Siglo XXI. Diario digital independiente, plural y abierto. Noticias y opinión
Viajes y Lugares Tienda Siglo XXI Grupo Siglo XXI
21º ANIVERSARIO
Fundado en noviembre de 2003
Etiquetas | El día de la marmota
Después de una semana de oscuridad, se hizo la luz

The Shallows

|

No, no es que haya ocurrido un Apocalipsis donde el sol dejase de brillar (eso no ocurrirá hasta el 21 de diciembre). Se trata de algo mucho menos espectacular a priori, pero que requiere una ardua reflexión que nos llevará hasta los confines más recónditos de la mente humana, a preguntarnos como funciona, como se transforma física y psicológicamente y en qué tipo de sociedad y humanidad nos estamos convirtiendo. El punto de partida fue, como no podía ser de otro modo, estar una semana sin ordenador.

No se tomen a la ligera esto que les expongo, ya que la mayoría de la sociedad ya más que acostumbrada al uso y consumo del new media lo padece. En mi caso, quedaría muy interesante decir que fue un experimento preparado y planificado en el que tome la decisión en plenas facultades mentales de alejarme de esta tecnología… no les voy a quitar la ilusión, así que piensen lo que quieran. Lo que realmente nos importa aquí no son los hechos transcurridos durante ese periodo, en el que me surgieron todo tipo de necesidades que normalmente, por tener la oportunidad de hacerlas, inhibo (como un exacerbado deseo por escribir). Exagerar queda más poético (y español), así que ahí queda eso. Lo relevante es, precisamente, ahondar en nuestra evolución como seres “analógicos” hasta el punto actual, como una sociedad de la era digital.



Mi primera experiencia datada (en mi olvidadiza memoria) con un ordenador se remonta a los once años. Esta sucedió, como no podía ser de otro modo, en casa de un amigo de la infancia. Recuerdo observar ese monitor enorme, de catorce pulgadas, con incredulidad y extrañeza. Conseguí mi primer ordenador a los catorce años, un Pentium 166. No obstante, ya llevaba tiempo manejándolos en el colegio. Tuvimos la suerte de tener unos 286 con discos flexibles en cada clase (que acabaron reutilizándose como frisbees) y unos Pentium 100 en las aulas de informática. Siempre fui un chaval con gran curiosidad y paciencia para desentrañar los misterios de ese aparato que tenía delante de mí y de otros tantos más misterios sin resolver que acaecieron en mi tierna adolescencia. El ensayo y error fue mi mejor maestro. Me pasaba las horas leyendo ávidamente (e instalando la multitud de disquetes que significaba antes tener un programa). Varios sistemas operativos y ordenadores después, no me reconozco. Pero eso, lejos de ser otro de esos misterios sin resolver, tiene una explicación científica.

El cerebro humano es una maquinaria adaptable. Es cierto que hasta la pubertad funcionamos como esponjas, aprendemos rápidamente y que a partir de ahí todo se vuelve cuesta arriba. Pero no lo es, por ejemplo, que perdamos esa facultad con el tiempo. La creación de nuevas conexiones por parte de las distintas partes de nuestro cerebro siempre permanece activa. La práctica reiterada de un hábito produce que las viejas conexiones se pierdan y otras nuevas se creen. En otras palabras, antes éramos capaces de mantener nuestra atención durante un tiempo muy prologado en la lectura, la documentación y el análisis. Eso se ha ido perdiendo. Ahora leemos en diagonal, buscamos las palabras claves y hacemos operaciones con extrema rapidez. Nuestra forma de leer ha cambiado. Cada vez somos más incapaces de digerir un artículo largo (así que intentaré tomar nota e ir abreviando). En palabras de Joe O’Shea de la Florida State University, los niños de la ‘Generation Net’, los que han crecido con un router bajo el brazo, no leen necesariamente de izquierda a derecha y de arriba abajo. Como bien decía un buen amigo, ser un slow learner no es algo malo, era una forma de retener conocimientos y analizar contenidos. Pero no van por ahí los tiros. No es una crítica a la sociedad de la información que por perseguir la exclusiva no contrasta la noticia, la pérdida de ética con el copy-paste que nos lleva a los refritos y, en el peor de los casos, al plagio; y tampoco lo es a otros problemas similares existentes como el fast food audiovisual por productos de calidad o la maxificación y democratización del medio en una tendencia autodestructiva. Estos son, en efecto, problemas relacionados o daños colaterales que sería mejor tratar con más calma. En este caso prefiero centrarme en la capacidad de adaptación de nuestro cerebro, de un ser humano cada vez más incapaz de sobrevivir fuera de la burbuja tecnológica de la wikinomía. No cabe duda de que nuestra forma de pensar también ha cambiado.

