrutado del placer de su (re)lectura, la invasión de una cultura marciana con el objetivo de someter a la raza humana y explotar los recursos de nuestro planeta.

Esta espléndida obra (quizá la mejor de la primera etapa de Wells, superior a “La máquina del tiempo” o “El hombre invisible”), precedente o iniciador de lo que Hugo Gernsback dio a llamar ciencia ficción (“science fiction”) en 1929, “una literatura inquietante y concienciadora” en palabras de Vázquez Montalbán -citado en “La literatura de ciencia-ficción” de Juan José Plans- se desarrolla enteramente en Inglaterra, cuna de su autor y marco propicio de catástrofes varias (recordar “28 días después”, la interesante película de Danny Boyle en la que se describen en imágenes unas sensaciones muy parecidas a las que embargan al protagonista de la novela de Wells mientras pasea por las solitarias arterias londinenses: “Donde no se veía polvo negro, la ciudad presentaba el mismo aspecto normal de los domingos, con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general...” “…más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido, y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta”).

H. G. Wells describe a los invasores de Marte como unos seres repulsivos, especie maligna de cefalópodos con múltiples tentáculos, muy diferentes a los habituales homúnculos cinematográficos carentes de imaginación y también de perspectiva científica, pues en este sentido todos los expertos en la materia parecen convenir en alienígenas como seres extraños e inimaginables, desde luego diferentes a las formas y proporciones típicamente humanas -la extraña boca en forma de uve, con su labio superior en punta; la ausencia de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos… Todo ello produce un efecto muy parecido al de la náusea”-. Descripciones de esta intensidad tanto de los marcianos como de sus instrumentos de guerra, trípodes de treinta metros de altura ribeteados con un caparazón que parece sondear a conciencia cientos de metros a su alrededor, hacen que la novela se mantenga más cerca de la ficción que de la ciencia, de ahí que algunos autores no reconozcan la obra de Wells dentro de la science-fiction, debate ilógico y sin demasiada importancia, como todas las controversias derivadas de la división artística en géneros y subgéneros que lo único que hacen es reducir la cantidad en beneficio de una clasificación meramente subjetiva y normalmente anticuada.

“La Guerra de los Mundos” fue una fantasía especulativa dedicada a entretener a las mentes cansadas del romanticismo del XIX (la obra se publica en Inglaterra en 1897, el mismo año que en Irlanda aparece el “Drácula” de Bram Stoker), pero también era una extrapolación de la sociedad y las mentalidades del hombre moderno cuya seguridad se veía amenazada por un acontecimiento no tan improbable como imprevisible.

En este sentido, los capítulos en los que el protagonista convive con un cura aprisionado por el miedo y las crisis de fe resumen con diafanidad las tendencias ateas del autor, remarcadas por el amenazante epílogo con el que concluye una de las obras más interesantes de la ciencia ficción de todos los tiempos, ahora trasladada a celuloide por segunda vez y conocida mundialmente por aquel Halloween de 1938 cuando un genio del cine (y de muchas otras cosas) llamado Orson Welles aterrorizó a millones de personas con una representación radiofónica colosal, adaptación escarbadora de miedos primigenios y mensaje no intencionado sobre el poder de los medios de comunicación y la ignorancia e indefensión de las masas.

'La guerra de los mundos', de H. G. Wells

Marcos Méndez Sanguos
Marcos Méndez
sábado, 22 de octubre de 2005, 01:17 h (CET)
El miércoles 29 de junio se estrena en España “La Guerra de los Mundos”, basada en la novela homónima de Herbert George Wells que narra, como todos ustedes saben de antemano aun los que no hayan disfrutado del placer de su (re)lectura, la invasión de una cultura marciana con el objetivo de someter a la raza humana y explotar los recursos de nuestro planeta.

Esta espléndida obra (quizá la mejor de la primera etapa de Wells, superior a “La máquina del tiempo” o “El hombre invisible”), precedente o iniciador de lo que Hugo Gernsback dio a llamar ciencia ficción (“science fiction”) en 1929, “una literatura inquietante y concienciadora” en palabras de Vázquez Montalbán -citado en “La literatura de ciencia-ficción” de Juan José Plans- se desarrolla enteramente en Inglaterra, cuna de su autor y marco propicio de catástrofes varias (recordar “28 días después”, la interesante película de Danny Boyle en la que se describen en imágenes unas sensaciones muy parecidas a las que embargan al protagonista de la novela de Wells mientras pasea por las solitarias arterias londinenses: “Donde no se veía polvo negro, la ciudad presentaba el mismo aspecto normal de los domingos, con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general...” “…más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido, y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta”).

H. G. Wells describe a los invasores de Marte como unos seres repulsivos, especie maligna de cefalópodos con múltiples tentáculos, muy diferentes a los habituales homúnculos cinematográficos carentes de imaginación y también de perspectiva científica, pues en este sentido todos los expertos en la materia parecen convenir en alienígenas como seres extraños e inimaginables, desde luego diferentes a las formas y proporciones típicamente humanas -la extraña boca en forma de uve, con su labio superior en punta; la ausencia de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos… Todo ello produce un efecto muy parecido al de la náusea”-. Descripciones de esta intensidad tanto de los marcianos como de sus instrumentos de guerra, trípodes de treinta metros de altura ribeteados con un caparazón que parece sondear a conciencia cientos de metros a su alrededor, hacen que la novela se mantenga más cerca de la ficción que de la ciencia, de ahí que algunos autores no reconozcan la obra de Wells dentro de la science-fiction, debate ilógico y sin demasiada importancia, como todas las controversias derivadas de la división artística en géneros y subgéneros que lo único que hacen es reducir la cantidad en beneficio de una clasificación meramente subjetiva y normalmente anticuada.

“La Guerra de los Mundos” fue una fantasía especulativa dedicada a entretener a las mentes cansadas del romanticismo del XIX (la obra se publica en Inglaterra en 1897, el mismo año que en Irlanda aparece el “Drácula” de Bram Stoker), pero también era una extrapolación de la sociedad y las mentalidades del hombre moderno cuya seguridad se veía amenazada por un acontecimiento no tan improbable como imprevisible.

En este sentido, los capítulos en los que el protagonista convive con un cura aprisionado por el miedo y las crisis de fe resumen con diafanidad las tendencias ateas del autor, remarcadas por el amenazante epílogo con el que concluye una de las obras más interesantes de la ciencia ficción de todos los tiempos, ahora trasladada a celuloide por segunda vez y conocida mundialmente por aquel Halloween de 1938 cuando un genio del cine (y de muchas otras cosas) llamado Orson Welles aterrorizó a millones de personas con una representación radiofónica colosal, adaptación escarbadora de miedos primigenios y mensaje no intencionado sobre el poder de los medios de comunicación y la ignorancia e indefensión de las masas.

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