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Francia aprovecha la sanción a Contador para atacar al deporte español

Francés, lluvia dorada y demás deportes

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Al hilo de la ominosa sanción del TAS a Alberto Contador, las reacciones procedentes de nuestros vecinos franceses han surgido como un géiser de mala baba –digo lava–haciendo aflorar con (in)disimulado revanchismo toda la bilis acumulada en años de profusa opulencia del deporte español en uno y otro confín, que diría Espronceda, y con especial incidencia en Francia.

No ha sido infrecuente en los últimos tiempos ver a deportistas españoles vestirse de amarillo en París (solamente cinco años consecutivos, con tres ciclistas diferentes) al término de su Tour. Veinte veces han acabado los pilotos españoles de las tres categorías del Mundial de Motociclismo en lo más alto del cajón en el circuito de Le Mans desde 1998. Y tres años ha ganado Fernando Alonso en tierras francesas sin usar el mismo combustible que el muñegote de Nadal. Sin olvidar las Champions logradas por equipos españoles en el estadio de París en los últimos años o las Supercopas conseguidas en Mónaco, alguna como la del Atlético de Madrid, con el mérito añadido de estar entrenado por Quique Flores.

Reconozco que no comprendo el por qué de las rencillas. Hablo de España, por supuesto, pues ni de Francia ni de francés tengo especial conocimiento. Pero la reacción ante el sketch del guiñol dichoso se antoja desmesurada y un tanto artificiosa. Como si hubiera que enfadarse porque sí y sentirse muy ofendido, que como ganar a los franceses, parece cosa muy española.

Desde aquí manifiesto mi admiración por Francia y su papel en el deporte todo. Quizá olvidemos su decisiva influencia en el desarrollo del mismo en el siglo pasado y su contribución, por ende, a la triunfal lozanía de la que gozan nuestros deportistas. Francia siempre ha sido una estupenda nación en lo que al deporte se refiere. No tanto en lo que concierne a victorias, claro está, que no todo es ganar como bien apuntó un gabacho de pro, el Barón de Coubertain con su famosa sentencia: lo importante no es ganar, es participar. Y no le faltaba razón. El deporte ha alumbrado maravillosos deportistas sin corona. Campeones sin gloria cuyo sacrificio y destreza no obtuvo la merecida recompensa por mor de avatares azarosos o de hallarse frente a un mejor rival, acaso también capricho de la fortuna. No han faltado, por supuesto, mediocres exitosos, tramposos triunfales y rufianes victoriosos, que el deporte, como la vida, no entiende de justicia poética.

Pero, decía, que Francia siempre se ha hallado a la cabeza en materia organizadora. Gracias al Barón de Coubertain a quien mencionábamos antes, los Juegos Olímpicos (mal llamados Olimpiadas por la indocumentada prensa, con excesiva tendencia a perpetuar los errores) volvieron a celebrarse convirtiéndose en una fiesta del deporte, la concordia, el espíritu deportivo y bla-bla-bla. Pero no se limita a esto el papel de nuestros simpáticos vecinos. Si gracias a Francia se celebra la más importante competición deportiva, también a ellos les debemos, aparte de excelentes vinos, exquisitos quesos y estupendas mujeres –lo de los vinos y los quesos puedo corroborarlo- las dos más prestigiosas y hermosas competiciones del más importante de los deportes: el fútbol, también llamado balompié (o fúrbol, por nuestro presidente Villar). El mundial de clubes, del que  somos actuales campeones gracias al gol de Iniesta-de-mi-vida, se celebra merced a otro francés, Jules Rimet, quien ideó, promovió y dio nombre a esta competición. Tanto fue así que fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1955, logro al alcance de muy pocos futboleros, Pepe incluido.

¿Y a quién le debemos la Champions League, antaño conocida como Copa de Europa? Sí, a los franceses. Concretamente al diario L’Équipe, bajo la dirección de Gabriel Hanot.