Si una Malling-Hansen Writing Ball cambió los hábitos de escritura de Friedrich Nietzche, a la vez que le permitió seguir publicando a pesar de sus problemas de vista, el ordenador e internet ha hecho lo mismo con nosotros. Pero no sólo en el aspecto psicológico. Precisamente, este artículo toma prestado el nombre a uno de los libros que habla sobre esta afección o punto de inflexión que hemos sufrido con la llegada de internet. Nicholas Carr, su autor, nos desmiente algunas creencias con ejemplos. El cerebro puede ser reprogramado, al igual que un ordenador. Esto quiere decir, que la pérdida de una habilidad no exime (ni implica) de la ganancia de otra o de la no capacidad de poder recobrarla en un futuro. El cerebro es un músculo y, como tal, puede ejercitarse. Del mismo modo y de acuerdo con las investigaciones del Premio Nobel Eric Kandel, las neuronas pueden crear nuevas conexiones sinápticas potenciando ciertos sentidos (como ocurre con ciertas personas privadas de alguno de ellos o que han sufrido la amputación de alguno de los miembros) o la inhibición de ciertas afecciones o dolores con una pequeña cantidad de entrenamiento para ser automatizadas por el cerebro.

Si es cierto aquello de que un gran pulso electromagnético va a llegar del sol a lo largo del 2013 y que dejará inservible cualquier aparato electrónico, yo les lanzo dos pequeños consejos: vayan preparándose entrenando a su cerebro y miren bien en qué se gastan el dinero (al menos, si compran tecnología, que tenga una buena garantía). Aunque, bien mirado, si el fin del mundo ocurrirá dentro de 9 meses, ¿a quién le importa?

The Shallows

Después de una semana de oscuridad, se hizo la luz
José María Blázquez
lunes, 12 de marzo de 2012, 10:19 h (CET)
No, no es que haya ocurrido un Apocalipsis donde el sol dejase de brillar (eso no ocurrirá hasta el 21 de diciembre). Se trata de algo mucho menos espectacular a priori, pero que requiere una ardua reflexión que nos llevará hasta los confines más recónditos de la mente humana, a preguntarnos como funciona, como se transforma física y psicológicamente y en qué tipo de sociedad y humanidad nos estamos convirtiendo. El punto de partida fue, como no podía ser de otro modo, estar una semana sin ordenador.

No se tomen a la ligera esto que les expongo, ya que la mayoría de la sociedad ya más que acostumbrada al uso y consumo del new media lo padece. En mi caso, quedaría muy interesante decir que fue un experimento preparado y planificado en el que tome la decisión en plenas facultades mentales de alejarme de esta tecnología… no les voy a quitar la ilusión, así que piensen lo que quieran. Lo que realmente nos importa aquí no son los hechos transcurridos durante ese periodo, en el que me surgieron todo tipo de necesidades que normalmente, por tener la oportunidad de hacerlas, inhibo (como un exacerbado deseo por escribir). Exagerar queda más poético (y español), así que ahí queda eso. Lo relevante es, precisamente, ahondar en nuestra evolución como seres “analógicos” hasta el punto actual, como una sociedad de la era digital.



Mi primera experiencia datada (en mi olvidadiza memoria) con un ordenador se remonta a los once años. Esta sucedió, como no podía ser de otro modo, en casa de un amigo de la infancia. Recuerdo observar ese monitor enorme, de catorce pulgadas, con incredulidad y extrañeza. Conseguí mi primer ordenador a los catorce años, un Pentium 166. No obstante, ya llevaba tiempo manejándolos en el colegio. Tuvimos la suerte de tener unos 286 con discos flexibles en cada clase (que acabaron reutilizándose como frisbees) y unos Pentium 100 en las aulas de informática. Siempre fui un chaval con gran curiosidad y paciencia para desentrañar los misterios de ese aparato que tenía delante de mí y de otros tantos más misterios sin resolver que acaecieron en mi tierna adolescencia. El ensayo y error fue mi mejor maestro. Me pasaba las horas leyendo ávidamente (e instalando la multitud de disquetes que significaba antes tener un programa). Varios sistemas operativos y ordenadores después, no me reconozco. Pero eso, lejos de ser otro de esos misterios sin resolver, tiene una explicación científica.

