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Etiquetas | Carta a un disidente

Querido Santiago

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La noticia de tu muerte, querido Santiago, me ha llegado en pleno descanso vacacional, saboreando el olor a salitre en una playa de la Costa Brava. ¡Qué incoherencia!  La vida sigue a nuestro alrededor mientras me acerco a tu muerte de puntillas, con recelo a invadir el dolor de otros latidos, el de tu mujer y tus hijos que, sin entender lo sucedido, tienen que aprender a vivir con tu ausencia. Y el alma se me rompe. Y parece que la calle deja de ser una selva ruidosa para convertirse en un silencio en el que se oye hasta el más mínimo ruido, incluso hasta el crujido del asfalto. Otro disidente cubano más, pienso. Otro más en la lista del horror castrista que se sucede sin fin. Y me parece extraño seguir con la calma, envuelto con ese viento de tramontana que parece querer llevarse todo mientras paladeo el olor a primavera. ¡Qué extraño se vuelve todo! El movimiento de las hojas de los árboles con el rugido del viento, el olor de los jazmines en flor al morirse la tarde. Y, sin embargo, te imagino mirando al malecón, ya sin el yugo del castrismo que te ha consumido, soñando con esa Cuba en libertad por la que has dado tu vida.

Cuba te excarceló, querido Santiago, a cambio de que salieras del país. Te cambió la prisión por el exilio. Nada nuevo. Para la tiranía cubana no eras un ciudadano, eras un desecho humano, una rata inmunda por no comulgar con la dictadura. Formabas parte de los presos políticos que llegaron a España el año pasado tras el proceso de excarcelaciones suscritos por la dictadura, con la boca pequeña, y que implicaban vuestro destierro. No solo el de los disidentes, como tú, sino también de vuestras familias. Y, sin embargo, con qué alegría se recibió la noticia entre cierta prensa y entre la casta política. Y tal vez eso se convirtió en una humillación para ti. Una humillación cuyo único responsable es una autocracia asquerosa que machaca a las opiniones disidentes mientras se deleita en la propaganda, única forma de que sobreviva todavía. Con todo, querido Santiago, habías venido con optimismo, con la necesaria y extraña sensación de aprender a vivir en libertad.  Algo nuevo para un cubano.  

Pero esa libertad empezó a saberte amarga, porque esa vida nueva que imaginabas en España con tu mujer y con tus hijos, pronto mostró su cruda realidad. Lo siento, Santiago. De veras que lo siento. Lamento que no hayamos estado a la altura de lo esperado. Siento que tu última batalla contra el castrismo haya sido el suicidio. Siento que esas heridas profundas, de tantos años de cárcel y de represión, no hayan cicatrizado. Siento de veras que la crisis que nos azota también te haya golpeado. A ti y a tantos disidentes que tanto habéis sufrido en la última dictadura de Occidente, a los que habéis padecido la humillación de la cárcel de un tirano que sigue teniendo las simpatías de buena parte de ciertos demócratas, que ven al régimen como su reserva espiritual. Y me avergüenza, querido Santiago, como tantos cubanos que están en contra de la tiranía castrista, que Benedicto XVI no haya pronunciado unas palabras sin aspavientos dogmáticos en contra de la opresión y la represión que sufren en la isla los ciudadanos cubanos por reclamar libertad. Esa opresión que te llevó a permanecer cual perro moribundo en una cárcel cubana. Tal vez hubiera sido tu última sonrisa antes de acabar con tu vida.

Y siento de veras que como sociedad no hayamos estado a la altura. Que hayamos esquivado hasta el tuétano la sombra de la dictadura, a ver si con un poco de suerte se borraba de nuestras vidas. Al fin y al cabo cincuenta y tres años no es nada para muchos. Excepto para los que han sobrevivido o para los que, como tú, habéis tenido que vivir, con esa herida de por vida. Ojalá, querido Santiago, estés en paz. No sabes cómo lo deseo. Ojalá te sientas libre. Ojalá puedas experimentar por fin lo que tanto te costó conseguir. Que eres libre y que tu ejemplo y tu muerte no han sido en vano. Porque algún día, Cuba como tú ya lo eres, será libre. Al fin y al cabo, los tiranos no son eternos.