Su contribución al deporte se completa con la celebración de la más importante competición de ciclismo: el centenario Tour de Francia, su prueba más reconocida e internacional. Mientras que hoy día poca gente recuerda o conoce la influencia de Francia en la celebración de los JJ.OO o los mundiales de fútbol, el gran público –y el que no es grande también- identifica la gran carrera ciclista con el país de la Torre Eiffel, el Sena y Sinama Pongolle.

Son, por tanto, especialistas en logística, organización, iniciativa y entusiasmo. ¿Podríamos pedirles que, además, ganaran? ¿No ocurre acaso como con ese amigo simpático y gordito que todos teníamos y que organizaba las fiestas en su casa, traía el alcohol e invitaba a las chicas? Luego no ligaba, el tío. ¡Qué iba a ligar, si tanto organizar ya le había agotado! El pobre nos odiaba en silencio, en la soledad de su habitación o del cuarto de baño. Tanto esfuerzo para esto, pensaba, y no sin razón.

Esta explosión de envidia mal contenida, a mi juicio, no debiera ser mal considerada por los españoles. Como al amigo gordito, sería más oportuno darles una palmada en el hombro, agradecerles todo el esfuerzo, la organización y la infraestructura (las carreteras, los circuitos, los campos de fútbol, las chicas). ¡Si además de franceses ponen la cama!

Apelando a sus antepasados, demostrando conocimiento de su cultura, sus raíces y sus gentes y de ese santo Barón, yo les animaría a seguir compitiendo, que lo importante es participar. Y que rían o lloren cual Boabdil por lo que no supieron ganar como Nadal. A fin de cuentas, no encuentro tan hiriente el asunto del guiñol. Bien mirado, tiene gracia. Nadie como los franceses para hablar de la orina de Nadal y los españoles. Al fin y al cabo, llevamos varios años meándoles en todos los deportes. Algo sabrán del tema.

Francés, lluvia dorada y demás deportes

Francia aprovecha la sanción a Contador para atacar al deporte español
Jonah de Morais
miércoles, 8 de febrero de 2012, 12:40 h (CET)
Al hilo de la ominosa sanción del TAS a Alberto Contador, las reacciones procedentes de nuestros vecinos franceses han surgido como un géiser de mala baba –digo lava–haciendo aflorar con (in)disimulado revanchismo toda la bilis acumulada en años de profusa opulencia del deporte español en uno y otro confín, que diría Espronceda, y con especial incidencia en Francia.

No ha sido infrecuente en los últimos tiempos ver a deportistas españoles vestirse de amarillo en París (solamente cinco años consecutivos, con tres ciclistas diferentes) al término de su Tour. Veinte veces han acabado los pilotos españoles de las tres categorías del Mundial de Motociclismo en lo más alto del cajón en el circuito de Le Mans desde 1998. Y tres años ha ganado Fernando Alonso en tierras francesas sin usar el mismo combustible que el muñegote de Nadal. Sin olvidar las Champions logradas por equipos españoles en el estadio de París en los últimos años o las Supercopas conseguidas en Mónaco, alguna como la del Atlético de Madrid, con el mérito añadido de estar entrenado por Quique Flores.

Reconozco que no comprendo el por qué de las rencillas. Hablo de España, por supuesto, pues ni de Francia ni de francés tengo especial conocimiento. Pero la reacción ante el sketch del guiñol dichoso se antoja desmesurada y un tanto artificiosa. Como si hubiera que enfadarse porque sí y sentirse muy ofendido, que como ganar a los franceses, parece cosa muy española.