El cerebro humano es una maquinaria adaptable. Es cierto que hasta la pubertad funcionamos como esponjas, aprendemos rápidamente y que a partir de ahí todo se vuelve cuesta arriba. Pero no lo es, por ejemplo, que perdamos esa facultad con el tiempo. La creación de nuevas conexiones por parte de las distintas partes de nuestro cerebro siempre permanece activa. La práctica reiterada de un hábito produce que las viejas conexiones se pierdan y otras nuevas se creen. En otras palabras, antes éramos capaces de mantener nuestra atención durante un tiempo muy prologado en la lectura, la documentación y el análisis. Eso se ha ido perdiendo. Ahora leemos en diagonal, buscamos las palabras claves y hacemos operaciones con extrema rapidez. Nuestra forma de leer ha cambiado. Cada vez somos más incapaces de digerir un artículo largo (así que intentaré tomar nota e ir abreviando). En palabras de Joe O’Shea de la Florida State University, los niños de la ‘Generation Net’, los que han crecido con un router bajo el brazo, no leen necesariamente de izquierda a derecha y de arriba abajo. Como bien decía un buen amigo, ser un slow learner no es algo malo, era una forma de retener conocimientos y analizar contenidos. Pero no van por ahí los tiros. No es una crítica a la sociedad de la información que por perseguir la exclusiva no contrasta la noticia, la pérdida de ética con el copy-paste que nos lleva a los refritos y, en el peor de los casos, al plagio; y tampoco lo es a otros problemas similares existentes como el fast food audiovisual por productos de calidad o la maxificación y democratización del medio en una tendencia autodestructiva. Estos son, en efecto, problemas relacionados o daños colaterales que sería mejor tratar con más calma. En este caso prefiero centrarme en la capacidad de adaptación de nuestro cerebro, de un ser humano cada vez más incapaz de sobrevivir fuera de la burbuja tecnológica de la wikinomía. No cabe duda de que nuestra forma de pensar también ha cambiado.

Si una Malling-Hansen Writing Ball cambió los hábitos de escritura de Friedrich Nietzche, a la vez que le permitió seguir publicando a pesar de sus problemas de vista, el ordenador e internet ha hecho lo mismo con nosotros. Pero no sólo en el aspecto psicológico. Precisamente, este artículo toma prestado el nombre a uno de los libros que habla sobre esta afección o punto de inflexión que hemos sufrido con la llegada de internet. Nicholas Carr, su autor, nos desmiente algunas creencias con ejemplos. El cerebro puede ser reprogramado, al igual que un ordenador. Esto quiere decir, que la pérdida de una habilidad no exime (ni implica) de la ganancia de otra o de la no capacidad de poder recobrarla en un futuro. El cerebro es un músculo y, como tal, puede ejercitarse. Del mismo modo y de acuerdo con las investigaciones del Premio Nobel Eric Kandel, las neuronas pueden crear nuevas conexiones sinápticas potenciando ciertos sentidos (como ocurre con ciertas personas privadas de alguno de ellos o que han sufrido la amputación de alguno de los miembros) o la inhibición de ciertas afecciones o dolores con una pequeña cantidad de entrenamiento para ser automatizadas por el cerebro.

Si es cierto aquello de que un gran pulso electromagnético va a llegar del sol a lo largo del 2013 y que dejará inservible cualquier aparato electrónico, yo les lanzo dos pequeños consejos: vayan preparándose entrenando a su cerebro y miren bien en qué se gastan el dinero (al menos, si compran tecnología, que tenga una buena garantía). Aunque, bien mirado, si el fin del mundo ocurrirá dentro de 9 meses, ¿a quién le importa?

Noticias relacionadas

 
Quiénes somos  |   Sobre nosotros  |   Contacto  |   Aviso legal  |   Suscríbete a nuestra RSS Síguenos en Linkedin Síguenos en Facebook Síguenos en Twitter   |  
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto | Director: Guillermo Peris Peris
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto