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Alejémonos de los manidos libros de autoayudas que parecen escritos a lomos de unicornios bajando un arcoiris, pero conservemos el mal llamado sentido común, que tanto escasea. La felicidad no es un estado permanente, sino un puñado de momentos que equilibran el conjunto de normalidad y desgracia.

La enfermiza ansiedad por ser feliz

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La proliferación de perfiles, en las redes, que coleccionan e inventan frases de motivación, reflexión y rehabilitación emocional está derivando en un fenómeno reiterante sobre la presencia de la muerte, la conciencia de la finitud y la cuenta atrás.

La sociedad del riesgo global, como la definió U. Beck, parece haberse hecho más patente en las últimas décadas a golpe de atentados, hostilidad bélica en aguas internacionales y proximidades de costas extranjeras, violencia doméstica hecha visible, enfrentamientos raciales, homofobia, etc. Sin embargo, la afirmación de la vida llega de la mano del constante recuerdo de la muerte, de la pérdida, del olvido y de la enfermedad. Las eternas nupcias entre Carpe diem y Tempus fugit parecen celebrarse con ansiedad y excitación. Parece que la felicidad se ha convertido en una obligación y que cada día tiene que ser legendario.

Debemos reparar en un detalle lógico: para que algo sea extraordinario todo lo demás tiene que ser ordinario. Palabras como “inolvidable”, “irrepetible”, “único”, “épico” van a morir de éxito al desgastarse y vaciarse, al confundir lo aceptable con lo excepcional. Es magnífico enarbolar la vitalidad y la felicidad, pero no hipotecándose en el absurdo intento de hacer cada día una historia para recordar. Afortunadamente no todos, pero vivimos en la exigente tarea de ser feliz de manera constante, cuando la felicidad no es un estado perpetuo, sino transitorio y volátil. La felicidad no se apoya en un sólido continuo, más bien lo hace en sensaciones que hay que mantener o desechar.

Por otro lado, tenemos el bombardeo incesante del tiempo atrás, un pesado reloj de arena que parece vaciarse de modo alarmante. El reloj social, los tiempos dispuestos por la mayoría que aplasta la invidualidad y los ritmos de cada uno. El cumplimiento de esas etapas se ha convertido en una especie de precepto ineludible que produce profundas dudas sobre estar haciendo lo correcto o no, lo esperable o no, lo bueno o no.

Para muchas personas, esta cuota diaria de felicidad ha aumentado debido a la mayor visibilidad o supuesta visibilidad de la población en las redes sociales y plataformas móviles. Es algo así como firmar voluntariamente un contrato que te exige demostraciones periódicas de éxito social, profesional o emocional.

Y si asfixiante puede llegar a ser la autoexigencia, súmale el agravio comparativo y el malestar que viven muchas personas al competir con todos los que le rodean. Desde luego, es un tema para plantearse seriamente. La cultura del “y yo más” solo beneficia a la industria de consumo, porque emocionalmente destruye a miles de personas viviendo una vida mediocre debido a su insana competición.

Alejémonos de los manidos libros de autoayudas que parecen escritos a lomos de unicornios bajando un arcoiris, pero conservemos el mal llamado sentido común, que tanto escasea. No podemos hacer una fiesta cada día por estar vivos, sanos, bien nutridos, aceptados e intregados, si lo estamos; porque la felicidad no consiste en alcanzar y mantener unas metas o niveles, ya que en cuanto nos acostumbramos dejan de ser un estímulo positivo y se convierten en un bien no valorado. Pese a todo, esta moda, que al parecer ha venido para quedarse un tiempo, hace que la gente perciba su vida con agitación. La calma y la reflexión son también necesarios, el fracaso forma parte del éxito y no es lo contrario como nos han hecho creer, llorar despeja y nada tiene que ver con la debilidad, mostrar nuestras debilidades nos hace fuerte y apostar por uno mismo, aunque seas diferente al resto, te fortalece.

¿Acaso todo eso quita que no queramos ser felices, conseguir nuestros objetivos y sacar cada día una versión mejor de nosotros mismos? Pues claro que no, solo nos hace más realistas, tener los pies en el suelo, ser conscientes de nuestros límites y defectos para poder trabajar sobre ellos. Y ahora preguntémonos: ¿de verdad tiene sentido estar recordando continuamente que cada momento podría ser el último para ser feliz? La felicidad no es la negación de la infelicidad, ambos son dos extremos que en medio tienen un amplísimo repertorio de estados. Cada persona encuentra la felicidad en cosas diferentes, en la mayoría de los casos en pequeños detalles y grandes proyectos. Si los objetivos son muy ambiciosos producen frustración, por lo que basta con fraccionarlos en escalones. ¿Por qué pensais que se parte la formación académica en cursos por muchos cambios pedagógicos que se produzcan?

Esto no funciona con recetas, plantillas o métodos; no hay respuestas cerradas y universalmente válidas. La vida es una construcción en la que cada perspectiva requiere de atenciones diferentes. En la representación lineal que hacemos de la vida, en ese segmento donde los dos únicos puntos seguros son el nacimiento y la muerte, se interponen en nuestro camino infinidad de elementos que cada persona interpretará a su modo. Si tener millones de seguidores te hace realmente feliz, perfecto; pero si la felicidad de una persona depende integramente de la aceptación ajena y el beneplácito de los demás, nunca conseguirá complacer a todos porque siempre habrá uno que estará insatisfecho: uno mismo.