Desde aquí manifiesto mi admiración por Francia y su papel en el deporte todo. Quizá olvidemos su decisiva influencia en el desarrollo del mismo en el siglo pasado y su contribución, por ende, a la triunfal lozanía de la que gozan nuestros deportistas. Francia siempre ha sido una estupenda nación en lo que al deporte se refiere. No tanto en lo que concierne a victorias, claro está, que no todo es ganar como bien apuntó un gabacho de pro, el Barón de Coubertain con su famosa sentencia: lo importante no es ganar, es participar. Y no le faltaba razón. El deporte ha alumbrado maravillosos deportistas sin corona. Campeones sin gloria cuyo sacrificio y destreza no obtuvo la merecida recompensa por mor de avatares azarosos o de hallarse frente a un mejor rival, acaso también capricho de la fortuna. No han faltado, por supuesto, mediocres exitosos, tramposos triunfales y rufianes victoriosos, que el deporte, como la vida, no entiende de justicia poética.

Pero, decía, que Francia siempre se ha hallado a la cabeza en materia organizadora. Gracias al Barón de Coubertain a quien mencionábamos antes, los Juegos Olímpicos (mal llamados Olimpiadas por la indocumentada prensa, con excesiva tendencia a perpetuar los errores) volvieron a celebrarse convirtiéndose en una fiesta del deporte, la concordia, el espíritu deportivo y bla-bla-bla. Pero no se limita a esto el papel de nuestros simpáticos vecinos. Si gracias a Francia se celebra la más importante competición deportiva, también a ellos les debemos, aparte de excelentes vinos, exquisitos quesos y estupendas mujeres –lo de los vinos y los quesos puedo corroborarlo- las dos más prestigiosas y hermosas competiciones del más importante de los deportes: el fútbol, también llamado balompié (o fúrbol, por nuestro presidente Villar). El mundial de clubes, del que  somos actuales campeones gracias al gol de Iniesta-de-mi-vida, se celebra merced a otro francés, Jules Rimet, quien ideó, promovió y dio nombre a esta competición. Tanto fue así que fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1955, logro al alcance de muy pocos futboleros, Pepe incluido.

¿Y a quién le debemos la Champions League, antaño conocida como Copa de Europa? Sí, a los franceses. Concretamente al diario L’Équipe, bajo la dirección de Gabriel Hanot.

Su contribución al deporte se completa con la celebración de la más importante competición de ciclismo: el centenario Tour de Francia, su prueba más reconocida e internacional. Mientras que hoy día poca gente recuerda o conoce la influencia de Francia en la celebración de los JJ.OO o los mundiales de fútbol, el gran público –y el que no es grande también- identifica la gran carrera ciclista con el país de la Torre Eiffel, el Sena y Sinama Pongolle.

Son, por tanto, especialistas en logística, organización, iniciativa y entusiasmo. ¿Podríamos pedirles que, además, ganaran? ¿No ocurre acaso como con ese amigo simpático y gordito que todos teníamos y que organizaba las fiestas en su casa, traía el alcohol e invitaba a las chicas? Luego no ligaba, el tío. ¡Qué iba a ligar, si tanto organizar ya le había agotado! El pobre nos odiaba en silencio, en la soledad de su habitación o del cuarto de baño. Tanto esfuerzo para esto, pensaba, y no sin razón.

Esta explosión de envidia mal contenida, a mi juicio, no debiera ser mal considerada por los españoles. Como al amigo gordito, sería más oportuno darles una palmada en el hombro, agradecerles todo el esfuerzo, la organización y la infraestructura (las carreteras, los circuitos, los campos de fútbol, las chicas). ¡Si además de franceses ponen la cama!

Apelando a sus antepasados, demostrando conocimiento de su cultura, sus raíces y sus gentes y de ese santo Barón, yo les animaría a seguir compitiendo, que lo importante es participar. Y que rían o lloren cual Boabdil por lo que no supieron ganar como Nadal. A fin de cuentas, no encuentro tan hiriente el asunto del guiñol. Bien mirado, tiene gracia. Nadie como los franceses para hablar de la orina de Nadal y los españoles. Al fin y al cabo, llevamos varios años meándoles en todos los deportes. Algo sabrán del tema.

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