Hasta ahora, el denominado voto de castigo había venido siendo determinante en cada cita electoral. Un voto de castigo al PSOE, posibilitó el primer gobierno Aznar en 1996 y, otro voto de castigo, aupó a Zapatero a la Moncloa hace escasamente un año, determinando que el excelso mister Anzar abandonara la política activa por la puerta de atrás.
Sin embargo, esta modalidad de “voto por desvaloración” trae consigo consecuencias poco deseables. Fijar el voto en base no a la afinidad para con el programa o las ideas de quien lo recibe, sino al nivel de hartazgo producido por quien viene ostentando el poder, arroja la perversidad democrática de no configurar mayorías reales. Y, eso, es lo que precisamente sucedió el domingo en Francia. La Constitución europea ha sido víctima o, si se quiere, daño colateral del rechazo social que despierta el gobierno de centro-derecha francés.
Desde el principio, la consulta fue interpretada por los franceses como una oportunidad más para reflejar su descontento con un gobierno Raffarin que, inexplicablemente, Chirac ha defendido contra viento y marea. De hecho, como todos los analistas políticos evidencian, el resultado surgido de las urnas es, más que un no a la propia Constitución, un no a la posibilidad de que Chirac se presente a un tercer mandato como Jefe del Estado francés.
Sin embargo, ese voto de desquite ha supuesto sumir a Europa en una crisis de dimensiones considerables. Por mucho que los políticos europeos traten de poner paños calientes sobre la herida, el proyecto europeo ha quedado gravemente dañado y, con ello, las aspiraciones de que el gigante económico pudiera, de una vez por todas, dejar de ser un enano político.