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La Suite Real

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Pobre idiota. La que se le avecina cuando vea que no hay nadie, que está sola en la habitación, que me he pirado. Aunque he dormido mucho, he conseguido despertarme a tiempo. Oigo la ducha, eso quiere decir que Paula se ha levantado ya. Me visto rápido, casi sin atarme los zapatos. Salgo al pasillo y pulso el botón del ascensor. No he olvidado coger mi botín de guerra: las mínimas bragas que llevaba puestas anoche y que  debí quitarle no sé cuándo. Ni cómo. Por cierto, están rotas. En unos segundos me plantaré en Recepción. Preguntaré dónde puedo comprar tabaco y avisaré para que no la molesten hasta que yo regrese. Es mentira, claro, no pienso volver. Nos conocimos ayer por la tarde en la boda de Berto y Virita. A ella no sé porqué la llaman Virita si suma casi cuarenta tacos. Berto cumplió los cuarenta y tres hace unos meses. Es un matrimonio pospuesto con tres lustros de noviazgo. A Paula y a mí nos habían colocado en el rincón de los solteros, de los divorciados, de los separados y de los viudos. Siempre igual. Cada boda es una oportunidad para la aventura. Localicé mi nombre escrito en la tarjetita blanca, sobre una copa, y allí me senté. La cena era en la novena planta del Astoria. A través de la cristalera que nos rodeaba, veíamos una Valencia iluminada, dormida, nocturna. Era casi como viajar en helicóptero pero sin moverse del sitio. Ella estaba a mi derecha. Sin poder evitarlo, se me cayeron los ojos en su escote. La cena discurrió entre brindis aleatorios y vivas nupciales. Hubo entrantes, pescado, entrecot, postres y la tarta, que los novios cortaron ante el fotógrafo con sonrisa imperial. Fuimos conversando entre plato y plato, entre copa y copa. Vino blanco primero; después, tinto. Y por último champán, champán francés. Para sus amigos, a Virita y Berto nunca les dolieron prendas. Cuando nos dimos cuenta, parecía como si los demás solteros, divorciados, separados y viudos no existiesen. La pareja pasó luego a visitar las mesas, una tras otra, para agradecer la asistencia. La nuestra también, claro. Ya veo que os habéis presentado, dijo Virita muy sonriente. Con la barra libre, las formas degeneraron un poco. Paula y yo nos pusimos tontitos, cariñosos, a tono. Aparecimos por algún rincón besuqueándonos y mordiéndonos como colegiales después de clase. Ignoro si nos vieron salir, únicamente recuerdo que bajamos a Recepción y que yo pedí habitación para dos. En el descenso hube de refrenar a Paula porque a eso del sexto piso ya me había quitado la corbata y, como si lo hiciera a diario, me había desabrochado el cinturón atrayéndome hacia ella. De repente, me encontré hablando con el recepcionista de guardia. El tipo se dio cuenta de qué iba la cosa y sólo me pidió nombre y apellidos. Me los inventé. Sólo queda disponible la Suite Real, en el tercer piso, advirtió. Acepté sin dudarlo y para redondear la faena pedí champán. ¿Francés?, preguntó. Por supuesto, respondí. Daba igual. Ya se me ocurriría algo más tarde. Sólo llevaba un billete de veinte euros que encontré, aburrido, en un bolsillo de la chaqueta. Al entrar en la habitación vimos la botella y un par de copas, bien presentadas sobre una bandeja. No recuerdo mucho. Fue el alcohol, sin duda. Guardo imágenes del cuerpo desnudo de Paula entre mis brazos. Pero poco más. Ahora sólo me falta atravesar el vestíbulo principal y ganar la calle. La juerga que la pague ella cuando salga de la ducha y se tropiece con la habitación vacía. Y sin bragas.

Pobre idiota. La que se le avecina cuando despierte y vea que no hay nadie, que está solo en la cama, que me he pirado. ¡Valiente amante! Decía que se llamaba Enrique. Lo único cierto que dijo anoche, probablemente. Leí la tarjeta que habían colocado sobre su copa. Los apellidos que le dio al recepcionista eran falsos. Seguro. Si cree que un polvo a medias vale los gastos de la fiesta, va listo. A las bodas nunca llevo dinero ni tarjetas de crédito. Los bolsos de ceremonia son muy pequeños. Hay que ser feminista lo justo, sin pasarse. Y  aún pidió una botella de champán. ¿Francés?, preguntó el recepcionista. Por supuesto,  contestó él. No sé si reparó primero en mi escote o en mí. Su mirada se quedó pegada en mis tetas. Durante la cena sólo habló de banalidades. Claro que yo también dije alguna. Al comenzar con las copas se las apañó para llevarme a un rincón discreto y comerme el cuello. Cuando me quise dar cuenta, tenía su brazo bajo mi falda. Tal vez me pilló el momento tonto. O tal vez me apetecía que lo hiciera, porque desde el divorcio no me como nada. No importa. La verdad es que nunca me habían metido mano a tanta altura y de noche, contemplando las azoteas iluminadas de la ciudad. Consiguió ponerme a cien y, sin avisar, me tomó por los hombros y me introdujo en el ascensor. Allí tuve que calmarle un poco para recomponerme. Me había desabrochado el sujetador y no podía aparecer así en Recepción. El empleado nos miró y se hizo cargo. Olió negocio fácil. Era listo. Sólo queda disponible la Suite Real, en el tercer piso, dijo. Para mi sorpresa, únicamente le pidió  su nombre y apellidos. No el deneí o la Visa. Tampoco habló del precio. A continuación pasó lo del champán francés y el por supuesto de Enrique, que valía una pasta. En la Suite, tuve que desnudarme yo misma para que no me destrozase la ropa, aunque no pude evitar que su impaciencia rasgase mis braguitas. Me tendió sobre la cama. No tuve tiempo ni para acomodarme. Se vino muy rápido, no me duró nada. Luego se durmió como un tronco. Encima de mí, claro. Me había quedado a medias y desvelada. Comencé a cavilar cómo salir de aquel entuerto tan caro. Le di muchas vueltas hasta que, con las primeras sombras del alba, tomé una decisión: marcharme. Con cuidado de no despertarle, roncaba como un burgundio, me escabullí por debajo de su cuerpo para vestirme sin los tacones, ni las braguitas rotas (decidí dejárselas como recuerdo). Entré en el baño y accioné el monomando para simular que me duchaba. Luego cerré la puerta y colgué el NO MOLESTAR en el picaporte. La cuenta se la pasan a él, avisé en Recepción antes de irme. Eran las nueve y media. Ahora que ya estoy lejos, siento un indudable alivio y pienso en la cara que pondrá Enrique al despertar. Voy subida en un taxi, sentada y sin braguitas. Ya veré cómo pago la carrera.

Texto vencedor del Astoria&Friends en su modalidad fan, autor Herme Cerezo

La Suite Real

Redacción
martes, 24 de abril de 2012, 08:02 h (CET)
Pobre idiota. La que se le avecina cuando vea que no hay nadie, que está sola en la habitación, que me he pirado. Aunque he dormido mucho, he conseguido despertarme a tiempo. Oigo la ducha, eso quiere decir que Paula se ha levantado ya. Me visto rápido, casi sin atarme los zapatos. Salgo al pasillo y pulso el botón del ascensor. No he olvidado coger mi botín de guerra: las mínimas bragas que llevaba puestas anoche y que  debí quitarle no sé cuándo. Ni cómo. Por cierto, están rotas. En unos segundos me plantaré en Recepción. Preguntaré dónde puedo comprar tabaco y avisaré para que no la molesten hasta que yo regrese. Es mentira, claro, no pienso volver. Nos conocimos ayer por la tarde en la boda de Berto y Virita. A ella no sé porqué la llaman Virita si suma casi cuarenta tacos. Berto cumplió los cuarenta y tres hace unos meses. Es un matrimonio pospuesto con tres lustros de noviazgo. A Paula y a mí nos habían colocado en el rincón de los solteros, de los divorciados, de los separados y de los viudos. Siempre igual. Cada boda es una oportunidad para la aventura. Localicé mi nombre escrito en la tarjetita blanca, sobre una copa, y allí me senté. La cena era en la novena planta del Astoria. A través de la cristalera que nos rodeaba, veíamos una Valencia iluminada, dormida, nocturna. Era casi como viajar en helicóptero pero sin moverse del sitio. Ella estaba a mi derecha. Sin poder evitarlo, se me cayeron los ojos en su escote. La cena discurrió entre brindis aleatorios y vivas nupciales. Hubo entrantes, pescado, entrecot, postres y la tarta, que los novios cortaron ante el fotógrafo con sonrisa imperial. Fuimos conversando entre plato y plato, entre copa y copa. Vino blanco primero; después, tinto. Y por último champán, champán francés. Para sus amigos, a Virita y Berto nunca les dolieron prendas. Cuando nos dimos cuenta, parecía como si los demás solteros, divorciados, separados y viudos no existiesen. La pareja pasó luego a visitar las mesas, una tras otra, para agradecer la asistencia. La nuestra también, claro. Ya veo que os habéis presentado, dijo Virita muy sonriente. Con la barra libre, las formas degeneraron un poco. Paula y yo nos pusimos tontitos, cariñosos, a tono. Aparecimos por algún rincón besuqueándonos y mordiéndonos como colegiales después de clase. Ignoro si nos vieron salir, únicamente recuerdo que bajamos a Recepción y que yo pedí habitación para dos. En el descenso hube de refrenar a Paula porque a eso del sexto piso ya me había quitado la corbata y, como si lo hiciera a diario, me había desabrochado el cinturón atrayéndome hacia ella. De repente, me encontré hablando con el recepcionista de guardia. El tipo se dio cuenta de qué iba la cosa y sólo me pidió nombre y apellidos. Me los inventé. Sólo queda disponible la Suite Real, en el tercer piso, advirtió. Acepté sin dudarlo y para redondear la faena pedí champán. ¿Francés?, preguntó. Por supuesto, respondí. Daba igual. Ya se me ocurriría algo más tarde. Sólo llevaba un billete de veinte euros que encontré, aburrido, en un bolsillo de la chaqueta. Al entrar en la habitación vimos la botella y un par de copas, bien presentadas sobre una bandeja. No recuerdo mucho. Fue el alcohol, sin duda. Guardo imágenes del cuerpo desnudo de Paula entre mis brazos. Pero poco más. Ahora sólo me falta atravesar el vestíbulo principal y ganar la calle. La juerga que la pague ella cuando salga de la ducha y se tropiece con la habitación vacía. Y sin bragas.

