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Justo en la esquina de la calle donde me crié en Vigo había un quiosco de barrio

España encerrada en sí misma

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Tenía un cristal enorme a modo de escaparate donde durante muchísimos años, estuvieron siempre expuestos, bajo una gran capa de polvo, los mismos libros amarilleados por la luz del sol.

Había uno con la portada de color azul oscuro que se llamaba “Lecciones de política exterior” y que costaba 8000 pesetas, cantidad que por aquel entonces representaba para mí una fortuna inalcanzable.

Todos los días miraba ese libro deseando comprarlo mientras iba, primero de camino a la parada de autobús del colegio y más delante de camino al instituto.

Un día el quiosco cambió de dueño y nunca más volví a saber que había pasado con aquel libro.

Esta pequeña historia de mi vida se sitúa a finales de los años 80 y a comienzos de los 90.

En una época en la que los españoles no nos pasábamos el día entero mirándonos el ombligo y nos preocupábamos por saber que pasaba en el resto del mundo.

Leíamos sobre la Guerra fría, vivimos retransmitida la caída del Muro de Berlín. Lloramos y nos concienciamos con la crisis y el genocidio que nos llegó de Ruanda en el 94.

Supongo que después de 40 años encerrados en nuestra propia idiosincrasia, éramos una sociedad que estaba deseando abrirse al mundo y formar parte de él. Y los que por aquel entonces éramos niños, recibíamos esa idea de nuestros mayores.

Hoy en día no hace falta más que abrir una red social para ver que hemos involucionado de mariposas a capullos en muy pocas décadas.

Vivimos la actualidad en clave nacional. Nos hastiamos de la pesadez del nacionalismo catalán. Nos preocupamos de los incendios en Galicia. Rezamos cuando existe una tragedia en alguna de nuestras ciudades. Y aunque esto está bien, ¡no es suficiente para ser una sociedad del Siglo XXI!

Prácticamente nadie sabe que hay varias crisis humanitarias de proporciones catastróficas en Nigeria o en Birmania.

Nos ha llegado la crudeza de la Guerra de Siria por la parte que afecta a Europa en la acogida de refugiados pero ni caso a lo que sucede en Pakistán o Egipto.

Los que son un poco más mayores recordarán el conflicto entre Palestina e Israel. Sean sinceros, ¿cuándo fue la última vez que leyeron algo al respecto?

¿De verdad podemos considerarnos una sociedad informada cuándo nos indignamos por la situación en Venezuela pero no sabemos que en Colombia o México también se están vulnerando los derechos humanos?

Si parásemos, al azar a diez personas por la calle, ¿cuántos sabrían decirnos el nombre del presidente de Portugal o del primer ministro italiano?

España se ha vuelto a cerrar, pero esta vez lo hemos hecho solitos los españoles sin ninguna “ayuda” de un dictador y de momento parece que no estamos dispuestos a hacer el pequeño esfuerzo que supone abrir la mente a un mundo, que por cierto, es enorme.

España encerrada en sí misma

Justo en la esquina de la calle donde me crié en Vigo había un quiosco de barrio
Iria Bouzas Álvarez
miércoles, 20 de septiembre de 2017, 08:11 h (CET)
Tenía un cristal enorme a modo de escaparate donde durante muchísimos años, estuvieron siempre expuestos, bajo una gran capa de polvo, los mismos libros amarilleados por la luz del sol.

Había uno con la portada de color azul oscuro que se llamaba “Lecciones de política exterior” y que costaba 8000 pesetas, cantidad que por aquel entonces representaba para mí una fortuna inalcanzable.

Todos los días miraba ese libro deseando comprarlo mientras iba, primero de camino a la parada de autobús del colegio y más delante de camino al instituto.

Un día el quiosco cambió de dueño y nunca más volví a saber que había pasado con aquel libro.

Esta pequeña historia de mi vida se sitúa a finales de los años 80 y a comienzos de los 90.

En una época en la que los españoles no nos pasábamos el día entero mirándonos el ombligo y nos preocupábamos por saber que pasaba en el resto del mundo.

Leíamos sobre la Guerra fría, vivimos retransmitida la caída del Muro de Berlín. Lloramos y nos concienciamos con la crisis y el genocidio que nos llegó de Ruanda en el 94.

Supongo que después de 40 años encerrados en nuestra propia idiosincrasia, éramos una sociedad que estaba deseando abrirse al mundo y formar parte de él. Y los que por aquel entonces éramos niños, recibíamos esa idea de nuestros mayores.

Hoy en día no hace falta más que abrir una red social para ver que hemos involucionado de mariposas a capullos en muy pocas décadas.

Vivimos la actualidad en clave nacional. Nos hastiamos de la pesadez del nacionalismo catalán. Nos preocupamos de los incendios en Galicia. Rezamos cuando existe una tragedia en alguna de nuestras ciudades. Y aunque esto está bien, ¡no es suficiente para ser una sociedad del Siglo XXI!

Prácticamente nadie sabe que hay varias crisis humanitarias de proporciones catastróficas en Nigeria o en Birmania.

Nos ha llegado la crudeza de la Guerra de Siria por la parte que afecta a Europa en la acogida de refugiados pero ni caso a lo que sucede en Pakistán o Egipto.

Los que son un poco más mayores recordarán el conflicto entre Palestina e Israel. Sean sinceros, ¿cuándo fue la última vez que leyeron algo al respecto?

¿De verdad podemos considerarnos una sociedad informada cuándo nos indignamos por la situación en Venezuela pero no sabemos que en Colombia o México también se están vulnerando los derechos humanos?

Si parásemos, al azar a diez personas por la calle, ¿cuántos sabrían decirnos el nombre del presidente de Portugal o del primer ministro italiano?

España se ha vuelto a cerrar, pero esta vez lo hemos hecho solitos los españoles sin ninguna “ayuda” de un dictador y de momento parece que no estamos dispuestos a hacer el pequeño esfuerzo que supone abrir la mente a un mundo, que por cierto, es enorme.

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