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Todo aquel que califica a los homosexuales de "enfermos" o "anómalos" es siempre, seguro, creyente (intolerante). Si asegura no serlo, falta a la verdad. Vamos a razonar por qué

Sanar la homosexualidad

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Todo el mundo vende algo en la vida. Se trata de convencer, de persuadir al otro. Hay quien oferta un contrato de luz más barato que el de su competidor, quien anuncia la mejor atención psicológica o incluso, quien nos garantiza el contacto con el más allá. Los hay hasta que garantizan la intercesión de nuestro destino o el pasaporte hacia la vida eterna. Todo en función de las necesidades del cliente. De manera que encontraremos  a quien vende su producto (anunciando un nuevo detergente o una nueva religión) y a quien responde, de mejor o peor manera, al perfil que el comercial busca: el cliente. Para que dicho intercambio llegue a producirse, se hace preciso cierto grado de persuasión por parte comercial o cuando menos, una cierta ignorancia respecto al producto o servicio, por parte del receptor o cliente.

Cuando un pseudocomercial, exhibiendo un aparente título que lo reviste de autoridad (v.gr. un título médico) comunica a las personas de condición homosexual que “están enfermas”, es muy probable que de inmediato se encuentre con “pacientes” que “tiendan a creer” en la solvencia facultativa de su prescriptor. Al igual que se admite el mal de ojo o el milagro del Chamán, también la bata blanca o el diploma, propicia el inmediato reconocimiento respecto a dicha investidura: “si es médico, por algo lo dirá; él sabe más que yo. Es él quien conoce; soy yo quien desconozco”. Es necesario que el cliente "tienda a creer” porque sólo “dando crédito”, evidenciando cierta vulnerabilidad mental, será posible "tratarlo”. Logrado el primer objetivo,  su “perfil creyente” puede reconducirse hacia una segunda meta, la proclamación de la fe como terapia que le ayude en su sanación, pero ello aquí no es lo importante y de momento, también es lo de menos.

La realidad que se esconde detrás, aquello que el cliente/paciente, (la victima vulnerable no es capaz de ver), es que el supuesto psicólogo que presenta sus sesudos informes, la Universidad que divulga sus sesudos estudios, o el “médico” que se ofrece a ayudar; todos ellos, todas las distintas maneras de presentar un amor samaritano y desinteresado encaminado a sanar dicha “anomalía”, oculta la eterna y siniestra doblez que caracteriza el pensamiento fundamentalista del hombre. No se trata de facultativos o profesores (que el título sea o no real, es ya lo de menos); se trata de integristas, siervos de Dios con un mandato muy concreto, activistas que luchan cada día por que la apariencia y la “lógica” de su Verdad permanezca inalterable.

Disfrazando la incoherencia


La humanidad es muy capaz de capear con la incoherencia de una edificación imaginaria, sin someter a examen sus elucubraciones: un Dios sumamente bueno, no puede tolerar el mal. Un Dios absolutamente creador o todopoderoso, no puede tolerar que una causa segunda (libre arbitrio) sea libre y sea autónoma. Produce sonrojo tener que recordarlo, pero dicha interpretación se reserva para la teología, la escolástica o la filosofía. La incoherencia no se exhibe en sociedad; no invita al examen de la razón.

Tampoco se somete a examen como fruto del creador, la gestación de las enfermedades más temibles, o cualquiera de las innumerables deficiencias congénitas que pueden surgir en el hombre. ¿Qué Dios es aquel incapaz de preveer la miopía o la caries? Gordos, flacos, feos, guapos, cojos, deformes, esbeltos, herniados o sufrientes, nadie le pedirá cuentas. El hombre no es capaz de contemplar en su inabordable dimensión, el exultante y vasto imperio de una naturaleza de la que forma un capricho más, pero el dolor, la enfermedad o las taras, también participan de un cierto tabú, también se ocultan en sociedad, padeciéndose en privado con los más íntimos. El respeto propicia una vez más, que la incoherencia no se someta al exámen de la razón.

Pero el fundamentalista que busca ocultar cualquier incoherencia de su estructurada Verdad, comprueba que la homosexualidad, sí se exhibe en sociedad. De hecho es lo que tarde o temprano ocurre con todo aquel que no la oculta y ello resulta sencillamente insoportable. ¿Por qué? La razón es sencilla. Si Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, entonces no puede crear homosexuales. ¿Acaso lo hace? No se pueden permitir el lujo de responder. Los homosexuales han de ser anomalías que creen ser una cosa, cuando en realidad son otra.  Una cortina puede ocultar cuestiones teológicas, incoherencias acerca del mal, de la libertad, de la culpa o de la creación, pero no puede ocultar la homosexualidad o cualquier otra condición que se aparte del dogma creado por el fundamentalista. El objetivo no es tanto no dar respuesta, sino ocultar la mera formulación de preguntas que inviten a la reflexión. Se trata de formalizar el delirio y la impostura; hacer de la alienación del género humano, la verdad oficial.

En palabras de Orwell, “decir la verdad es un acto revolucionario”. Dios no puede crear homosexuales. Legitimar a éstos en base a la creación, es aceptar el desorden de Dios. Exclusivamente por ello y en tal objetivo, descansa cada conferencia, cada libro, cada siniestro tertuliano que se presenta como independiente y aconfesional, cada “laico aparente” que enmascara su lado oculto: el de ser un creyente integrista. La única ley posible, el único código civil admitido, se resume en un sólo mandamiento: “amar la única versión de Dios que yo apruebo, sobre todas las cosas”. Infinidad de poderosas redes privadas en todo el mundo continuarán distribuyendo éste y otros panfletos similares, buscando someter a reverencia las recetas dictadas por los intérpretes de Dios.

Sanar la homosexualidad

Todo aquel que califica a los homosexuales de "enfermos" o "anómalos" es siempre, seguro, creyente (intolerante). Si asegura no serlo, falta a la verdad. Vamos a razonar por qué
Alex Vidal
jueves, 9 de febrero de 2012, 08:16 h (CET)
Todo el mundo vende algo en la vida. Se trata de convencer, de persuadir al otro. Hay quien oferta un contrato de luz más barato que el de su competidor, quien anuncia la mejor atención psicológica o incluso, quien nos garantiza el contacto con el más allá. Los hay hasta que garantizan la intercesión de nuestro destino o el pasaporte hacia la vida eterna. Todo en función de las necesidades del cliente. De manera que encontraremos  a quien vende su producto (anunciando un nuevo detergente o una nueva religión) y a quien responde, de mejor o peor manera, al perfil que el comercial busca: el cliente. Para que dicho intercambio llegue a producirse, se hace preciso cierto grado de persuasión por parte comercial o cuando menos, una cierta ignorancia respecto al producto o servicio, por parte del receptor o cliente.

Cuando un pseudocomercial, exhibiendo un aparente título que lo reviste de autoridad (v.gr. un título médico) comunica a las personas de condición homosexual que “están enfermas”, es muy probable que de inmediato se encuentre con “pacientes” que “tiendan a creer” en la solvencia facultativa de su prescriptor. Al igual que se admite el mal de ojo o el milagro del Chamán, también la bata blanca o el diploma, propicia el inmediato reconocimiento respecto a dicha investidura: “si es médico, por algo lo dirá; él sabe más que yo. Es él quien conoce; soy yo quien desconozco”. Es necesario que el cliente "tienda a creer” porque sólo “dando crédito”, evidenciando cierta vulnerabilidad mental, será posible "tratarlo”. Logrado el primer objetivo,  su “perfil creyente” puede reconducirse hacia una segunda meta, la proclamación de la fe como terapia que le ayude en su sanación, pero ello aquí no es lo importante y de momento, también es lo de menos.

La realidad que se esconde detrás, aquello que el cliente/paciente, (la victima vulnerable no es capaz de ver), es que el supuesto psicólogo que presenta sus sesudos informes, la Universidad que divulga sus sesudos estudios, o el “médico” que se ofrece a ayudar; todos ellos, todas las distintas maneras de presentar un amor samaritano y desinteresado encaminado a sanar dicha “anomalía”, oculta la eterna y siniestra doblez que caracteriza el pensamiento fundamentalista del hombre. No se trata de facultativos o profesores (que el título sea o no real, es ya lo de menos); se trata de integristas, siervos de Dios con un mandato muy concreto, activistas que luchan cada día por que la apariencia y la “lógica” de su Verdad permanezca inalterable.

Disfrazando la incoherencia


La humanidad es muy capaz de capear con la incoherencia de una edificación imaginaria, sin someter a examen sus elucubraciones: un Dios sumamente bueno, no puede tolerar el mal. Un Dios absolutamente creador o todopoderoso, no puede tolerar que una causa segunda (libre arbitrio) sea libre y sea autónoma. Produce sonrojo tener que recordarlo, pero dicha interpretación se reserva para la teología, la escolástica o la filosofía. La incoherencia no se exhibe en sociedad; no invita al examen de la razón.

Tampoco se somete a examen como fruto del creador, la gestación de las enfermedades más temibles, o cualquiera de las innumerables deficiencias congénitas que pueden surgir en el hombre. ¿Qué Dios es aquel incapaz de preveer la miopía o la caries? Gordos, flacos, feos, guapos, cojos, deformes, esbeltos, herniados o sufrientes, nadie le pedirá cuentas. El hombre no es capaz de contemplar en su inabordable dimensión, el exultante y vasto imperio de una naturaleza de la que forma un capricho más, pero el dolor, la enfermedad o las taras, también participan de un cierto tabú, también se ocultan en sociedad, padeciéndose en privado con los más íntimos. El respeto propicia una vez más, que la incoherencia no se someta al exámen de la razón.

Pero el fundamentalista que busca ocultar cualquier incoherencia de su estructurada Verdad, comprueba que la homosexualidad, sí se exhibe en sociedad. De hecho es lo que tarde o temprano ocurre con todo aquel que no la oculta y ello resulta sencillamente insoportable. ¿Por qué? La razón es sencilla. Si Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, entonces no puede crear homosexuales. ¿Acaso lo hace? No se pueden permitir el lujo de responder. Los homosexuales han de ser anomalías que creen ser una cosa, cuando en realidad son otra.  Una cortina puede ocultar cuestiones teológicas, incoherencias acerca del mal, de la libertad, de la culpa o de la creación, pero no puede ocultar la homosexualidad o cualquier otra condición que se aparte del dogma creado por el fundamentalista. El objetivo no es tanto no dar respuesta, sino ocultar la mera formulación de preguntas que inviten a la reflexión. Se trata de formalizar el delirio y la impostura; hacer de la alienación del género humano, la verdad oficial.

En palabras de Orwell, “decir la verdad es un acto revolucionario”. Dios no puede crear homosexuales. Legitimar a éstos en base a la creación, es aceptar el desorden de Dios. Exclusivamente por ello y en tal objetivo, descansa cada conferencia, cada libro, cada siniestro tertuliano que se presenta como independiente y aconfesional, cada “laico aparente” que enmascara su lado oculto: el de ser un creyente integrista. La única ley posible, el único código civil admitido, se resume en un sólo mandamiento: “amar la única versión de Dios que yo apruebo, sobre todas las cosas”. Infinidad de poderosas redes privadas en todo el mundo continuarán distribuyendo éste y otros panfletos similares, buscando someter a reverencia las recetas dictadas por los intérpretes de Dios.

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