Pobre idiota. La que se le avecina cuando despierte y vea que no hay nadie, que está solo en la cama, que me he pirado. ¡Valiente amante! Decía que se llamaba Enrique. Lo único cierto que dijo anoche, probablemente. Leí la tarjeta que habían colocado sobre su copa. Los apellidos que le dio al recepcionista eran falsos. Seguro. Si cree que un polvo a medias vale los gastos de la fiesta, va listo. A las bodas nunca llevo dinero ni tarjetas de crédito. Los bolsos de ceremonia son muy pequeños. Hay que ser feminista lo justo, sin pasarse. Y  aún pidió una botella de champán. ¿Francés?, preguntó el recepcionista. Por supuesto,  contestó él. No sé si reparó primero en mi escote o en mí. Su mirada se quedó pegada en mis tetas. Durante la cena sólo habló de banalidades. Claro que yo también dije alguna. Al comenzar con las copas se las apañó para llevarme a un rincón discreto y comerme el cuello. Cuando me quise dar cuenta, tenía su brazo bajo mi falda. Tal vez me pilló el momento tonto. O tal vez me apetecía que lo hiciera, porque desde el divorcio no me como nada. No importa. La verdad es que nunca me habían metido mano a tanta altura y de noche, contemplando las azoteas iluminadas de la ciudad. Consiguió ponerme a cien y, sin avisar, me tomó por los hombros y me introdujo en el ascensor. Allí tuve que calmarle un poco para recomponerme. Me había desabrochado el sujetador y no podía aparecer así en Recepción. El empleado nos miró y se hizo cargo. Olió negocio fácil. Era listo. Sólo queda disponible la Suite Real, en el tercer piso, dijo. Para mi sorpresa, únicamente le pidió  su nombre y apellidos. No el deneí o la Visa. Tampoco habló del precio. A continuación pasó lo del champán francés y el por supuesto de Enrique, que valía una pasta. En la Suite, tuve que desnudarme yo misma para que no me destrozase la ropa, aunque no pude evitar que su impaciencia rasgase mis braguitas. Me tendió sobre la cama. No tuve tiempo ni para acomodarme. Se vino muy rápido, no me duró nada. Luego se durmió como un tronco. Encima de mí, claro. Me había quedado a medias y desvelada. Comencé a cavilar cómo salir de aquel entuerto tan caro. Le di muchas vueltas hasta que, con las primeras sombras del alba, tomé una decisión: marcharme. Con cuidado de no despertarle, roncaba como un burgundio, me escabullí por debajo de su cuerpo para vestirme sin los tacones, ni las braguitas rotas (decidí dejárselas como recuerdo). Entré en el baño y accioné el monomando para simular que me duchaba. Luego cerré la puerta y colgué el NO MOLESTAR en el picaporte. La cuenta se la pasan a él, avisé en Recepción antes de irme. Eran las nueve y media. Ahora que ya estoy lejos, siento un indudable alivio y pienso en la cara que pondrá Enrique al despertar. Voy subida en un taxi, sentada y sin braguitas. Ya veré cómo pago la carrera.

Texto vencedor del Astoria&Friends en su modalidad fan, autor Herme Cerezo

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