Recomendaba san Josemaría Escrivá confesarse cada semana y con un sacerdote fijo
porque eso supone que este conocerá mejor al penitente y podrá aconsejarle mejor. El
fundador del Opus Dei desaconsejaba, ridiculizando, confesarse "con el padre Topete,
es decir, con el primero que uno se topa".
No estoy de acuerdo con esa opinión. Me parece que lo más saludable es confesarse
con el padre Topete, esto es, con el primer sacerdote con el que uno se topa, porque esto
supone tener fe e ir a lo esencial, es decir, a que cualquier sacerdote, quien sea, es, ante
todo, sacerdote, con poder recibido de Jesucristo para perdonar los pecados, sean cuales
sean sus cualidades personales, el conocimiento que tenga de nosotros o lo que sea.
Lo importante del sacerdote en el confesonario es que perdona los pecados en
nombre de Cristo. Lo de menos es que nos conozca o nos deje de conocer. Es más,
sobre todo en ámbitos pequeños (pueblos, aldeas, barrios), lo mejor es confesarse con
un sacerdote de otro pueblo, que no conozca al penitente, para que este se sienta más
libre a la hora de confesar sus pecados, en vez de hacerlo con un sacerdote con quien le
unen lazos de vecindad, parentesco, amistad, etc.
La Iglesia, que es sabia, incluso reconoce al penitente el derecho al anonimato
mientras se confiesa, porque lo importante durante la confesión es manifestar los
pecados y el arrepentimiento. Con esos dos elementos, el sacerdote ya tiene elementos
de juicio para otorgar la absolución y el perdón en nombre de Cristo, sin que sea
necesario que sepa la identidad del penitente. Por eso, muchos confesonarios llevan una
rejilla o tela que protege la identidad del penitente pero permite que el confesor le oiga.
A mi juicio, el error de san Josemaría estaba en que consideraba la confesión como
medio de dirección espiritual, y no principalmente como sacramento.
La confesión es el sacramento de la misericordia de Dios en el que el sacerdote, en
nombre de Cristo, perdona los pecados. En la confesión puede haber algún consejo de
dirección espiritual, pero eso no es lo fundamental, sino lo accesorio. Esos consejos
pueden existir o no, pero lo que siempre deben existir son las cinco partes que, de
pequeños, estudiamos en el catecismo: examen de conciencia, contrición, propósito de
enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
En la confesión no tiene por qué haber dirección espiritual. Es más, pienso que es
mejor que no la haya. En primer lugar porque el penitente no la ha pedido, ya que el
penitente acude a confesarse para recibir un sacramento, no una dirección espiritual. Y
en segundo lugar porque el confesor no está llamado a ser "propietario" de las almas, y
la dirección espiritual, a diferencia del acompañamiento espiritual, entraña cierta
obediencia, que en ese momento está fuera de lugar, por cuanto en el trato con las
conciencias ajenas es preciso ser extremadamente delicado y no meter el hocico.
En cuanto a la confesión semanal, tampoco estoy de acuerdo. Las necesidades de
alimento material no son iguales que las del alma. Comer todos los días con
periodicidad no es razón para trasladar esa periodicidad de modo gratuito a la vida
espiritual. Confesarse por cojones cada semana puede llevar a desvirtuar el gusto por el
perdón y la misericordia de Dios. Lo mejor es confesarse cuando uno lo necesite, que no
quiere decir cuando uno esté, en su conciencia, en estado de pecado mortal, sino cuando
uno necesite disfrutar de la misericordia de Dios, lo cual sucederá siempre que se esté
en pecado mortal, pero también en otras ocasiones distintas.
En mi experiencia de disfrutar del perdón de Cristo, hace unos meses que me "topé"
con un confesor acojonante. Es un jesuita anciano, casi ciego, de la iglesia de san
Hipólito de Córdoba. Presta una gran atención mientras le expongo mis pecados. Está
totalmente concentrado en escucharme. Me interrumpe si algo no ha entendido u oído
bien. Al terminar mi exposición, solo me pregunta si estoy arrepentido. Le digo que sí.
No me suelta ninguna monserga, sino que inmediatamente me pone la penitencia, que
suele ser siempre un padrenuestro, y me da la absolución, tras lo cual, nos despedimos.
Siempre me despide con una maravillosa sonrisa de oreja a oreja, que me recuerda
algo que me contaba un amigo de Lucena, hace años, que se confesaba con fray Gabriel
de la Dolorosa, un franciscano de esa localidad que murió hace años, el cual, al terminar
la confesión, mientras ofrecía al penitente una sonrisa similar, le decía siempre: "No te
olvides de rezar por mí, que soy más pecador que tú".
El perdón de Cristo es algo amable. Los penitentes vamos al confesonario porque
somos pecadores y buscamos el perdón de Cristo, no que nos toquen los cojones. Hace
poco una amiga mía me dijo que había dejado plantado a mitad de confesión al
sacerdote con el que se estaba confesando (un sacerdote numerario del Opus Dei),
porque le resultaron inaceptables el tono y las recriminaciones ausentes de caridad que
este le estaba haciendo con ocasión de esa confesión, muy lejanas de la misericordia de
Cristo que ella esperaba y sobre la que el Papa ha insistido tanto en los últimos años.