Jamás he visto algo semejante. Si en algún momento de mi vida he de creer en actos paranormales, me apunto este como referencia inolvidable. No habrá mayor recompensa por menos. El capricho de Abramovich cobra forma la misma noche en que el fútbol salió llorando del Allianz Arena. Increíble.
En Nápoles perdieron 3-1. El Benfica los puso al límite. Llamar milagro a lo del Barça es quedarse tremendamente corto. Y hoy, tras una veintena de saques de esquina de su rival, empata la final con el primer córner que no se lanza sobre su área. Robben se sumó a Messi como damnificado del conjuro Di Matteo, dejando vía libre a la primera Champions de un triunfador nefasto para el mundo del balompié.
Se demuestra que con dinero hasta el más tonto hace bote, y que transformar el fútbol de fiesta a funeral sale más que rentable. Ni me hablen del “todo vale” o el manido “la defensa también juega”. Si todos hicieran lo mismo esto sería un deporte insufrible. El autobús no es de estrategas, es de cobardes. La copa se irá a Londres, pero el recuerdo, eso a los que muchas mentes cortas infravaloran, dejará el campeón más triste en décadas.
Tiemblan los cimientos de la diversión cuando viajo a la época donde Grecia e Italia gobernaban el balompié internacional (¿se acuerda de algo del equipo heleno?. Pues por ahí nos movemos). España destrozó a los asesinos del espectáculo y la olimpiada de Pep en el Barça devolvió al juego el protagonismo que nunca debió perder.
Ahora que muchas plumas acomplejadas se apuran en intentar borrar o ensuciar una época de alegría sobre el césped (pobrecitos), conviene recordar para qué estamos en esto. Un trofeo no significa nada si no llega acompañado de una historia. De una buena. Y el aficionado tiene el derecho y la responsabilidad de exigirla. El resto son directivos de PlayStation, mercenarios al mejor postor y satisfacciones onanistas de duración muy limitada. Y sí, menos mal que llegan los Juegos.