La esperanza de que la primavera árabe iba a dar lugar al establecimiento de gobiernos democráticos en Oriente Medio no solamente se ha desvanecido al mismo ritmo que surgieron los movimientos de protesta, sino que la situación de relativo equilibrio existente en la región hace unos años de gobiernos comienza a parecer envidiable a la luz de los últimos acontecimientos bélicos en Siria, que tiene un peligroso potencial de arrastre sobre otros países; y en Egipto, donde tras las elecciones el proceso democratizador se ve comprometido por un parlamento dominado por islamistas que empiezan a probar los límites de sus nuevas competencias.
También habrá quien eche en falta un mayor papel de intervención geopolítica por parte de Estados Unidos, en proceso de clara retirada en la región, situación que ha dejado un vacío que esperan llenar y por el que compiten Turquía e Irán, en una interesante vuelta a loque fueron los últimos 500 años de rivalidad en el mundo árabe entre los imperios Otomano y Persa.
Precisamente en el punto central de esta competición se sitúa el conflicto sirio, cuyo gobierno es apoyado por Irán y con importantes implicaciones sobre la continuidad del movimiento chií Hezbolá en el Líbano, ya que la caída del actual gobierno y consiguiente abandono por parte de Siria de la órbita de control de Teherán, haría vulnerable en la región no solamente al movimiento Hezbolá sino al propio Irán, y ya se sabe lo peligroso que puede llegar a ser un animal herido.
Es en cualquier caso el camino que abrió la primavera árabe, aunque no sepamos muy bien hacia dónde conduce y cuáles son los nuevos riesgos geopolíticos de la región.