Querido Santiago

Javier Montilla
viernes, 13 de abril de 2012, 06:48 h (CET)
La noticia de tu muerte, querido Santiago, me ha llegado en pleno descanso vacacional, saboreando el olor a salitre en una playa de la Costa Brava. ¡Qué incoherencia!  La vida sigue a nuestro alrededor mientras me acerco a tu muerte de puntillas, con recelo a invadir el dolor de otros latidos, el de tu mujer y tus hijos que, sin entender lo sucedido, tienen que aprender a vivir con tu ausencia. Y el alma se me rompe. Y parece que la calle deja de ser una selva ruidosa para convertirse en un silencio en el que se oye hasta el más mínimo ruido, incluso hasta el crujido del asfalto. Otro disidente cubano más, pienso. Otro más en la lista del horror castrista que se sucede sin fin. Y me parece extraño seguir con la calma, envuelto con ese viento de tramontana que parece querer llevarse todo mientras paladeo el olor a primavera. ¡Qué extraño se vuelve todo! El movimiento de las hojas de los árboles con el rugido del viento, el olor de los jazmines en flor al morirse la tarde. Y, sin embargo, te imagino mirando al malecón, ya sin el yugo del castrismo que te ha consumido, soñando con esa Cuba en libertad por la que has dado tu vida.

Cuba te excarceló, querido Santiago, a cambio de que salieras del país. Te cambió la prisión por el exilio. Nada nuevo. Para la tiranía cubana no eras un ciudadano, eras un desecho humano, una rata inmunda por no comulgar con la dictadura. Formabas parte de los presos políticos que llegaron a España el año pasado tras el proceso de excarcelaciones suscritos por la dictadura, con la boca pequeña, y que implicaban vuestro destierro. No solo el de los disidentes, como tú, sino también de vuestras familias. Y, sin embargo, con qué alegría se recibió la noticia entre cierta prensa y entre la casta política. Y tal vez eso se convirtió en una humillación para ti. Una humillación cuyo único responsable es una autocracia asquerosa que machaca a las opiniones disidentes mientras se deleita en la propaganda, única forma de que sobreviva todavía. Con todo, querido Santiago, habías venido con optimismo, con la necesaria y extraña sensación de aprender a vivir en libertad.  Algo nuevo para un cubano.  

Pero esa libertad empezó a saberte amarga, porque esa vida nueva que imaginabas en España con tu mujer y con tus hijos, pronto mostró su cruda realidad. Lo siento, Santiago. De veras que lo siento. Lamento que no hayamos estado a la altura de lo esperado. Siento que tu última batalla contra el castrismo haya sido el suicidio. Siento que esas heridas profundas, de tantos años de cárcel y de represión, no hayan cicatrizado. Siento de veras que la crisis que nos azota también te haya golpeado. A ti y a tantos disidentes que tanto habéis sufrido en la última dictadura de Occidente, a los que habéis padecido la humillación de la cárcel de un tirano que sigue teniendo las simpatías de buena parte de ciertos demócratas, que ven al régimen como su reserva espiritual. Y me avergüenza, querido Santiago, como tantos cubanos que están en contra de la tiranía castrista, que Benedicto XVI no haya pronunciado unas palabras sin aspavientos dogmáticos en contra de la opresión y la represión que sufren en la isla los ciudadanos cubanos por reclamar libertad. Esa opresión que te llevó a permanecer cual perro moribundo en una cárcel cubana. Tal vez hubiera sido tu última sonrisa antes de acabar con tu vida.

Y siento de veras que como sociedad no hayamos estado a la altura. Que hayamos esquivado hasta el tuétano la sombra de la dictadura, a ver si con un poco de suerte se borraba de nuestras vidas. Al fin y al cabo cincuenta y tres años no es nada para muchos. Excepto para los que han sobrevivido o para los que, como tú, habéis tenido que vivir, con esa herida de por vida. Ojalá, querido Santiago, estés en paz. No sabes cómo lo deseo. Ojalá te sientas libre. Ojalá puedas experimentar por fin lo que tanto te costó conseguir. Que eres libre y que tu ejemplo y tu muerte no han sido en vano. Porque algún día, Cuba como tú ya lo eres, será libre. Al fin y al cabo, los tiranos no son eternos.

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