La enfermiza ansiedad por ser feliz

Alejémonos de los manidos libros de autoayudas que parecen escritos a lomos de unicornios bajando un arcoiris, pero conservemos el mal llamado sentido común, que tanto escasea. La felicidad no es un estado permanente, sino un puñado de momentos que equilibran el conjunto de normalidad y desgracia.
Jesús Portillo Fernández
lunes, 11 de septiembre de 2017, 08:14 h (CET)
La proliferación de perfiles, en las redes, que coleccionan e inventan frases de motivación, reflexión y rehabilitación emocional está derivando en un fenómeno reiterante sobre la presencia de la muerte, la conciencia de la finitud y la cuenta atrás.

La sociedad del riesgo global, como la definió U. Beck, parece haberse hecho más patente en las últimas décadas a golpe de atentados, hostilidad bélica en aguas internacionales y proximidades de costas extranjeras, violencia doméstica hecha visible, enfrentamientos raciales, homofobia, etc. Sin embargo, la afirmación de la vida llega de la mano del constante recuerdo de la muerte, de la pérdida, del olvido y de la enfermedad. Las eternas nupcias entre Carpe diem y Tempus fugit parecen celebrarse con ansiedad y excitación. Parece que la felicidad se ha convertido en una obligación y que cada día tiene que ser legendario.

Debemos reparar en un detalle lógico: para que algo sea extraordinario todo lo demás tiene que ser ordinario. Palabras como “inolvidable”, “irrepetible”, “único”, “épico” van a morir de éxito al desgastarse y vaciarse, al confundir lo aceptable con lo excepcional. Es magnífico enarbolar la vitalidad y la felicidad, pero no hipotecándose en el absurdo intento de hacer cada día una historia para recordar. Afortunadamente no todos, pero vivimos en la exigente tarea de ser feliz de manera constante, cuando la felicidad no es un estado perpetuo, sino transitorio y volátil. La felicidad no se apoya en un sólido continuo, más bien lo hace en sensaciones que hay que mantener o desechar.

Por otro lado, tenemos el bombardeo incesante del tiempo atrás, un pesado reloj de arena que parece vaciarse de modo alarmante. El reloj social, los tiempos dispuestos por la mayoría que aplasta la invidualidad y los ritmos de cada uno. El cumplimiento de esas etapas se ha convertido en una especie de precepto ineludible que produce profundas dudas sobre estar haciendo lo correcto o no, lo esperable o no, lo bueno o no.

Para muchas personas, esta cuota diaria de felicidad ha aumentado debido a la mayor visibilidad o supuesta visibilidad de la población en las redes sociales y plataformas móviles. Es algo así como firmar voluntariamente un contrato que te exige demostraciones periódicas de éxito social, profesional o emocional.

Y si asfixiante puede llegar a ser la autoexigencia, súmale el agravio comparativo y el malestar que viven muchas personas al competir con todos los que le rodean. Desde luego, es un tema para plantearse seriamente. La cultura del “y yo más” solo beneficia a la industria de consumo, porque emocionalmente destruye a miles de personas viviendo una vida mediocre debido a su insana competición.

Alejémonos de los manidos libros de autoayudas que parecen escritos a lomos de unicornios bajando un arcoiris, pero conservemos el mal llamado sentido común, que tanto escasea. No podemos hacer una fiesta cada día por estar vivos, sanos, bien nutridos, aceptados e intregados, si lo estamos; porque la felicidad no consiste en alcanzar y mantener unas metas o niveles, ya que en cuanto nos acostumbramos dejan de ser un estímulo positivo y se convierten en un bien no valorado. Pese a todo, esta moda, que al parecer ha venido para quedarse un tiempo, hace que la gente perciba su vida con agitación. La calma y la reflexión son también necesarios, el fracaso forma parte del éxito y no es lo contrario como nos han hecho creer, llorar despeja y nada tiene que ver con la debilidad, mostrar nuestras debilidades nos hace fuerte y apostar por uno mismo, aunque seas diferente al resto, te fortalece.

¿Acaso todo eso quita que no queramos ser felices, conseguir nuestros objetivos y sacar cada día una versión mejor de nosotros mismos? Pues claro que no, solo nos hace más realistas, tener los pies en el suelo, ser conscientes de nuestros límites y defectos para poder trabajar sobre ellos. Y ahora preguntémonos: ¿de verdad tiene sentido estar recordando continuamente que cada momento podría ser el último para ser feliz? La felicidad no es la negación de la infelicidad, ambos son dos extremos que en medio tienen un amplísimo repertorio de estados. Cada persona encuentra la felicidad en cosas diferentes, en la mayoría de los casos en pequeños detalles y grandes proyectos. Si los objetivos son muy ambiciosos producen frustración, por lo que basta con fraccionarlos en escalones. ¿Por qué pensais que se parte la formación académica en cursos por muchos cambios pedagógicos que se produzcan?

Esto no funciona con recetas, plantillas o métodos; no hay respuestas cerradas y universalmente válidas. La vida es una construcción en la que cada perspectiva requiere de atenciones diferentes. En la representación lineal que hacemos de la vida, en ese segmento donde los dos únicos puntos seguros son el nacimiento y la muerte, se interponen en nuestro camino infinidad de elementos que cada persona interpretará a su modo. Si tener millones de seguidores te hace realmente feliz, perfecto; pero si la felicidad de una persona depende integramente de la aceptación ajena y el beneplácito de los demás, nunca conseguirá complacer a todos porque siempre habrá uno que estará insatisfecho: uno mismo.

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